Apuntes para la reforma constitucional (II): Ser de la Constitución
En esta ocasión, después de abordar en la parte I de esta serie de artículos lo referente a las FFAA, lo que se hizo en primera instancia debido a la actualidad,…
En esta ocasión, después de abordar en la parte I de esta serie de artículos lo referente a las FFAA, lo que se hizo en primera instancia debido a la actualidad e importancia del asunto, nos vamos a referir al propio ser, y no ser, o mejor de cómo debería ser y no ser nuestra Constitución, como la de cualquier otro país, si se quiere que tenga éxito, vertebre a la nación y sea duradera, es decir, válida, en nuestro caso, para los españoles de hoy como para los de dentro de doscientos o quinientos años.
El vocablo «constitución» designa la manera de ser o estar formada una persona o cosa. En el terreno jurídico-político designa la manera de ser o estar formada una entidad o institución. Toda institución tiene por sí misma necesariamente su propia constitución, es decir, su propio y único ser, su propia y única forma.
En el caso particular de las naciones, todas tienen una doble constitución, un doble ser, una doble forma de estar compuesta: social y política. La social se refiere al modo en que tal sociedad está formada, su idiosincrasia, o sea, los rasgos y caracteres propios y distintivos de tal nación y sociedad construida a través del tiempo, por su historia, distinta en todos los casos; la política es el régimen o sistema de gobierno en que aquélla se refleja, se concreta. Por ello, es condición inexcusable que la constitución política, para que sea real, aceptable, eficaz y duradera debe siempre recoger y reflejar con absoluta precisión la constitución social de la nación de que se trate; la constitución política de cada nación, por ello, es distinta porque distintas son sus constituciones sociales. Por eso, si la constitución política no refleja, no se adapta a la social concreta, más tarde o más temprano, fracasará; el problema es que mientras llega dicho fracaso final lo único que hará será generar problemas políticos y sociales normalmente irresolubles por mucho esfuerzo o «consenso» que se ponga en ellos.
Surge así la necesidad de elaborar una Constitución, una ley fundamental, una ley de leyes, una carta magna, un marco jurídico superior que recoja y concrete, primero, la constitución social de la nación, la que realmente sea y no otra que, tal vez, algunos quisieran que fuera, para a continuación darle la forma política, es decir, el régimen o sistema de gobierno más adecuado a ella; nunca al revés. Si existen divergencias, choques, contrasentidos, entre una y otra, dicha Constitución fracasará y en su fracaso arrastrará a la nación. La importancia de que la Constitución se ajuste en todo y ante todo a la social se debe a que su carácter de ley fundamental la va a situar en un exclusivo nivel de superlegalidad, es decir, que va a ser dotada de una jerarquía preeminente a la cual deberán ajustarse todas las demás leyes de la nación. Por eso insistimos en que si la Constitución no fuera la adecuada a la nación de que se trate, las leyes que de ella emanerán tampoco lo serán, lo que engendrará un sistema político y jurídico inadecuado que arrastrará con el tiempo incluso a la propia Constitución que quedará obsoleta por ineficaz.
Particularmente a raíz de las revoluciones norteamericana y francesa las naciones que se han dotado de Constituciones lo fueron previa la designación de un poder constituyente que, aun emanando teóricamente del «pueblo soberano» no estaba sujeto a los vaivenes y caprichos del mismo, de la plebe, de la masa y menos del populacho, ni siquiera a su pretendida «evolución», porque mientras ésta puede ser circunstancial, cambiante e incluso errónea, la constitución social de una nación no lo es, aunque no lo parezca o no se crea o quiera creer. El éxito de las constituciones de los Estado Unidos, de Francia o del Reino Unido –ésta en realidad ni siquiera escrita– no estriba en que recogen tales libertades, derechos u obligaciones, pues todas son distintas y parecidas al mismo tiempo, sino en que son reflejo fiel y exacto de la constitución social, de la idiosincrasia, de sus respectivas sociedades, de tales naciones, de su devenir histórico; así como de la decidida voluntad de esas mismas sociedades de respetarlas sin subterfugios, conscientes de que los avatares políticos circunstanciales, si la subvierten, nunca compensan, pues al final lo destruyen todo.
Lo que de verdad importa a la hora de redactar una Constitución es que la misma busque sólo el bien común, así como los intereses, las circunstancias y las condiciones de la sociedad para la que se elabora, pero no mirando sólo su momento, sino su pasado y futuro; que no busque ni mire el beneficio político de un instante, sino única y exclusivamente el de la nación.
