Castellón: ejemplo de la desolación de nuestra Santa Fe
La caída en picado de nuestra Santa Fe tiene mucho, pácticamente todo que ver, con la del clero y los religiosos, siendo lo peor comprobar como a pesar de la evidencia, se niegan a reconocerlo, echan la culpa a los demás y se niegan a tomar las únicas medidas que pueden parar la debacle religiosa que vivimos: la oración y la penitencia, junto con la predicación del Evangelio puro y duro en su totalidad, sin tapujos. Por el contrario, el clero insiste en ofrecer una estupida y artificial cara «amable» que, lógicamente, en comparación con las múltiples mundanas, tiene siempre las de perder.
Desolación: sensación de hundimiento o vacío provocada por una angustia, dolor o tristeza grandes; ruina y destrucción completa de un edificio, un territorio, etc., de manera que no quede nada en pie. Pues eso es lo que vemos que ocurre con los católicos en España, y en otros muchos países del mundo, pero puede que más aquí por venir de dónde venimos y por haberse producido en menos tiempo que en los demás.

Un botón de muestra son los últimos datos de 2017 de la diócesis de Segorbe-Castellón –a cuyo frente se encuentra D. Casimiro López Llorente–, muy similares al de las demás españolas, reconocidos oficialmente por el propio obispado: sólo el 40 por ciento de los recién nacidos fueron bautizados; sólo uno de cada cuatro nuevos matrimonios fue sacramental, es decir, por la Iglesia (de las 1.663 bodas, sólo pasaron por la vicaría 405 nuevas parejas… ¿y cuántos de ellos lo hicieron plenamente consicentes? ¿y a cuántos s les «atornilló» en el patetico cursito al que fueron en la parroquia para saberlo? ¿y cuántos sobrevivirán más de un par de años?; cuántas almas en peligro y cuántas se pierden, porque a lo dicho hay que unir las cifras de los que mueren sin haberse confesado que son icontables.
¿Y qué dicen desde el obispado? Pues eso es lo peor, porque ahí está la mayor de las desolaciones: le echan la culpa, para empezar, a las «redes sociales» diciendo que «las personas, principalmente los jóvenes, las utilizan para pasarlo bien, para el ocio, y no crear valores trascendentales» –como si antes de ahora no hubieran existido el ocio, las diversiones y el deseo de pasarlo bien–; le echan la culpa a la forma de vida actual «la juventud valora la vida de forma diferente a como lo hacía hace 30 años y si los valores de los padres no son los mismos difícilmente podrán ser trasmitidos a los hijos» –como si en otros tiempos los valores no hubieran sido distintos, a veces mejores y a veces peores–; y rematan echando la culpa también a «la familia» diciendo que «en la familia no se viven los valores de la fe cristiana y esta es una de las razones por las que disminuyen los bautizos, las comuniones y las confirmaciones»… ¿y por qué no se viven esos valores?.

Ni una, ni la más mínima, ni siquiera de cara a la galería para quedar bien… AUTOCRÍTICA. Para el obispado de Castellón, como para los del resto de España, el problema son las redes, las propias familias, los católicos, la gente, los demás, porque si fueran de verdad católicos la cosa no estaría tan mal… y nos preguntamos: si todo fuera «bien» ¿para qué íbamos a necesitar curas y… obispados? ¿y si va tan mal que parte de culpa tienen ellos? Penoso. Sal sosa; pastores que dispersan; sepulcros blanqueados; hipócritas. Las ovejas van a donde les lleva el pstor; otra cosa es que en vez de ovejas el pastor las haya convertido en borregos.
Pero la cosa no queda ahí. ¿Cuáles son las soluciones según el propio obispado? «la coherencia de vida de los sacerdotes y de las personas comprometidas (con la Iglesia)» para ser «testimonio y ejemplo para los jóvenes para que quieran venir a la Iglesia» (¿?) y «saber buscar formas atrayentes para que piensen que la Iglesia no está pasada de moda, para hacer que la religión sea atractiva» (¿?). O sea, que según D. Casimiro hay que insistir en seguir haciendo lo mismo, que llevan ya varias décadas poniendo en práctica… con el resultado que vemos: la más absoluta desolación. Contumaces, empecinados, persistentes en el error,… SOBERBIOS.
De oración y penitencia, ni hablar; de predicar de verdad y totalmente el Evangelio, tampoco; de practicar los sacramentos, menos; de exigir a los católicos serlo de verdad, ni mentarlo. El Evangelio proclama la puerta estrecha y la senda empinada, lo que lógicamente siempre ha sido difícil de comprar por el ser humano, a menos que se nos diga, con la misma claridad con que lo hizo Nuestro Señor, que un día hemos de morir, presentarnos ante Él y ser juzgados para toda la eternidad; que la misericordia es para aquí, pero para después está la justicia; que sólo la Verdad, o sea, Él, nos hace libres, a pesar de que nos cueste, pero que si confiamos en Él, su carga es ligera y su yugo suave; que la felicidad no la da el mundo y lo mundano, sino seguirle a Él, amarle a Él, y que el Amor es… cumplir con sus mandamientos, los cuales estos pastores no predican. Como tampoco braman –apenas la típica notita formalista– contra el aborto, la cohabitación de las parejas, la eutanasia, la sodomía pública, la corrupción, las profanaciones, etc., etc. Pero sí se implican a tope en que pongamos la maldita «X» en la declaración de IRPF.
Nuestro Señor, los apóstoles y los primeros cristianos se encontraron con un mundo pagano en su totalidad, desolador, sin valores, bárbaro, y no pasó nunca por sus cabezas «hacer la religión más atractiva», sino decir la Verdad –de ahí que Él acabara en la cruz y ellos en la picota–, predicar con la palabra y el ejemplo, orar y hacer penitencia y… en unos pocos siglos le dieron la vuelta a la tortilla; hoy ha ocurrido al revés: de un mundo cristianizado, lo hemos paganizado. En algo, en realidad en mucho, en todo, tendrán la culpa los pastores, digo yo, porque si no para qué los necesitamos, seamos católicos ejemplares o paganos desorejados.
Estos malos pastores siguen empeñados en ensanchar la puerta y allanar la senda; en edulcorar el mensaje, cuando no en tergiversarlo; en hablar del amor sin decir realmente lo que es; en tocar la guitarrita, los tambores y bailar al rededor del altar; en ser «curas guais», simpáticos, «cercanos», amables; en desacralizar la liturgia para que sea «más corta, atractiva y llevadera»; en las Misas para niños que son un circo; en ahogarse con la misericordia ocultando el juicio y el castigo; en negar al Diablo y su reino infernal; en perdonar sin exigir ni arrepentimiento ni propósito de enmienda; en… tantas cosas que no hay espacio.
¿Por qué no empezamos por coger el hatillo de cuerdas y echarlos del templo?
