Cómo pensamos
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La Cruz y la Espada
A la vista de los acontecimientos que de todo género y signo se vienen produciendo desde hace cuando menos medio siglo, creemos que el mundo, especialmente el occidental —Europa y América— sufre el ataque despiadado de una Revolución de proporciones globales, verdadero maremoto de iniquidad, como nunca antes en la historia de la Humanidad. Como toda revolución su único objetivo es, primero, la destrucción del orden establecido, segundo, la imposición de uno nuevo tiránico y aberrante. La diferencia con otras épocas y momentos históricos estriba en que la Revolución actual, compendio de las principales habidas anteriormente —la luterana, la francesa y la marxista—, debido a los avances tecnológicos de todo tipo, en especial en los medios de comunicación, posee características infinitamente más graves, es más destructiva y mucho más audaz que aquellas, siendo sus objetivos globales, y el primordial de ellos la definitiva destrucción del ser humano en su dignidad y verdadera libertad.
Característica esencial de esta Revolución —mucho más aún que lo fue en las anteriores ya citadas que engloba— es su marcado odio a Dios y su empecinamiento en que el hombre se aparte radicalmente de Él; más aun, que se ponga franca, abierta y decididamente en Su contra, de forma que, conseguido lo anterior, le será muy fácil esclavizarlo hasta límites nunca antes imaginados. Piezas fundamentales, entre otras muchas, de tal estrategia, son: la imposición de la denominada «ideología de género»; de la creencia de que todas las religiones son iguales —y mejor aún de que ninguna es válida y menos todavía de que sólo hay una verdadera—; de la práctica generalizada de la sodomía, el aborto y la eutanasia; de la destrucción del matrimonio, de la familia, de las relaciones sociales y de la propiedad privada; de la corrupción de las costumbres y la aceptación de lo anormal como normal e incluso como único; de la desaparición de las naciones; de la internacionalización de los conflictos; de la desnaturalización de los pueblos; del consumismo desbocado; del materialismo y el hedonismo; de las migraciones desbordantes e incluso del terrorismo cuando considera que puede serle útil. Todo ello, eso sí, de forma subrepticia, disimulado bajo grandes dosis de supuesto «diálogo», «tolerancia», «convivencia», «respeto», «derechos», «reconciliación», «integración», «democracia» y «libertad»; en realidad pieles de cordero bajo las que se esconde el más feroz, y puede que definitivo, de los ataques que contra Dios y el ser humano se han realizado nunca.
Pieza particularmente codiciada de esta Revolución es la destrucción de España como nación y de los españoles como pueblo, debido, fundamentalmente, a nuestra Historia, la cual ha sido siempre paradigma y defensa de la Fe, de la Justicia y de la Razón; precisamente todo aquello que más odia la Revolución. España, sometida especialmente a su acción, tanto desde fuera como desde dentro, hoy ya no puede ocultarse a nadie que se encuentra espiritual, práctica y materialmente destruida, desaparecida aplastada bajo una espesa losa de iniquidad. Múltiples son las causas, tanto internas como externas, pero herramienta eficacísima de unas y otras es el actual régimen que autocalificándose de «democrático», sin serlo, alardea de «Estado de derecho» cuando lo es de impunidad. De nuevo, como las veces en que con anterioridad y con los mismos defectos que ahora se puso en práctica este modelo, no sólo no ha corregido nuestros defectos y solventado nuestros problemas, sino que los ha acrecentado hasta límites nunca vistos antes en nuestra historia. Aún más, las grandes virtudes del pueblo español han sido mediatizadas, cuando no destruidas, hasta niveles difíciles de imaginar; hasta incluso haber hecho desaparecer de nuestro pueblo toda conciencia, todo rastro de nuestra identidad nacional, de nuestra alma y esencia de españolidad.
