Apuntes para la reforma constitucional (V): derechos y libertades.

¿Qué es la libertad? Fuera de lo que hoy se cree por estos lares, libertad no es más que la capacidad con que Dios ha dotado al hombre para elegir entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo malo, apoyándose en su inteligencia y en su voluntad; no en sus pasiones y mucho menos cuando están descontroladas.

Maticemos primero que el ejercicio de nuestros derechos requiere, no cabe duda, un espacio de libertad. Asimismo que no se puede hablar sólo de derechos, también hay que hablar de obligaciones, de deberes. Incluso hay quienes consideran  –militares, clérigos, profesores, policías, etc., por lo menos antes– que primero hay que cumplir con nuestros deberes y luego exigir nuestros derechos. Cuando sólo se habla de derechos, mal empezamos. Estamos ante uno de los más importantes meollos de toda sociedad: libertad versus autoridad y viceversa.

¿Qué es la libertad? Fuera de lo que hoy se cree por estos lares, libertad no es más que la capacidad con que Dios ha dotado al hombre para elegir entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo malo, apoyándose en su inteligencia y en su voluntad; no en sus pasiones y mucho menos cuando están descontroladas. Es la libertad de elección lo que dota al hombre de especial dignidad, pues ni siquiera Dios se la coarta o anula de ninguna forma, ni aún cuando le ve elegir lo malo.

Del término libertad, así, en abstracto, tanto las teorías liberales como las revolucionarias han hecho un mito casi indestructible. Ambas teorías son erróneas. La libertad no es abstracta, sino muy concreta. Al ser don de Dios, la libertad debe utilizarse obligatoriamente para elegir lo bueno; cuando elegimos lo malo estamos haciendo un uso indebido de nuestra libertad. Cuando utilizamos la libertad para lo bueno, le damos su verdadero valor y, con ello, nos dignificamos y, además, a los católicos, nos servirá para nuestra salvación; de otra forma nos llevará a la condenación.

Frente a la anterior, única y verdadera concepción de la libertad, el liberalismo opone la de que el hombre posee, bajo la soberanía de la razón humana, que niega la supeditación y obediencia de ella a la divina, una libertad absoluta para decidir sin límites ni freno lo que mejor considere; en algunos casos sólo algunos límites en lo privado y particular, nunca en los colectivo, en lo social, donde «la mayoría» reina y manda. El resultado más que comprobado de declarar la igualdad de derechos entre la verdad y el error es siempre el pernicioso libertinaje.

La Revolución, más en concreto el marxismo, no tiene en cuenta la razón humana, ni mucho menos la divina, y erige a la Razón de Estado –y del partido– como única definidora del bien  y del mal, de lo bueno y de lo malo para el hombre, debiendo éste supeditarse y sacrificarse en todo a aquella.

Ambos, liberalismo y revolución, aunque por caminos y técnicas distintas, terminan siempre en lo mismo: en la destrucción de la dignidad humana, de la persona. La libertad no lo será cuando su uso nos lleve a vulnerar las leyes divinas; tampoco cuando su mal uso conduzca a anular esa misma libertad. Por ello, debemos rechazar tanto el concepto de libertad liberal como revolucionario, por mucho que a tal lobo, para colarlo, le pongan piel de cordero.

El Título I de nuestra Constitución señala toda una retahíla de derechos y libertades; algunos son evidentes, y por ello redundantes, por lo que no habría ni que mentarlos. Muy en concreto establece la libertad de conciencia y de pensamiento. Lo que no deja tan claro nuestra carta magna son los límites a la expresión de esa conciencia, de ese pensamiento. Porque debe haberlo y dejarse muy claro. Respetemos siempre la conciencia y el pensamiento de todos, incluso de los equivocados, pero no cuando su error, evidente por razones históricas, de experiencia, etc., pretenda el respeto de los demás, y mucho menos erigirse en referencia social, en guía del devenir de todos. También especifica algunos límites de dichos derechos y libertades como son el respeto al honor, la intimidad, la propia imagen, y la protección de la juventud y la infancia.

Pero hay también que sentar que la tolerancia no puede convertirse en complicidad con lo malo, con lo perjudicial para el bien común. En estos años, por desgracia, hemos visto cómo bajo  el tan cacareado «derecho a la libertad de expresión» no sólo se han destruido injusta e impunemente el prestigio y crédito de personas e instituciones, imposible de restaurar a posteriori por vía judicial por mucho que se diga o intente, sino que también se ha perjudicado el bien común de manera fragante e irreversible.

No se puede ser tolerante con aquello que comprometa el bien común, la paz, el orden, las buenas costumbres, la armonía, la convivencia entre todos. Puede que la prudencia sea necesaria en muchos casos y, por ella, sea incluso mejor soportar ciertas malas e incluso perjudiciales expresiones de la conciencia y del pensamiento de algunos. Pero no se puede hacer de ello la tónica general y, además, extenderlo ad infinitum. No se puede tolerar la expresión, por ejemplo, del odio a la nación con pitadas públicas al jefe del Estado, al himno nacional o a la bandera. No se puede ser tolerante con manifestaciones demagógicas que sólo persiguen subvertir incluso el propio ordenamiento constitucional. No se puede tolerar la existencia de partidos manifiestamente anticonstitucionales y anti-patrióticos, separatistas y encubridores de bandas armadas, como tampoco la retirada de nuestros símbolos patrios o la ocupación de propiedades privadas. Tales, y otras formas de pensar, no pueden tener ni manera de expresarse públicamente, ni de acogerse al amparo de vías judiciales cuando ellas, por su propia dinámica o porque están así establecidas, no son ágiles, expeditivas, contundentes y ejemplares.

