Aquí ya nadie es inocente
No son los efectos inmediatos de la crisis sanitaria lo que más debería preocuparnos, sino la ausencia de expectativas de un país atrapado en una ineficiencia inaudita. Si somos capaces de abstraernos de la dichosa epidemia, comprobaremos que las cosas tampoco es que estuvieran demasiado boyantes antes de que esta peste cayera sobre nuestras cabezas. De hecho, meses antes los indicadores económicos advertían seriamente de la pérdida de empuje de la economía, lo cual era perfectamente previsible. Al fin y al cabo, la Gran recesión no supuso grandes reformas; al contrario, se fio todo a un viento de cola que, tarde o temprano, dejaría de soplar.
Aun así, la situación no era tan grave como la actual. El mercado laboral mostraba todavía cierto dinamismo; en especial, como ya viene siendo costumbre, para la mano de obra más cualificada. Sin embargo, en apenas cuatro meses ese dinamismo se ha volatilizado. Ahora ni siquiera basta con disponer de un buen currículum, de esos que requieren una gran inversión de tiempo, esfuerzo y dinero. Casi hay que demostrar que potencialmente se está superdotado o disponer de buenos contactos, o combinar ambas cosas, para optar a un empleo estable y aceptablemente remunerado. Para todo los demás, la provisionalidad, vivir mes a mes, incluso día a día, o la inactividad forzosa son las situaciones cada vez más habituales.
En este escenario, ese 44 por ciento de menores de 25 años que no tiene trabajo, según indican las estadísticas, no sólo representa, como sucedía en los peores momentos de la Gran recesión, a los jóvenes peor preparados, ahora también engloba a demasiados jóvenes con una capacitación óptima. Ocurre que la situación de España se ha vuelto tan precaria que el mercado ya ni siquiera es capaz de colocar a esa minoría bien cualificada. Jóvenes capaces que, en cualquier otro lugar, según pusieran un pie en el mercado laboral, tendrían su oportunidad.
La generación más preparada de nuestra historia
Suele repetirse con malévola ironía que los jóvenes de hoy son la generación mejor preparada de nuestra historia. Se tiende a usar esta cínica apostilla cuando el ejemplo que se expone representa lo peor de esa generación, como puede ser un video que muestra a adolescentes a los que se les hacen preguntas de parvulario, y que o bien son incapaces de responder o bien responden de forma disparatada. También se aplica cuando las imágenes muestran a adolescentes realizando actos vandálicos, protagonizando peleas, emborrachándose o en otras situaciones poco edificantes.
Esta afición por denostar a las nuevas generaciones no es algo nuevo, Sócrates ya en su día se lamentaba de que los jóvenes eran unos tiranos, contradecían a sus padres, devoraban su comida, y les faltan al respeto a sus maestros. Sin embargo, hoy las quejas parecen ir acompañadas de un extraño alivio o incluso de una inconfesable satisfacción, como si la pobreza intelectual y la falta de civilidad de la juventud nos otorgara a los adultos una reconfortante superioridad.
Sé que no es esa la intención, desde luego, y que en muchos casos lo que se pretende es poner de relieve que estamos fracasando como sociedad. No obstante, diría que, pese a todo, la sensación de alivio permanece latente detrás de esta recurrente denuncia. Tal vez sea la manera que tenemos los adultos de aliviar la incertidumbre del presente o nuestra forma de devaluar una modernidad que nos resulta cada vez más extraña y hostil. O puede que simplemente necesitamos creer que somos superiores a los jóvenes puesto que, en general, nos consideramos peores que nuestros abnegados padres y abuelos.
Sea bien intencionada o no, esta actitud hacia las nuevas generaciones no trae nada bueno, por cuanto en realidad no aspira a subsanar el problema, más bien es una forma de solazarse en un fatalismo que no ofrece salida. Es posible que, en términos generales, las nuevas generaciones sean más ignorantes, pero en toda generación siempre hay una proporción de sujetos que sobresalen por encima de la media. Y conviene recordar que, si una sociedad tiene opciones de mejora, no es porque alumbre muchos individuos virtuosos, aunque sería lo deseable, sino porque es capaz de generar vanguardias, grupos de sujetos correctamente educados y motivados, cuyas capacidades están por encima de la media. Ocurre además, como es el caso de España, que si bien cuanto más degradada está una sociedad, menos nutridas son estas vanguardias, más valiosos se vuelven sus integrantes. Y es aquí donde se puede observar hasta qué punto un país en serios apuros es consciente o no de su situación, por cuanto todavía es capaz de salvaguardar el escaso talento disponible o lo da por perdido con todo lo demás.
Una guerra interior
Es lógico que cuando creemos identificar potentes anomalías tendamos a vincularlas a explicaciones igualmente poderosas. De ahí, quizá, que hayamos decidido resumir todos los problemas a una guerra cultural. No es mi intención poner en duda este diagnóstico, puesto que existen evidencias de que la cultura occidental, más que transformarse, se está desmoronando, y alrededor de este proceso, cuyas raíces son profundas, proliferan los ideólogos, oportunistas y vendedores de humo, que buscan su lugar en la historia, en la Academia… y en el presupuesto. Pero sí discrepo de que el remedio consista en combatir este proceso mediante iniciativas que, en correspondencia con la magnitud del desafío, sean igualmente aparatosas.
Los cestos sólo se pueden hacer con los mimbres disponibles, no con mimbres imaginarios. Y en nuestro caso, ocurre que todos, jóvenes y adultos, en alguna medida estamos afectados por los vicios de una sociedad que se ha vuelto extremadamente cínica, interesada y presentista, de tal suerte que hasta los más avezados mariscales de la regeneración moral tienen algún cadáver en el armario. Por lo tanto, es absurdo constituirse en un ejército que combata al mal frontalmente, como si éste fuera un enemigo que podemos identificar nítidamente. El mal, lamentablemente, anida en cada uno de nosotros, pero lo banalizamos, y lo hacemos no sólo porque Gramsci haya colonizado la cultura, sino también, y sobre todo, porque hemos asumido que aquí el más tonto hace relojes y que, por lo tanto, nuestro fin justifica los medios que empleamos.
Por poner un ejemplo, nuestro pésimo modelo educativo no sólo es el resultado de unas políticas disparatadas que tienden a igualarnos por abajo, es también la respuesta a nuestras plegarias; esto es, la exigencia de que a nuestros hijos se les proporcione a toda costa un papel con membrete oficial, no que adquieran verdaderos conocimientos o aprendan a razonar por sí mismos. Queremos colocarlos, encajarlos en la maquinaría sin preguntarnos qué clase de máquina cochambrosa estamos alimentando.
Si de verdad quisiéramos frenar esta decadencia, primero mejoraríamos nosotros mismos, individualmente; daríamos mucha más importancia a los actos y mucho menos a los discursos; veríamos la viga en ojo propio y no la paja en el ajeno; y seríamos mucho más exigentes con los nuestros que con los adversarios.
No, los jóvenes no son ni mejores ni peores que nosotros, son en buena medida el reflejo de lo que hacemos, no de lo que decimos. Y según parece, aunque nos llenemos la boca con palabras grandilocuentes y nos rasguemos las vestiduras, lo españoles lo estamos haciendo bastante mal, no ya en las altas instancias políticas, sino también en las que nos son mucho más accesibles y cercanas.
Para disidentia
