No juzguéis y no seréis juzgados
Para interpretar correctamente lo dicho por Nuestro Señor «No juzguéis y no seréis juzgados», que tantos confunden, retuercen y tergiversan, además de no sacar de contexto la frase y dejarla así, sola y desnuda, no basta con leer los Evangelios, como se limitan muchos, sino que los católicos debemos también apoyarnos en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia. Basándonos en esas tres fuentes, es como únicamente obtenemos la certeza de no errar.
Debemos tener en cuenta de antemano dos cuestiones, primera, que juzgar es sinónimo de discernir, y que si en vez de aquel vocablo utilizamos este último la cosa se nos simplifica bastante toda vez que juzgar suena como más duro; segunda, que sólo se juzga cuando se emite una sentencia, sea absolutoria, sea condenatoria, pero que decir de alguien que lo que ha hecho está mal no implica su condenación, sino sólo la calificación de su acto. Por decir de alguien que ha hecho algo mal no lo estamos condenando –eso queda siempre sólo para Dios–, sino advirtiendo o censurando un comportamiento; si a continuación nos ponemos manos a la obra para ayudarle a que se corrija, eso se llama caridad.
Cuando Nuestro Señor dijo «No juzguéis y no seréis juzgados» no lo dijo para que se cogiera tal frase literalmente, como se deduce del contexto en que lo dijo. Con ella, Nuestro Señor lo que quiso es exhortarnos a corregir y reducir a sus justos límites la propensión maléfica y pertinaz que tiene el mundo, que se suele tener, a pensar mal del prójimo.
De ningún modo pretende Jesucristo que renunciemos a juzgar, a discernir, es decir, a conocer la verdad, pues renunciar a la verdad significaría que por sistema juzgaríamos bueno al malo, o que por sistema no admitiríamos la verdad de que el malo es malo. ¿Cómo podría ser auténtica una religión que por sistema renunciara a las verdades? ¿Una religión que produjera necesariamente simplones que tomasen por bueno lo malo? ¿O una religión que nos imposibilitara para saber, para juzgar, para discernir si los circundantes son buenos o son malos?
Lo que pretende Nuestro Señor es que no juzguemos mal a la ligera, o por apasionamiento, o porque el otro es del bando contrario, o porque pertenece a ideología diferente, o porque nos ha afeado nuestro proceder; y desde luego que no dictemos sentencia.
Jesucristo sabe que es imposible para el hombre no juzgar y sabe que para poder conducirse rectamente en la vida tenemos la necesidad imperiosa de juzgar, de discernir. Así mismo, es imposible juzgar que tal o cual es bueno, si no somos capaces también de juzgar que tal o cual no lo es. Si soy capaz de decir de éste o aquél que es bueno, no puedo quedarme con un simple no sé cómo es cuando me tropiezo con uno malo; en tal caso lo mío sería o falsedad o hipocresía. Nos gusta mucho poder decir a alguien qué bueno es, pero nos asusta decirle que no lo es.
Es físicamente imposible no juzgar, hasta el punto de que una religión que lo prohibiese, no sería de Dios. Porque no es de Dios lo que va contra la verdad. Si algo es bueno, lo es, por lo mismo, si algo es malo, lo es.
Jesús vino a la tierra para darnos ejemplo y para que hiciésemos como Él hizo. Si Él oraba, quiere que oremos; si El sufría con paciencia, nosotros igual; si él amaba al prójimo, nosotros igual. Pues bien, ¿qué hacía Jesús en materia de juicios, juzgaba o no juzgaba? Sin duda juzgaba ¿Juzgaba únicamente a los buenos? No, juzgaba también a los malos. De ello hay mil ejemplos: «¡Raza de víboras! ¿quién os ha enseñado a huir del inminente castigo ¡A ver si os convertís!» (Mt 3,7); «¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! Que no entráis en el reino de los cielos ni dejáis entrar…»(Mt 23); «Quien me ha entregado a ti ha cometido un pecado mayor» (Jo 19); «Vosotros sois los que os proclamáis justos delante de los hombres, pero la realidad es que sois hediondos delante de Dios» (Lc 16,16).
En otros muchos pasajes lo que hace es que nos impulsa a juzgar, dentro de nuestra posibilidades, que no son las suyas, desde luego, pero con mesura y prudencia. Y, como sabe que vamos a juzgar y que debemos hacerlo, bien que como Él nos enseña, va más lejos y nos manda: «Si tu hermano pecare, ve y corrígele a solas, si te escucha, has ganado a tu hermano. Pero si no te escucha, lleva contigo a uno o a dos más, para que toda palabra sea confirmada.…» (Mt 18,5); ergo, para corregirle debo antes juzgar, sin sentenciarle, claro, lo que hace. Este pasaje suele obviarse olímpicamente.
