Buena y mala política

El mundo occidental, con Europa a la cabeza, ha adoptado un nuevo orden moral, tanto en su identidad como en los valores humanos y humanitarios que defiende. Y uno va a la zaga del otro. Este nuevo orden moral es un verdadero desafío para la vida política como también para el cristianismo. Existe una nueva consideración y una nueva óptica sobre el bien y el mal. Pero nuestra democracia liberal no puede prescindir de la visión teológico-política que el cristianismo le ofrece. Hagamos un diagnóstico sobre la moral, la identidad y el nuevo orden “humanitario” con el que lidiamos.

Hoy en día la distinción entre el bien y el mal se ha vuelto más problemática que nunca, ya que han desaparecido los estándares objetivos en las sociedades democráticas. Al menos, ya no hay normas objetivas de origen religioso o metafísico. Esa destrucción del modelo de normas ha ido acompañada de un nuevo orden moral exclusivamente secular. Simplificando: la situación curiosamente se ha revertido. Las democracias occidentales nacieron de la emancipación de la tutela religiosa, de su  heteronomía, pero ahora han vuelto a caer en otra sujeción, la de ese nuevo orden moral de carácter ideológico, exclusivamente secular, pero con una diferencia importante con el antiguo orden metafísico y religioso: ese nuevo orden moral es producido por los propios hombres, es decir, los individuos preocupados por la defensa de su identidad privada en la esfera pública (la de las personas y las  minorías culturales y sexuales). Por lo tanto, esperan del estado su protección hasta el punto de llevar a los tribunales a quienes piensan diferentemente (pensemos en las ideologías de género…).

En otras palabras, la nueva frontera del bien y el mal se define por un nuevo principio cuyo criterio es la identidad de las «comunidades» particulares. Pero para esta nueva identidad moral es necesario un cierto fundamento que legitime estas afirmaciones. De ahora en adelante ya no puede ser directamente la religión. Queda sólo la de los derechos del hombre, pero unos «derechos del hombre» que no tienen relación alguna con el pensamiento humanista de finales del siglo XVIII en Estados Unidos y Europa. Ya no es el individuo del humanismo clásico, cuyos derechos estaban limitados por la ley y que se basaban en un principio de universalidad que daba forma a un ciudadano. Ahora es el individuo el que pretende existir solo a través de sus derechos, aquellos que defienden el reconocimiento de su identidad. Lo mismo ocurre, por la razón opuesta, con el nuevo orden moral humanitario.

Aunque no existe un vínculo directo entre ese nuevo orden moral identitario y el fenómeno de la migración, las recientes migraciones masivas en Europa plantean el mismo problema de identidad con lo que implica como un nuevo imperativo moral. Para muchos europeos, la «apertura a otros para vivir juntos» se ha convertido en este nuevo imperativo. Cualquiera, que se atreviera a desafiar, o al menos a desarrollar una reflexión crítica sobre la recepción de los migrantes, correría el riesgo de ser sospechoso de racismo o xenofobia. Con todos los agravantes si eso ocurriese en el mundo cristiano. Una vez más, el fundamento moral del deber de recepción es el de los derechos humanos, y de acuerdo con los mismos criterios que los destinados a defender el derecho a la identidad de las minorías sexuales, culturales y religiosas. El nuevo orden moral humanitario pretende señalar que la Humanidad, porque es superior a las nociones de cultura y civilización, puede prescindir de estas dos mediaciones para alcanzar su significado universal.

Tal imperativo moral, como bien sabemos, no logra imponerse sin provocar reacciones de «identidad». Esta vez, es del lado de la mayoría, digamos, blanca, cristiana y heterosexual, que la identidad se invoca como una defensa conservadora de su particularismo histórico. Pero mientras que el reconocimiento de identidad de las minorías culturales está moralmente calificado de una manera positiva, el de la «comunidad mayoritaria» es, por el contrario, de una manera negativa, ya que demuestra su negativa a «abrirse a la otra» para » vivir juntos en paz”. En otras palabras, el nuevo orden moral de identidad (la exaltación de los particularismos) y el nuevo orden moral humanitario (la exaltación de un nuevo universalismo sin mediaciones) cultivan una relación asimétrica entre quienes tienen el deber de abrirse y acoger y aquellos que tienen el derecho de ser acogidos y confirmados en su identidad, entre la «mayoría» (potencialmente marcada con sospecha moral) y la «minoría» (potencialmente virtuosa).

Estos dos imperativos morales han logrado crear una nueva frontera que define el mal (común) y el bien (común). Así, si uno se esfuerza por objetivar lo que los caracteriza a ambos, uno descubre que cierto tipo de subjetivismo moral es el que garantiza su fundamento: es el principio de discriminación el que lleva a una moralidad «criminal».