Cuando se designa a un Parlamento, a unas Cortes, para aprobar una Constitución, pueden ocurrir dos cosas: que o una mayoría parlamentaria circunstancial imponga su criterio o que se haga mediante pacto –«consenso»– entre partidos representados también circunstancialmente en ese instante y con el número de diputados de ese momento; por mucho que luego tal Constitución sea aprobada en referéndum, eso no la dota realmente de validez, de solidez, ni mucho menos asegura su eficacia y durabilidad; todos sabemos que su aprobación difícilmente no podría darse precisamente a tenor o bien, en el primer caso, por contar aquella mayoría con mayor número de votantes, o bien, en el segundo, porque ni unos ni otros de los que han elegido a sus representantes iban a votar en contra de dicho «consenso», máxime con la potencia propagandísitica directa o subliminal que hoy poseen los medios de comunicación, redes «sociales» incluidas.
Es imposible que una Constitución que nazca de un Parlamento, sea el que sea, posea las garantías de idoneidad para ser eficaz y duradera, porque necesariamente o predomina el interés de partido o la ideología propia del grupo dominante, ambas siempre circunstanciales y sujetas a cambios y, al tiempo, fuente de manipulaciones. Tal Constitución nunca reflejará realmente la constitución social del país, los modos de ser y pensar reales de sus habitantes, su más íntima idiosincrasia, su historia, ni buscará efectivamente el bien común de la nación, sino que únicamente reflejará el modo de pensar del momento histórico de que se trate siempre producto de los avatares por los que se esté pasando, de los inmediatos de que se provenga o de los que incluso se impongan desde fuera; además, el pueblo queda indefenso, sujeto a las manipulaciones de los partidos e ideologías que imponen o promueven dicha Constitución.
Las tres últimas experiencias constitucionales en España, por su rotundo fracaso, avalan todo lo que hemos dicho hasta aquí. La Constitución de 1812 de Cádiz, «la Pepa», fue impuesta –en realidad puñlalada de pícaro– a una España destrozada, sumida en una cruenta guerra de independencia por una extraña mayoría parlamentaria tan discutible y circunstancial que debe considerarse nula de pleno derecho; la de la II República fue también una manifiesta imposición de la mayoría parlamentaria del momento con el único fin de respaldar su más que irregular forma de llegar al poder y, más aún, de sostenerse en él; la de 1978, a pesar de alabarse tanto su pretendido «consenso», fue producto de oscuros «pactos» entre políticos cuyo único objetivo fue destruir la legalidad y legitimidad anterior hasta la raíz para, por un lado, justificarse en lo personal de haber pertenecido a aquel régimen y, por oto, para imponer uno nuevo totalmente ajeno y, más aún, una organización administrativa y territorial que, so pretexto de solucionar los regionalismos exacerbados productos artificiales sólo de nuestro decadente siglo XIX –que nada tiene que ver con nuestra constitución social verdadera, historia, tradición e idiosincrasia–, los excitaba hasta el paroxismo.
La de 1812 ya se vio lo que generó, un siglo XIX calamitoso, germen de discordias incluso sangrientas entonces y después; la de 1931 también, pues fue la causa de un levantamiento cívico-militar a nivel nacional precisamente de aquellas partes del cuerpo social a la que la mayoría del momento había impuesto una Constitución no sólo anti-social, anti-histórica, anti-española, sino incluso pro-revolucionaria; la de 1978 ha dejado claro que los «consensos», cuando se hacen por los partidos del momento –muchos de aquellos dejaron de existir al poco y hoy no queda ni su recuerdo y el resto vagan cada día más desnortados– y más si van en contra de la propia esencia de la nación, no son tales, sino semilla de su destrucción. Por eso las tres han fracaso estrepitosamente, porque ninguna de ellas recogió nunca en sus partes esenciales la verdadera constitución social de los españoles, la verdadera idiosincrasia de nuestro ser, nuestra real forma de sentir y parecer, ni nuestra historia.
