Cómo me desperté del prolongado engaño cubano
Nací en un pequeño poblado ubicado al sur de Cuba rodeado de la pobreza que padecía mi familia, pero colmado de cariño y afecto que jamás he vuelto a disfrutar en mi vida. Fue la versión cubana del Macondo descrito por García Márquez en su libro Cien años de soledad, en una etapa cuando la familia cubana aún no se había deteriorado y fracturado por la pobreza y la migración.
Después de un largo periodo de mi vida logré despertarme del engaño que ha significado para mí y muchos de mi generación haber defendido la ideología marxista y su utópica visión del mundo. Ese despertar ha sido un camino colmado de confrontaciones.
Esos lejanos recuerdos de mi niñez están asociados al azúcar, palabra mágica que siempre pronunciaba la cantante cubana exiliada en EE. UU., Celia Cruz, porque aquel pueblito pertenecía a una región que dependía económicamente de la industria del azúcar.
En esa época ningún cubano sospecharía que a Fidel Castro se le antojaría cerrar las centrales azucareras en el 2004. Además de las deficiencias estructurales del gobierno cubano, como la excesiva burocracia, la corrupción y el carácter centralizado de la economía y la reducción drástica de la iniciativa privada, los problemas coyunturales de la sequía, el colapso de su mayor socio para el azúcar, la Unión Soviética, y el bloqueo estadounidense empeoraron la economía del país.
Pero así se percibió en mí: la Revolución cubana lo demolió todo, fue irrespetuoso con la tradición y nuestra identidad. El azúcar cubano, al igual que el café, el ron y el tabaco, es un símbolo arraigado en el imaginario social. Muchos de los miles de desempleados de la industria azucarera tuvieron que volver al duro trabajo del campo, el trabajo por cuenta propia o sumergirse en la oscuridad y la incertidumbre que implica depender del mercado negro, considerado en Cuba una de las principales válvulas de escape.
Cuando de vez en cuando regreso a mi pueblo a visitar a mis familiares, sufro al ver la decadencia y miseria que forma parte de la vida cotidiana de muchos poblados que en Cuba vivían del azúcar, y me conmueve la nostalgia que experimentan muchas personas por un mundo que sucumbió ante sus ojos.
Ese mundo frustrante y decadente ha sido magistralmente representado en el filme cubano Melaza por el cineasta independiente Carlos Lechuga.
El adoctrinamiento a que es sometido el ser humano en Cuba comienza desde la niñez, durante la escuela primaria. El ritual cotidiano consistía en los rutinarios y absurdos matutinos colmados de consignas carentes de sentido para mí, era un proceso mecánico donde cada niño repetía la frase: “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che.”
Cuando era niño veía la realidad como algo natural, como si ese mundo totalitario, opresor de la dignidad humana fuese algo natural, aceptado por todos. Tampoco podías tener vínculos con extranjeros, pero en aquel entonces los únicos turistas que había conocido eran soviéticos y provenientes de otros países comunistas, quienes interpretaban la realidad cubana con mucha naturalidad.
Afortunadamente, cuando crecí y tuve acceso a la información descubrí que ese paraíso comunista que me describían con actitud mesiánica, reinado del “Hombre Nuevo“, era la negación total de lo que me inculcaban, era lo más alejado de ese reino de justicia social que pregonaban. Más bien era un infierno, no sólo por la escasez y las penurias que siempre han acampado la cotidianidad del pueblo cubano, sino por la falta de libertades, drama que se ha agudizado con el transcurrir del tiempo. Hoy en día expresar tus ideas en el espacio público cubano constituye un acto arriesgado y ejercer el periodismo independiente es una labor que te puede conducir a la cárcel.
Aún así nada impidió que disfrutara de esa etapa de mi existencia, bañándome en los ríos y tomando el exquisito guarapo de caña de azúcar, que solía beber cuando iba en una bicicleta destartalada a la central azucarera más cercana.
Entre los recuerdos más tristes que conservo de esos primeros años de mi vida se encuentra pasar ante una iglesia como si fuera un sitio prohibido. En la Cuba de los ochenta reinaba la ideología del ateísmo de Estado, no podías practicar religión alguna, ni la evangélica ni la religión yoruba.
En la secundaria me incorporé a la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) con la misma inercia que lo hacían muchos adolescentes y jóvenes de mi país, y luego fui a compartir el estudio preuniversitario con labores agrícolas en condiciones adversas en el campo. En varias ocasiones enfermé de la piel por no tener jabón para bañarme y lavar las sábanas donde dormía, pero lo que más impacto ejerció en mí y lo que jamás olvidaré fueron los abusos verbales que sufría en las noches un joven religioso que nunca más he vuelto a ver.
Durante esa época resultaba muy chocante cada vez que visitaba a mi familia verlos cocinar con leña y no tener apenas comida que ofrecerme. Las lágrimas que en silencio brotaban de mi rostro despertaban en mí la necesidad de preguntarme si aquella realidad era justa y tenía relación alguna con la doctrina marxista-leninista que me inculcaban. Aquel desolador panorama fue el principio del despertar de mi conciencia, de mi convicción de que otra forma de vida era posible.
Este proceso del despertar de mi conciencia libertaria y la convicción de lo injusto que significaba vivir bajo el totalitarismo fue un proceso largo y doloroso. Muchas personas han experimentado la sensación del prolongado engaño. Entre la realidad que vivíamos los cubanos y la retórica comunista que pregonaban nuestros dirigentes existía un abismo insalvable. La vida lujosa que practicaban los dirigentes contradecía el discurso de austeridad que promovían.
En un momento cuando no tenía el acceso a obras literarias como 1984 de George Orwell, La Gran Estafa de Eudocio Ravines o De la Dictadura a la Democracia, de Gene Sharp, tenía la convicción de que la única vida digna sólo podía ser en una sociedad democrática, aunque no conociera prácticamente nada sobre la democracia.
Sin embargo, poco a poco me desperté, gracias a la interacción con los cubanos del exilio que, en sus viajes a la isla para visitar a sus familiares, eran el mejor referente sobre la vida en un país libre y el engaño que ha representado la retórica comunista sobre el capitalismo.
La maduración de ese despertar culminó mi etapa de estudiante universitario en la carrera de Historia del Arte, cuando descubrí el inmenso horizonte de información que internet abrió para mí.
A partir de ahí me fue posible leer y acceder no solo a las referidas obras literarias, sino otros textos como La sociedad abierta de Karl Popper y La insoportable levedad del ser del checo Milán Kundera, El hombre que amaba a los perros del cubano Leonardo Padura, filmes alemanes como La vida de los otros (2006) sobre la persecución que ejercía la Stasi contra los intelectuales en la antigua República Democrática Alemana, Good bye Lenin y el documental Derrocando a un dictador sobre la resistencia ejercida por la asociación Otpor y su papel en el derrocamiento del régimen de Slobodan Milošević. Estas producciones ejercieron una extraordinaria influencia en mis ideas democráticas.
El internet como herramienta liberadora me posibilitó la interacción con el resto del mundo y disfrutar de las ventajas que ofrece la aldea global, así como experimentar la sensación de que detrás de la cortina de hierro de Cuba existe un mundo sustentado en los pilares de la libertad y el progreso.
Este largo camino me ha convencido que no existe otra opción para los cubanos que luchar por nuestra libertad, la única manera de reconstruir nuestro país sobre las ruinas de las centrales azucareras, símbolos de un pasado y de una esperanza secuestrada.
Para Globalchoice y La Nueva Razón
