Como los ángeles de Dios (3)

En el artículo anterior habíamos visto al sacerdote, que al igual que los ángeles, asciende por la escala del cielo cuando sube al altar para la celebración del santo sacrificio, y desciende de la contemplación cuando desciende del altar. Sublime misterio del sacerdocio y del santo sacrificio.

Pero si bien la acción de los ángeles es una acción apacible, sin fatigas ni esfuerzos, pacífica como lo es su conformidad con la voluntad divina, en cambio, “el ministerio sacerdotal es ministerio de sudores, a menudo de ansiedades, de penas, de sacrificios heroicos. Es que el sacerdote es sí ángel de paz, pero ángel de paz, dice santo Tomás que llora por los pecados de los hombres.”

El sacerdote, en medio de mundo hostil a Jesucristo y a su Iglesia obcecado en el error y en el pecado, que no reconoce la naturaleza de la culpa, dice S.S. Pio XII[1], que debe llevar “en su corazón un dolor indescriptible, que podría asemejarse al cáliz de la amargura del huerto de los Olivos o al sentimiento de abandono de Jesús agonizante. De tal manera Cristo lo asocia a su sacrificio, lo clava consigo en la cruz: Christo confixus sum cruci; y sucumbiría mil veces a tanta angustia, si el dulce y divino Maestro no le hiciera encontrar, al mismo tiempo, en esta íntima unión con Él en la Cruz la más suave felicidad.”

Solo Dios puede elevar a tal grandeza al Sacerdocio, y nadie puede ambicionar tan alta dignidad si no es llamado por Él mismo. Ya que si es verdad, como dice Jesús, que nadie viene a Él si su Padre no lo trae, es mucho más verdad, que nadie puede aproximarse a Cristo para hace sus veces en el alatar de su sacrificio y consagrar con sus palabras el Cuerpo y la Sangre para remisión de los pecados de todos los hombres, si Él no lo elige para tan formidable ministerio. No vos me eligisiti, sed ego elegi vos.”

En todo lo expuesto hasta ahora, tanto en este artículo como en los dos anteriores, el papa Pío XII ha ido desgranando la naturaleza del sacerdocio, y lo ha hecho de una manera insuperable e inmejorable, de tal forma que no puede presentarse el Sacerdocio católico de una forma más excelsa y elogiosa; haciendo, a su vez, meditar con verdadero temor y temblor al sacerdote, sobre la grandeza a la que Dios lo ha elevado desde la miseria que lo rodea.

A partir de ahora se dirige al llamamiento divino, a la vocación sacerdotal, que, dicho sea de paso, se presenta de las más diversas maneras.

“Tal vez la voz, con que Dios hace sentir su llamada, es un aura dulce que no cambia, es un céfiro venido de los celestiales perfumes del Edén, es una oleada de incienso que transporta el alma hasta consumarse en holocausto ante el altar del Señor. De su inefable susurro también las religiosas, esposas de Cristo, elegidas por Él, sienten acariciada su frente virginal, cuando en su oído resuena la invitación al claustro y al abandono del mundo, cuando la flor de la juventud y en el sueño feliz de la vida les parecen menos bellos, menos suaves, menos dignos, si no son ofrecidos a Jesús, si no se mudan en flor perpetua de sacrificio oloroso de azucenas y de violetas, y en una visión y esperanza de ultramundana y no de caduca felicidad.”.

La llamada a la vocación sacerdotal puede ser a cualquier “hora del día”, niñez, juventud, edad tardía… Pero “¡cuánto más bella y fúlgida y preciosa es la llamada desde las primeras horas del día, la vocación desde la aurora de la vida! Es la hora de la predilección de Dios: y, casi símbolo de la predestinación divina, es tal vez el primer beso que una madre, no presagiando el porvenir, y quizá movida por otras aspiraciones, estampa sobre la frente de su hijo recién nacido, besando, sin saberlo, la primera  a un futuro ministro de Dios.”.

“Jesús se acerca con predilección al niño bueno cuyos ojos están lleno de cielo, y le dice: Tú eres pequeño, débil, pobre, despreciado; pero yo te haré grande con mi grandeza. Ven, sígueme, deja la casa paterna, deja a los amigos; acércate a mi altar, a mi corazón. Yo te haré mi amigo, mi ministro; te daré mi nombre y mi autoridad; ocuparás mi puesto, como propagador  de mi Evangelio, distribuidor de mis gracias, consagrador de mi Cuerpo y de mi Sangre, juez de misericordia en mi tribunal mediador entre mí y mi pueblo. No temas; si tú no tienes con qué andar el camino para que llegues a mi altar, me basta que me ames y sigas mi invitación.”

Ave María Purísima.

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[1] La santidad sacerdotal. Ed. Balmes. Barcelona. 1953. Como los ángeles de Dios. Discurso. Pio XII.

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