Como no podía ser de otras forma, siguiendo las enseñanzas de Nuestro Señor, acerca de «No juzgar y no seréis juzgados», los apóstoles también nos enseñan lo mismo que Jesús. Que tal frase no se puede tomar, ni mucho menos, al pie de la letra, ni fuera de contexto, sino como una corrección intensa de la funesta proclividad que tenemos a pensar mal de los otros. Con facilidad escalofriante se juzga mal al adversario. Con facilidad horrible enseguida se piensa mal del otro, y en muchos casos ni hace falta que sea enemigo ni contrario ni opuesto, ni siquiera distinto en su forma de ser; para pensar mal, basta a muchos nada más con que sea «el otro». Esto es lo que Cristo y los apóstoles se empeñan en corregir; lo que no pretenden es que nos despojemos de la facultad y don humano del discernimiento, de juzgar en sus justos términos.
San Pablo practicó el juzgar: «En ciertos hombres los pecados son del todo notorios, aún antes de ser llevados a juicio; los de otros, en cambio, solamente por el juicio se descubre» (1 Tim 5).
Por eso ¿cómo pueden algunos superficiales sentenciar que no se puede nunca juzgar al prójimo, únicamente por la frase «no juzguéis y no seréis juzgados», cuando en este último texto y en tantísimos otros se nos enseña a juzgarlos? Lo que hace falta es echar amor en nuestros juicios para que sean conforme a la verdad. Porque malo es siempre el juicio del que juzga malévolamente, pero también necio es quién siempre se abstiene. El primero es un hombre sin caridad, el segundo es un hombre sin juicio y malo e idiota (sin juicio) no valen para el reino de los Cielos ¿Cómo estos hombres sin juicio podrán cumplir lo que encarga San Pablo?: «¡Ojo con los perros, ojo con los malos obreros del Evangelio!» (Fil 2,2).
¡Y qué decir de lo siguiente! «No os mezcléis con quién llamándose hermano, es fornicario, o codicioso, o idólatra, o ultrajador, o ladrón. Con ese tal, ni comer. No me refiero a los paganos, a los de fuera. El juicio sobre éstos ahora no nos importa. A los de dentro es a los que tenemos que juzgar para no contaminarnos. Así pues, expulsad al malvado de vosotros (se refería en este caso a uno concreto) (1 Cor 5, 9-13).
Es muy de notar cómo insisten y coinciden los apóstoles en la necesidad de conocer a los malos de las pequeñas comunidades primeras, para resguardarse de sus influencias perniciosas.
San Pablo, anciano, tuvo que ir previniendo contra los disolventes del Evangelio, destructores de la fe y la caridad. No escatimaba sus juicios durísimos y los transmitía a sus discípulos. Pero no por durísimos dejaban de ser absolutamente verdaderos. Que no está la Verdad en dureza ni en blandura, sino en la verdad.
¿Se puede pedir más para convencerse abrumadoramente de que no se ha de volver a la necia y absurda interpretación con que nos salen algunos de «no juzguéis y no seréis juzgados»? Porque el caso es que todos, absolutamente todos, juzgamos, discernimos y no podemos por menos de juzgar. Lástima que no solamente en esta frase, sino en otras muchas, se interprete el Evangelio a la ligera y se lo emplee para lo que no es. ¿Cómo se podrían elegir a los obispos o a los diáconos, no juzgando las virtudes y los vicios o no vicios del candidato? ¿Cómo podría aceptarse a las monjas, a los catequistas, etc., etc., si no se les juzgase? ¿Cómo va a corregir un padre, una madre, un director, un superior, si no juzga? ¿Cómo vamos a saber si hemos o no pecado, sino no nos juzgamos a nosotros mismos?
Quede, pues, en conclusión, que lo que hay que hacer es corregir decididamente esta propensión maligna a juzgar mal del prójimo sin fundamento. Pero hay que mantener el juicio, el discernimiento, conforme a un puro corazón y a la verdad. Lo peor es ser propenso a juzgar mal. Mejor es pasarse de pensar bien, que de pensar mal. Lo perfecto es juzgar bien, cuando es bien; y juzgar mal, cuando es mal. La Religión es verdadera cuando ama la verdad, y es perfecta cuando conjuga la caridad con la verdad.
Ya saben, no tengan miedo, ni hagan gala de una falsa amistad o respeto humano o no se consideren en deuda con aquel que les ayudó en algún momento pero que ahora puede andar errado «Si tu hermano pecare, ve y corrígele a solas, si te escucha, has ganado a tu hermano. Pero si no te escucha, lleva contigo a uno o a dos más, para que toda palabra sea confirmada.…» (Mt 18,5). Eso sí: nunca sentenciemos.

Muy bien y muy oportuno.
Una matización: no se trata (solo) de una «necia y absurda interpretación». Desgraciadamente, estoy convencido que es PERVERSA, que busca adormecer la conciencia de pecado y favorecer el «todo es lícito».
Y, desgraciadamente también en ese sentido, como ejemplo está la frase «¿Quién soy yo para juzgar (el pecado nefando)?
Al menos se presta escandalosamente a la doble interpretación y no se dió por nadie la verdadera explicación de la frasecita.
«Aunque vierais algo malo –aconseja San Bernardo– no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces creedlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte».
SAN BERNARDO, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 40.