Apuntes para la reforma constitucional (III): Soberanía nacional

Nuestra actual Constitución determina en su artículo 1, punto 2, que «…la soberanía nacional reside en el pueblo español…

Nuestra actual Constitución determina en su artículo 1, punto 2, que «…la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan todos los poderes del Estado»; vaya por delante que si la Constitución es española, malamente podría la soberanía emanar, en el caso de que realmente así fuera, de otro pueblo que no sea el español, por lo que ya de entrada existe una redundancia más que innecesaria.

Soberanía, etimológicamente, se refiere al «poder supremo», o sea, que no tiene superior. Y según el diccionario es «la máxima autoridad dentro de un esquema político». Creemos que para el objeto de nuestro artículo es suficiente con lo anterior.

El problema surge al determinar en quién realmente reside esa soberanía. Según nuestra Constitución  la soberanía «nacional» reside en «el pueblo», con lo cual une dos conceptos que son diferentes: si la soberanía es «nacional» no puede residir en «el pueblo», y si es al contrario entonces deja de ser «nacional». El «pueblo» sólo es, en realidad, un conjunto de individuos no organizados en forma alguna que poseen como individuos un poder físico y moral que les dota de una dignidad específica individual, repetimos que como individuos, pero no como grupo.

Por el contrario, con la revolución francesa –la segunda de las tres grandes y determinantes revoluciones habidas–  se acuñó el concepto de «pueblo» como «suma de individuos integrados en una comunidad política», afirmándose que la soberanía es un derecho individual nativo, que se traspasa, que pertenece, a la sociedad civil como agrupación de individuos. Con ello, tal revolución impuso el concepto de «soberanía inmanente del pueblo», doctrina contraria a la razón, al derecho natural, al orden público y a los verdaderos fines de la sociedad. En resumen, vemos enfrentadas dos formas de entender la vida, el individuo, la sociedad, la soberanía, lo nacional y lo popular: la católica y la revolucionaria. Por desgracia, como vemos, fue esta última la que asumió la Constitución de 1978.

Según el concepto que recogió y consolidó tal Constitución, la soberanía reside en el individuo, quien al reunirse en sociedad, al constituirse en «pueblo», no tiene más remedio para constituir un poder colectivo que mediante un «contrato social» renunciar a toda o a una parte de su soberanía y libertad; lo cual recoge asimismo el concepto luterano del libre examen –la primera de las tres revoluciones esenciales habidas, la tercera es la marxista–, por el cual es el individuo el que, sin cortapisa alguna, puede decidir en todo momento cómo organizarse. Nuestra Constitución asume plenamente el concepto de soberanía dimanante del «pueblo» de las dos primeras de las tres grandes revoluciones citadas, la luterana y la francesa, cuando manifiesta en ese mismo punto que es del pueblo «…del que emanan todos los poderes del Estado».

Ni que decir tiene que tal concepto doblemente revolucionario está más que condenado tanto por la Iglesia como por los más solventes tratadistas de Derecho Político. Para la doctrina católica, en concreto, porque todo poder proviene de Dios, y Dios, que ha hecho al hombre no para vivir aislado, sino para vivir en sociedad, quiere que esa sociedad, que ese agrupamiento de los individuos se conforme de acuerdo a sus preceptos, es decir, a la Ley, no conforme a lo que el hombre, los individuos, aún agrupados, determinen por sí mismos.

Una de las características más importantes y definitorias de ese agrupamiento es la «soberanía», más en concreto «el poder», en tanto en cuanto éste se ejerce en «la nación» que es la más perfecta de las sociedades temporales. Poder, y por él la soberanía, que sólo la nación puede o reservarse para sí o entregárselo –no delegar– a alguno de sus miembros según en qué condiciones y con qué limitaciones; bien entendido que entre dichas condiciones y limitaciones la principal es la observancia de la Ley, es decir, sólo y únicamente para que los receptores de dicha entrega obren el derecho y promuevan y realicen el bien común que es la suma de los bienes de todos los individuos. Ergo, la nación no delega el poder, sino que lo entrega a una o varias personas que por ello lo ejercerán con la autoridad que les viene de Dios. Reciben la autoridad de Dios y el poder sólo por designación de la comunidad: más aún, y como consecuencia, el poder no es un derecho natural ni un derecho divino de quien lo ejerce. Lo único de derecho natural divino es el Poder y la Autoridad. Por eso la forma política, el régimen político es indiferente, al ser dueña la Nación de organizarse como mejor considere que puede alcanzar su único objetivo que es el logro del bien común como suma de los bienes de los individuos.

La terrible consecuencia de admitir, como lo hace nuestra Constitución, por muy bonito y moderno que suene, que el poder y la soberanía radican en el pueblo es que éste podría alterar a su arbitrio, a su libre albedrío, a su capricho, según las modas o la tensiones, o los intereses, o las ambiciones de unos y de otros en cada momento, incluso externas, y según las circunstancias siempre cambiantes, la forma del Estado, de gobierno, impulsar leyes injustas o partidistas, etc., etc., es decir, lo que hemos visto que ha venido ocurriendo durante de estos cuarenta años.

Y es que, al mismo tiempo, el artículo 109 de nuestra Constitución ya apuntaba a tal posibilidad e, incluso, la respaldaba al determinar también que «la justicia emana del pueblo». Confundiendo la justicia como objeto y finalidad de la administración, con la justicia como virtud cardinal, que es la cualidad de dar a cada uno lo suyo –además de ordenarnos a vivir honestamente y obrar con rectitud–, que Dios infunde en cada individuo, y por ser infundida en el yo, al ser virtud individual no  puede residir en un conjunto de yos, es decir, en el grupo de individuos, o sea, en el pueblo, por lo que tampoco puede emanar de él. Más aún: si todo poder proviene de Dios, cuánto más el de dar a cada uno lo suyo, o sea el de premiar al bueno y, sobre todo, castigar al malo.

Por todo ello, hay que formular, en contraposición con lo que determina nuestra Constitución, cuyos resultados en lo referente a soberanía y justicia vemos hoy con claridad, y de acuerdo a todo lo dicho hasta ahora, que es sólo al Estado, como suprema institución de la nación, de la comunidad nacional, al que incumbe la soberanía y, por ello, el ejercicio de la misma. Soberanía que es, además, única, indivisible, indelegable e intransferible.

(ver primero); (ver segundo).

 


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