Concepto tradicional del PODER y SUS LIMITES (I)
Su origen divino[1]
El origen del poder político hay que ponerlo en Dios, no en la multitud ni en el pueblo. Los que tiene el derecho de mandar, de nadie lo reciben sino es de Dios: de Él toman los gobernantes la autoridad. Porque ningún hombre tiene en sí o por sí el derecho de sujetar la voluntad de los demás con los vínculos de esta autoridad.
No se trata ya del origen histórico del poder, sino también de su raíz filosófica. Por eso, tanto vale origen como fundamento, dependencia y sanción. Si la autoridad recibe de Dios el poder, la autoridad depende de Dios y en Él encuentra su apoyo y su sanción, esto es, su fuerza de obligar.
Importan poco al caso la forma de gobierno y el sistema político; sean éstos cales sean, la autoridad que mediante ellos de ejerce deriva de Dios. Y no sólo se funda en Él la autoridad del gobernante, sino la de los gobernados.
De lo dicho se desprende el carácter sagrado de la autoridad[2]. Siendo el poder legítimo de los gobernantes una participación del poder divino, alcanza el poder político una dignidad mayor que la meramente humana, dignidad verdadera y sólida como recibido por don de Dios. Y esto aunque fuese indigno el que ejerce la autoridad, porque es en esta y no en su titular en quien se ve una como imagen de la majestad divina.
Negar, como lo hace el racionalismo, que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política, es arrancarle a ésta su dignidad y su vigor, es despojarla de su majestad, privarla de su universal fundamento.
Por eso sucede que tantas veces que, recibida la autoridad como venida, no de Dios, sino de los hombres, los fundamentos mismos del poder quedan arruinados; como que se ha suprimido la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. Faltando la persuasión de ser divinos el origen, la dependencia y la sanción de la autoridad civil, pierde esta su más grande fuerza de obligar y el más alto título de acatamiento y de respeto.
Los gobernantes son ministros de Dios y como delegados suyos. No mandan por derecho propio, sino en virtud de un mandato y de una representación del Rey divino que comporta el derecho de mandar.
La designación de los gobernantes[3]
Si el poder en sí es de origen divino, la forma de su ejercicio y la designación de sus gobernantes, no tienen, por lo menos de modo inmediato, el mismo divino origen, sino que derivan de la voluntad de los hombres. La distinción es clara: una cosa es el poder considerado en sí mismo, el cual Dios lo confiere, y otra la forma que reviste y las personas que lo encarnan, unas y otras establecidas por modos humanos.
El Magisterio pontificio es en esto determinante: si el poder político es siempre de Dios, no se sigue de aquí que la designación divina afecte siempre e inmediatamente a los modos de transmisión de este poder, ni a las formas contingentes que reviste, ni a las personas que son objeto del poder mismo. Porque los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud. Bien entendido que con esta elección se designa el gobernante, pero no se confiere los derechos de poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.
Tiene esta doctrina particular importancia en los casos de cambio de régimen. Toda la novedad se reduce entonces, según ella, a la distinta forma política que adopte el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este poder; pero en modo alguno afecta al poder en sí mismo, que persevera inmutable y digno de este respeto.
Límites del poder
El poder político en su ejercicio, no es nunca absoluto[4]; tiene limitaciones. Las principales de ellas derivan de su obligada fidelidad a la causa o finalidad del poder, a su razón de ser, a su misión; esto es, al servicio del bien público. Dicho en términos del Magisterio: la última legitimidad moral y universal del regnare es el servire[5]. El poder político, en efecto, no ha sido dado para el proyecto de ningún particular ni para utilidad de aquellos que lo ejercen, sino para bien de los gobernados.
Oficio propio de gobernante es procurar el bien común. Y éste debe entenderse no sólo de los intereses materiales, sino también de los bienes del espíritu. El fin próximo del gobierno es proporcionar a los gobernados la prosperidad terrena; pero su fin remoto mira más lejos. Como quiera que el bien común está al servicio de la persona quiere decir que entra también en la misión del gobierno proporcionar las mayores facilidades para que los ciudadanos consigan el sumo y último bien.
Quien ejerce el poder debe penetrarse de la alta misión que se le confía[6]; realizar en la vida pública el orden querido por Dios, y sólo podrá cumplir con ella si tiene una clara visión de aquellos fines señalados por la divina ordenación a la sociedad humana y un profundo sentido de sus deberes de gobernante y de su responsabilidad. Por eso, debe ejercer el poder de modo justo y no despótico; firme, pero no violento. Y austero; la administración pública debiera desenvolverse siempre con una gran sobriedad.
[1] “En lo tocante l origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios”. Diuturnum Illud [5]. León XIII.
“El poder legítimo viene de Dios, y el que se resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios”. Libertas Praestatissimum [10]. León XIII.
“No hay autoridad sino de Dios”. Immortale Dei [2]. León XIII.
“No hay autoridad sino de por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas”. Ad Beatissimi [8]. Benedicto XV.
[2] “La autoridad es una cosa sagrada para los cristianos. Aun cuando sea indigno el que ejerce la autoridad, los católicos reconocen en ésta una imagen representativa de la majestad divina”. Sapientiae Christianae [3]. León XIII.
[3][3] “Los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos en determinadas circunstancias por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder”. Diuturnum Illud [4]. León XIII.
[4] “La libertad cristiana…no pretende derogar el respeto debido al poder público, porque el poder humano en tanto tiene el derecho de mandar y de exigir obediencia, en cuanto no se aparta de l poder divino y se mantiene dentro del orden establecido por Dios” Libertas Praestantissimum [21]. León XIII.
[5] Con Sempre [56]. Pío XII
[6] “Quien ejerce el poder -vea- en su cargo la misión de realizar el orden querido por Dios”. Benignitas et Humanitas [23]. Pío XII.