La conjunción de la identidad moral y los órdenes humanitarios tiene una consecuencia político-democrática de lo más problemática: la distinción entre el bien y el mal ya no es el objeto de un argumento racional entre convicciones divergentes. La discriminación moral se ha apoderado de la esfera pública. Por esta influencia «moral» (de hecho, un fundamentalismo moral), es la idea misma de la vida pública, política y democrática la que se ve amenazada por el establecimiento de normas que tienden a volverse absolutas.

Pero la introducción de estas normas, cuyos proponentes prefieren practicar la discriminación moral en lugar de la discusión argumentativa, hace que el «régimen» democrático esté implosionando por la pérdida de ese espacio común que lo fundó (la nación) a partir del cual surgen las fronteras (los límites) y una temporalidad histórica (el acervo y la  herencia común). Por otra parte, este régimen, aunque nace de la liberación de una verdad religiosa normativa ¿no creemos que necesitará una verdad reguladora, o al menos una trascendencia?

Habiendo cumplido el cristianismo en Europa, su misión teológica y política, el sistema democrático que se hizo cargo, podría continuar su trayectoria siempre que asumiera la herencia cristiana de la que se había liberado al mismo tiempo. Pero dado que la indeterminación metafísica nativa de este régimen, es decir, su tropismo liberal, se volvió autónoma con respecto a cualquier significado colectivo, tuvo que llenar un vacío. Esta es la situación en la que se encuentran las democracias liberales contemporáneas. Es tan cierto que ahora son neoliberales, no sólo en el sentido económico del término, sino también cultural o social: la ley está subordinada a la ley.

Una clave para explicar este fenómeno sin precedentes: la nueva identidad y el orden moral humanitario aparecen en un contexto histórico donde las llamadas democracias liberales han alcanzado tal grado de abandono de sus legados históricos, que tanto la lucha por el reconocimiento de la identidad como el sueño humanitario de una universalidad sin mediaciones culturales, son todas expresiones de una aspiración de encontrar una existencia colectiva. Para este fin, a falta de una verdad religiosa común, a falta de una herencia histórica común en gran parte abandonada, un orden moral debe imponer la norma de la verdad. El epicentro es una nueva interpretación de los «derechos humanos» como una ideología de «vivir juntos». Pero esta imposición que no proviene de una revelación o de una metafísica, solo puede recurrir al proceso de discriminación moral para promulgar lo que es correcto o incorrecto. La discriminación moral funciona a la manera de una trascendencia a la inversa que amenaza la vida democrática. Es en esta torre de Babel, donde nos encontramos los occidentales. Y la pregunta que ahora se debe hacer es: ¿cuál debería ser la tarea del cristianismo?

El cristianismo no ha abolido las mediaciones históricas y sexuales en las que los pueblos y las personas necesitan identificarse, sino que las ha relativizado con respecto al objetivo universal de la salvación en Cristo.

Se entenderá que la Iglesia, el sacramento de la salvación a través del bautismo, está en el centro de su misión espiritual al articular lo particular (las identidades) con lo universal (la humanidad). Sin lugar a dudas la Iglesia propone otro modelo de reconocimiento, el de la unidad sacramental en Cristo. Es a través de su mediación que los hombres conocen el bien supremo. Es en su nombre que los cristianos tienen una misión teológico-política que les permite distinguir entre el bien y el mal sin caer en imperativos morales que son tan perjudiciales para la vida democrática como para la posibilidad de ofrecer a los hombres un reconocimiento mucho mayor, es decir esas fantasías igualitarias, expresión de un nuevo fariseísmo secular que prefiere la lógica de la discriminación a la del perdón.

La vida político-democrática necesita un significado teológico para distinguir el bien del mal. Por esta razón, el cristianismo tiene una tarea liberadora para las sociedades neoliberales encerradas en una identidad moral y una verdad humanitaria (el conjuro de valores) donde todos buscan su salvación intramundana en un derecho a la igualdad (en lugar de a la igualdad de los derechos). En un régimen democrático, la verdad cristiana es liberadora, ya que no impone una división moral subjetiva (el dictado de los prejuicios de la opinión), sino que llama a distinguir el bien y el mal en virtud de una jerarquía de fines (el fin de lo político-moral y el fin de lo espiritual). A la luz de esta jerarquía de fines, el cristianismo otorga a los derechos humanos su lugar legítimo que sin embargo no puede ser ni convertirse en una teología sustitutoria.

Resumiendo: hemos pasado de los derechos humanos, a los derechos humanitarios (“derecho a la caridad universal”) que, en vez de atender a los auténticos derechos (jamás desligados de los deberes correlativos, es decir, de la aportación a ese fondo inagotable de caridad pública), nos hemos colocado en el plano de la compasión universal, de la misericordia infinita. Es lo que nos ha traído el trueque fraudulento de lo humano (trascendente) por lo humanitario (accidental y sectario). Es evidente que no puede ser nunca el mismo el concepto del bien y del mal en el plano humano en que nos encontrábamos, que en el plano humanitario en que nos ha colocado la nueva ideología.

Para Gernminat Germinabit

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