Así, España y los españoles se han encanallado hasta lo indecible; el cainismo más vil domina nuestras relaciones; falta la autoridad, el orden y normal disciplina; la anarquía inunda todas las esferas de la vida institucional y cotidiana; la mediocridad se exalta hasta niveles increíbles y si en general el resto del mundo al que por situación e historia pertenecemos parece también caminar de nuevo hacia el abismo, España le lleva la delantera. La amoralidad más absoluta y la injusticia más profunda son las características por las que desgraciadamente destaca hoy España. Todo en ella es mentira. Los secesionismos de algunas de sus regiones —manifiestamente injustificados histórica, étnica, geográfica, social, lingüística y económicamente hablando— son, en realidad, una más de las artimañas de las que se vale la Revolución para destruirnos; la cual, aunque ya derrotada en varias ocasiones anteriores en nuestro suelo de manera ejemplar, bien que con altísimo coste humano y material, no ha sido vencida, renaciendo hoy, con nuevas caras, más fuerte y audaz que nunca antes.
Causa principal del éxito de la Revolución sobre España es que ésta ha renegado absolutamente tanto de su Fe como de su Historia. Por un lado, España ha renegado de su Fe dejando de ser católica, ahora sí; y que nadie se engañe: España o es católica o no es ni será España. Por otro, ha renegado de su historia porque los españoles de hoy, a pesar de nuestro incuestionable desarrollo histórico repleto de hechos y hazañas que nunca han sido ni podrán ser ni igualadas ni mucho menos superadas, pretenden encarar el mañana sin asumir ni enorgullecerse ni aprender de su pasado, es decir, renegando de sus esencias más puras. Por ello hoy, mucho más que en otras ocasiones anteriores, está en juego nuestra salvación espiritual y material, nuestra supervivencia como nación y como pueblo —la de nuestra generación y la de las venideras—, en fin, la de cada uno de nosotros y de nuestros descendientes, como seres humanos portadores de valores eternos, de nuestra dignidad y verdadera libertad; con nuestros defectos, sí, pero también con nuestras múltiples y variadas virtudes, que cuando son potenciadas convenientemente superan con creces a las de cualquier otra nación o pueblo de la Tierra.
La traición, individual o colectiva, más en unos que en otros, tiene principal protagonismo en que España se encuentre ahora en tan lamentable situación; tan lamentable que podemos afirmar que está espiritual y materialmente destruida, desaparecida, desintegrada, igual que lo fue completamente tras la invasión musulmana a comienzos del siglo octavo —cuando no quedó ni rastro de ella a excepción de unos pocos refugiados en la cornisa cantábrica—, como estuvo a punto de suceder tras la invasión francesa a comienzos del Siglo XIX y como casi ocurrió en el primer tercio del XX con el huracán revolucionario bolchevique frente-populista.
Españoles, ante tan dantesca realidad no es posible permanecer por más tiempo contemplando cómo nuestra patria, nuestra nación y nuestro pueblo desaparecen de la faz de la Tierra sin remisión destruidos por propios y extraños. No es posible conceder por más tiempo ni el beneficio de la duda, ni la excusa de la ignorancia. Está en juego la existencia futura civilizada, en orden, justicia, armonía, paz y verdadera libertad de España como nación, de los españoles como pueblo, de las generaciones que nos suceden de forma inmediata o lejana y de cada uno de nosotros; que nadie se engañe.
Por ello, confiados en nuestra inquebrantable fe en Dios Nuestro Señor y en su Santísima Madre, porque sólo está perdido aquél o aquello que se da por vencido, y porque es imposible permanecer pasivos contemplando nuestra propia destrucción y la de nuestros descendientes, es por lo que nace La Cruz y la Espada, para empuñar, dentro de nuestras posibilidades, pocas o muchas, allá cada cual, la única arma eficaz en estos casos, como se ha demostrado en múltiples ocasiones antes, que no es otra que levantar la bandera de la Cruzada contra la Revolución, para con la Cruz y con la Espada iniciar la recuperación espiritual, moral, política, social y cultural de España, hoy perdidas. Para que algún día, no importa que sea en un futuro muy lejano, ni que nosotros no lo veamos, España vuelva a renacer de sus actuales cenizas y a ser la que siempre fue, la única que puede ser: una, católica, libre de verdad y lo más grande, soberana y respetada posible, ejemplo y vanguardia de la civilización cristiana y occidental; lo que ya no es. En fin, para recuperar a España de la cruda realidad de hoy, cuya posibilidad ya advirtiera en su día con toda crudeza nuestro insigne intelectual D. Marcelino Menéndez Pelayo: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas… (pues)… Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión de ingenio y hasta de género, y serán como relámpagos que acrecentará más y más la lobreguez de la noche.».
–oo–
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