Ni el error probado, ni la maldad evidente pueden gozar de derecho a expresarlos ni de la tolerancia de la Constitución. Ya no sólo por lo que supone de atentado contra las leyes naturales y de Dios, sino también porque causan evidentes perjuicios a la sociedad, escándalo en la ciudadanía y sensación de impotencia entre los ciudadanos que, poco a poco, al sentirse indefensos, u optarán por seguir tales malos ejemplos al ver que quedan impunes o perderán la confianza y el respeto al régimen y a su Constitución.

La libertad del error, de lo malo, de lo perjudicial, de lo que perjudica al bien común y a la ordenada y pacífica convivencia termina, antes o después, en la anarquía y la violencia.

La libertad en abstracto, exacerbada, tal y como realmente la plantea nuestra Constitución, sin estar sujeta a la razón y a las leyes naturales y de Dios ha derivado, como vemos al cabo de cuarenta años, o en la destrucción de las leyes e instituciones consagradas a sostener la auténtica libertad y la dignidad del ser humano, o en la imposición de la tiranía de unas mayorías manipuladas y equivocadas.

En cuanto a la libertad religiosa y de cultos, que la Constitución consagra sobre la base de la no confesionalidad del Estado, tanto su redacción como su contenido no pueden ser más disparatados y, como en otras cosas, como en lo de los derechos y libertades, más revolucionario.

Decir, como dice el artículo 16, punto 3º, que «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.» es, máxime en el caso de España, manifiestamente anti-histórico, vulnera nuestras más profundas raíces, la esencia de nuestra idiosincrasia y muestra la cara más revolucionaria de nuestra carta magna; se evidencia en este artículo una neta victoria del más rancio y visceral liberalismo y marxismo. Nos retrotrae a las más que fracasadas constituciones de 1869 y, sobre todo, de 1931.

Al amparo de una pretendida y utópica neutralidad, igualdad y sano laicismo, se preconiza en realidad un ateísmo militante perseguidor de la Iglesia; so pretexto de evitar la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado a través de su poder sobre las conciencias de los creyentes, se impulsa el adoctrinamiento anti-católico. Eso es lo que hemos visto que ha ocurrido durante los últimos cuarenta años: una constante y activa persecución de cualquier tipo de expresión pública de nuestra fe, para imponer el ateísmo de los sin fe.

La libertad religiosa tiene su límite superior e inferior. No al Estado teocrático, pero igualmente no al Estado ateo. No se pueden conceder los mismos derechos al error que a la verdad. Nuestra Constitución es, en este asunto, marcadamente revolucionaria, pues consagra, junto a la indiferencia y el escepticismo, la persecución.

Es un hecho histórico incuestionable que España se fundó a la luz del Evangelio y que toda su historia está regida por él y por los avatares de la Iglesia. El alma española es profundamente católica, lo que no la exime del pecado, incluso de los peores en algunas épocas que, curiosamente, han coincidido con aquellas en las que la revolución logró mayores cotas de poder e influencia en nuestra patria, llevando a España a sus peores momentos. Borrar nuestra fe, como lo hace nuestra Constitución, es causa principal de los males que hoy sufrimos.

El Estado puede –y debe– ser confesional sin que ello implique intolerancia para otras religiones, ni falta de libertad para que lleven a cabo sus cultos en público. Tampoco que signifique la injerencia de la Iglesia en los asuntos de Estado. Todo lo contrario, el Estado confesional católico, por la misma doctrina social y moral de la Iglesia, no sólo tiene la garantía de su no injerencia, sino más aún la seguridad de que la Iglesia será un apoyo y colaborador esencial en la recta y sana construcción de la sociedad, en la consolidación de valores y principios fundamentales, en el respeto a la dignidad humana y en la defensa de la nación. La Historia así lo acredita.

El complejo que se adivina en nuestra Constitución procede de una concepción de la vida y de una lectura de nuestra historia manifiestamente erróneas, de una visión torticera de nuestra forma de ser, todo ello eminentemente revolucionario. Estados confesionales los hay en todos los continentes sin problema alguno; en Europa, en concreto, lo son, nada más y nada menos, que el Reino Unido; en América los Estados Unidos, aunque no lo parezca, y ningún mal les acaece por ello.

No existe ningún problema, sino muy al contrario, en que el Estado español sea confesional católico, en que la nación mantenga su unidad católica, en que se apoye a la Iglesia en todas sus necesidades, en que se mire como referencia su doctrina social y moral para la elaboración de leyes que afecten a la dignidad humana –el propio Concilio Vaticano II urgió a los católicos a hacer que las leyes del Estado estuvieran siempre inspiradas en los principios de la doctrina social y moral de la Iglesia, con lo que, en este siempre delicado punto, creemos desarmar a los malintencionados que nos quieran tachar de retrógrados, integristas, tradicionalistas y franquistas–; y, lógicamente, en que el Estado y la Iglesia sean autónomos en lo que competa sólo a cada uno de ellos. También en que se respeten otros cultos, siempre y cuando no sean evidentemente destructivos del hombre o atenten contra la unidad e independencia de la nación, de la patria.

(ver primero); (ver segundo); (ver tercero);  (ver cuarto).

 


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