La última, la de 1978, que es de la que nos ocupamos, la que se nos vendió como panacea, la que se sacó de la manga e impuso el régimen autonómico, la que lo implantó sí o sí, la que fue redactada con una ambigüedad más que maliciosa, la que consideró el «para todos café» como la mejor solución, la que se redactó más para destruir lo anterior que para construir un futuro, llega a su fin tras cuatro décadas agotada–en absoluto de paz y armonía, por muhco que se diga–, con un fracaso estrepitoso que si no ha derivado ya en enfrentamientos sangrientos abiertos y amplios es o porque Dios no lo ha permitido o porque el materialismo, la decadencia y la pasividad que caracteriza y corroe hoy a los españoles lo impide; bien que de momento, ojo, porque una nación es como es, porque cada uno tenemos nuestra idiosincrasia se quiera reconocer o no, por lo que no es de descartar que pasado algún tiempo y si la cosa sigue por los derroteros por los que va y, peor aún, por los que se los quiere llevar, se termine repitiendo una vez más la peor parte de nuestra historia, precisamente por nuestra incapacidad para aprender de ella.
Así pues, la nueva Constitución, porque de la actual poco hay aprovechable –no basta una mera reforma de las autonomías–, debe ser elaborada por un grupo de personas ajenas por completo hasta lo humanamente posible a los partidos políticos de cualquier color; téngase en cuenta que los llamados «padres» de la constitución de 1978 estaban tan politizados y mediatizados por sus biografías y por sus ambiciones e intereses futuros que ya hemos visto de lo que fueron capaces.
Tales personas deberán tener la posibilidad de trabajar sin presiones, sin condiciones ni previas ni futuras, sin trabas ni hipotecas, contando para su labor con el respaldo unánime de todos los dirigentes políticos, de todos los partidos –aquí es donde debería estar el único «consenso» de ellos, aquí su grandeza presente y futura, aquí su responsabilidad ante España y los españoles– y la garantía de que la Constitución por ellos elaborada iba a ser sometida directa y exclusivamente a referéndum sin intervención alguna, ni directa ni indirecta, de esos mismos partidos, de sus estructuras o líderes, de sus grupos de presión, sin posibilidad de que ni ellos ni los medios de comunicación opinaran sobre la misma, o sea, sin artículos, tertulias, videos, etc., previos, sin discusiones, ni réplicas, de forma que su texto llegue inmaculado a los ciudadanos para que no les quede más remedio, esta vez sí, que leerla detenidamente, meditar sobre ella y votarla, debiendo estar aquí también realmente el «consenso» de esos partidos y de los propios españoles de ahora, su grandeza presente y futura, y su responsabilidad ante España, antes ellos mismos y, sobre todo, ante las generaciones futuras.
De otra forma, modificando parcial o totalmente la actual Constitución al hilo sólo del momento histórico actual, de la más que dudosa y variable proporción de fuerzas entre los partidos ahora en liza, de sus intereses particulares como grupos y de los personales de sus dirigentes y cuadros, de sus vidriosas ideologías y credos, y, peor aún, a resuello de las tensiones separatistas en auge y las que ya se atisban, para nada valdrá y hará bueno el refrán que reza «más de lo mismo igual a peor».
Segundo artículo de la serie dedicada a la reforma constitucional que se avecina (el primero puede verse aquí).

Muy bien, sinceramente. Cuadra con lo que dijo José Javier Esparza: …»la verdadera Constitución de la democracia española no es el texto de 1978, sino la densa red de pactos –explícitos e implícitos- tejida desde 1977 y que, entre otras cosas, otorgó a los nacionalistas el monopolio del poder en sus regiones. Fue una fórmula de pasteleo –típicamente borbónica- para tener a todo el mundo contento por el habitual método de repartir los trozos de la tarta nacional», https://gaceta.es/espana/constitucion-cataluna-articulo-155-20170707-0824/.
Un mínimo pero, nos dejamos la única verdaderamente surgida del mayoritario sentir del pueblo español, y no precisamente en un mero momento histórico, sino a lo largo de un largo proceso: la formada por las Leyes Fundamentales del Reino (habría que ver ahora si reino de monarquía electiva o república presidencialista, por indicar un meollo de la cuestión): Fuero del Trabajo. Ley Constitutiva de las Cortes. Fuero de los Españoles. Ley del Referéndum Nacional. Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado. Ley de Principios del Movimiento Nacional. Ley Orgánica del Estado. No incluimos la traidora Ley para la Reforma (¡Ja, Ja!) Política.
Aquella verdadera constitución, decía entre otras cosas:
—Artículo sexto del Fuero de los Españoles— La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial.
—Principios del Movimiento
I España es una unidad de destino en lo universal. El servicio a la unidad, grandeza y libertad de la Patria es deber sagrado y tarea colectiva de todos los españoles.
II La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación.
III España, raíz de una gran familia de pueblos, con los que se siente indisolublemente hermanada, aspira a la instauración de la justicia y de la paz entre las naciones.
¿Para qué seguir?