Concepto tradicional de Libertad, Igualdad y Autoridad

La Iglesia ha sido siempre la gran defensora de la persona en su relación con el Estado. Pero la libertad humana no es absoluta e ilimitada, porque la libertad no es la facultad de obrar lo que la voluntad apetezca; es la facultad racional de obrar precisamente el bien, según las normas de la ley eterna[1]. No hay libertad para profesar el error ni para obrar el mal, mejor dicho, ésa no es libertad, sino libertinaje y desenfreno y, a la postre,  esclavitud a la tiranía de las pasiones.

Dentro del Estado la verdadera libertad del ciudadano consiste en poder vivir cada uno según a recta razón y con arreglo a la ley. De otro modo,  la libertad pública sólo es legítima cuando se ordena a facilitar la vida virtuosa.

La verdadera libertad, en el campo de la vida política, consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual vivir según los preceptos de la ley de Dios[2].

Toda libertad en los particulares y en la comunidad, en gobernantes y en gobernados, implica la obediencia a una razón suprema y eterna y está sujeta al derecho natural y a la ley eterna de Dios[3]. Rechazar el supremo dominio de Dios sobre el hombre y la sociedad no es libertad, sino rebeldía, esto es, perversión de la libertad.

Libertad y autoridad

Difícil es conjugar el binomio libertad y autoridad referidos ambos a la comunidad política, al Estado; esta cuestión de resuelve partiendo, como lo hace la doctrina católica, del concepto verdadero de la libertad humana, esto es, de un albedrío personal sujeto a la ley divina y del concepto auténtico de la humana autoridad, o sea, en cuanto participación de la autoridad de Dios, de la que emana el deber de obediencia. Sólo la Iglesia ha acertado siempre a unir el principio de la legítima libertad con la autoridad legítima.

El libertinaje, el desenfreno, el espíritu de sedición, la desobediencia, nada tiene que ver con la libertad cristiana; no puede decirse que sean excesos o abusos de la libertad; son lo contrario de la libertad verdadera[4].

La misma libertad verdadera del individuo no carece, en su uso, de limitaciones, que vienen determinadas por el bien común. La libertad de la persona humana, así concebida, es inviolable, el Estado debe respetarla.

Pero el Estado, además, es el custodio de la libertad, tiene que proteger la libertad verdadera y reprimir la falsa. No puede declararse neutro, equiparando los derechos de la verdad a los del error, los de la virtud a los del vicio, y otorgando igualdad libertad a unos y a otros[5].

Esta doctrina es difícil de inculcar en los espíritus modernistas después de tantos lustros de errores acerca de la libertad, fruto del liberalismo racionalista. Sin embargo, las tesis del Magisterio pre conciliar son determinantes: el derecho, facultad moral, no puede suponerse concedido por la naturaleza de modo igual a la verdad y al error, a la virtud y al vicio. Es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos; la libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien.

Doctrina sobre la tolerancia

Cuando determinadas situaciones dificulten o impidan la aplicación de la verdadera libertad, ya se ha expresada, la doctrina de la tolerancia[6] viene a dar solución a la nueva situación.

Concediendo derechos, sólo y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia a la tolerancia, por parte de los poderes públicos, de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia, para evitar un mal mayor o para conseguir un mayor bien.

El bien común es el criterio definidor. El hecho de no impedir por medio de leyes estatales o de disposiciones coercitivas lo que daña a la verdad o a la norma moral, puede hallarse justificado por el interés del bien común. Y el deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no siempre puede ser la una última norma de acción; ha de estar subordinada a normas más altas y generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten no impedir el error a fin de promover un mayor bien. Pero se trata de una simple permisión; si por causa del bien común, y únicamente por ello, puede la ley humana tolerar el mal, no puede ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo.

Al ser la tolerancia del mal un postulado de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la causa o razón de esa tolerancia, esto es, por el bien público. Por eso, si la tolerancia daña al bien público, la consecuencia es su ilicitud.[7]

En ningún caso debe faltar la tolerancia para el bien, lo que ocurre a veces cuando la manejan  mentes liberales que indebidamente prodigan la tolerancia para lo malo, pues es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo.

Igualdad y desigualdades

Es un principio sagrado el de la igualdad de los hombres por naturaleza, que lleva aparejado el de la paridad jurídica de los ciudadanos ante la ley. Consiste esta igualdad de los hombres en que, teniendo todos la misma naturaleza, están abocados todos a la misma eminente dignidad de hijos de Dios[8] y todos y cada uno deben ser juzgados de una misma ley eterna.

Pero la igualdad por naturaleza no comporta una igualdad de condición, una igualación social. Por el contrario, la misma naturaleza de la vida social exige una desigualdad de situación y, en consecuencia, de derecho y autoridad. No porque los hombres sean iguales por naturaleza han de ocupar el mismo puesto en la vida social; cada cual tendrá el que adquirió por su conducta, pues, aunque la vida social exige unidad interior, no excluye las diferencias causadas por la realidad.

El principio de que toda desigualdad de condición social implica una injusticia es, como contrario a la naturaleza de las cosas, un principio subversivo del orden social.

Una concepción ideal pide que se acentúe progresivamente la unidad interior de la sociedad, aunque no lleguen a desaparecer las diferencias El orden nuevo que sea base de la vida social tenderá a realizar de modo cada vez más perfecto la unidad interior de la sociedad; pero no igualando como un rasero a todos. En un Estado que se abandona al arbitrio de la masa, la igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una monocroma uniformidad. Por el contrario, en una concepción política impregnada del pensamiento religioso, la igualdad teórica y la diferencia funcional de los hombres deben tener su adecuada conjugación[9]. 

[1] “Libertad… facultad racional de obrar expeditamente y ampliamente el bien según las normas de la ley eterna.” Annum Ingressi [24]. León XIII.
[2] “La verdadera libertad… consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual fácilmente vivir según los preceptos de la ley eterna.” Libertas Praestantissimum  [7]. León XIII.
[3] “Es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso d ela luobertad y rebeldía contra Dios.” Ibid. [24].
[4] “Nada tiene de común esta libertad cristiana con el espíritu de sedición y de desobediencia.” Ibid. [21].
[5] “la libertad concedida indiscriminadamente a la verdad y al error, al bien y al mal, no ha logrado otra cosa que rebajar cuanto hay de noble.” Annun Ingressi [16]. León XIII.
[6] “Si por causa del bien común, y únicamente por ello, puede la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe jamás aprobarlo, ni quererlo en sí mismo.” Libertas Praestantissimum [23[. León XIII.
[7] Libertas [23[. León XIII.
[8] Quod Apostolici Muneris [6]. León XIII
[9] Con Sempre. Los fundamentos del orden interno de los Estados. [14]. Pío XII.

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