Consideraciones sobre la muerte de la Novela, una cuestión polémica
Fenómeno denunciado por el desaparecido crítico y escritor Manuel García-Viñó, la “novela basura” domina considerablemente los estantes de las librerías españolas, desde las más relamidas y selectas hasta las más lucrativas y groseras. La industria cultural ha terminado por decidir qué deben leer los españoles y qué no.
Tantas veces proclamada, la muerte de la novela como género literario tuvo lugar en algún momento indeterminado del siglo XX. Las causas de este hecho son múltiples al tiempo que difusas, y exceden con mucho el plano de lo ideal (puesto que en este plano y en cuanto idea, la novela como tal no sólo no ha muerto, sino que nunca morirá). Pero nuestro objetivo aquí no es entrar en un debate platónico de impredecibles consecuencias. Nuestro objetivo, al fin y al cabo, es confirmar una indiferente evidencia: la muerte de la Novela.
Esta muerte, lejos de ser metáfora de compromiso propuesta por algún orador dominical, debe asimilarse no tanto como agotamiento de una forma devenida fórmula, como por la imposibilidad de que esa forma (la “forma novela”: el cuerpo) pueda vivir por sí misma (es decir, en cuanto a su propio espíritu), sin tener que recurrir a un molde impuesto, establecido por la industria de creación de consumidores-lectores.
Esta muerte, que no es metafórica, es ante todo y sobre todo abdicación: abdicación del cuerpo con respecto del espíritu (ya liquidado: ausente), lo que supone la muerte real del objeto aquí abordado. Pero la muerte de un organismo (y de la novela como tal) no implica el final material de éste (ni de ésta): queda todavía su cadáver (la forma muerta), del que se alimentarán por largo tiempo una gelatinosa legión de triunfantes parásitos. He aquí pues el actual estado de la novela como género literario en el siglo XXI: el de un cadáver en estado de descomposición con ciertos indicios de aparente vida… pero de una vida que no es la suya, sino la de los parásitos que de él se alimentan… así hasta dejar de sus magníficos restos una monda osamenta.
Por ende, y aunque muerta, la novela suministrará ingente material a sus cadavéricos chupópteros, de mayor o menor gordura, unos y otros: novelistas “normalizados” y de oficio, editores con olfato, distribuidores de gran tonelaje, críticos de actualidad comprados (o meramente dirigidos), libreros de grandes superficies, catedráticos de literatura actual reglados por el Sistema y un largo y tedioso etcétera de gentes mejor o peor pagadas que se ganan el pan con este negocio. He aquí la palabra: negocio.
En cuanto a la función del “gran resto”, esa masa anónima de lectores de “novedades”, no hará las veces sino de agente estimulador de la consabida putrefacción, suerte de lucrativo caldo cadavérico necesario para perpetuarla.
La novela: género literario decimonónico por excelencia
Repetir que la novela es el género literario por antonomasia del siglo XIX es reiterar una perogrullada tan cierta como incontestable, pero que no estará de más subrayar de nuevo: “el siglo decimonónico fue el gran siglo de la novela”; cuanto le precede (Boccaccio, Cervantes, Goethe, etc.) y cuanto le sucede (Proust, Joyce, Kafka, etc.) no es sino el dilatado prólogo y la concentrada coda de una soberbia franja temporal de la Historia de la Literatura Universal.

Mas, si bien ese gran siglo burgués (ese siglo de Víctor Hugo, como voceó un crítico francés) ya hizo de la novela un negocio efectivo, la novela, como tal, todavía no había muerto: muy al contrario, en virtud acaso de aquella instrumentalización hasta entonces presentida, y por otra parte tan propicia, fue posible su más completo apogeo: multiplicación de las formas, adquisición de su plena conciencia y autonomía, consolidación de su altísima dignidad en manos de los grandes creadores, afianzamiento, en definitiva, de una jerarquía devenida canon: Balzac, Stendhal, Flaubert, Zola, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Pérez Galdós, Manzoni, etcétera, serían sólo algunos de los más significados pináculos del género, devenidos paradigmas, y en consecuencia imitados hasta la saciedad por las nuevas generaciones, cómodas en las formas canónicas.
La novela pre-decimonónica
Lo que llamaremos “novela pre-decimonónica” es sólo una designación que no quiere postular nada definitivo, al menos en un sentido estricto: meramente acota un límite que la cronología hará bien en fijar, siquiera provisionalmente, entre 1801 y 1900. Esta tentación es ante todo un fastuoso camino lleno de senderos que se bifurcan, de posibilidades que emergen y luego, por un motivo u otro, son abortadas o caen en desuso, hasta que el olvido las pierde, temporalmente o para siempre.


Decir que la forma “novela” apuntaba desde tiempo atrás a una manera determinada (la “manera vencedora” decimonónica, la de Balzac y Flaubert) es desconocer la diversidad y dispersión de un género que no podía calibrarse como tal, como género. Lo que media entre Don Quijote y Jacques el fatalista, por ejemplo, no es tanto una idea fija como el conflicto de las formas que todo diálogo silencioso propicia en el tiempo. El discurso dominante lineal y expansivo de la manera vencedora, de algún modo, estaba poniéndoles el negocio en bandeja a los editores futuros. Pero, ¿qué habría ocurrido de triunfar la manera antitética, es decir, la del discurso fragmentario e intensivo de ciertos autores considerados menores u ocultos? No es serio ni viable predecirlo, acaso porque esta pregunta carece ahora de pertinencia. Casi siempre existió una literatura subalterna o meramente oculta: su invisibilización impidió acaso que cristalizara debidamente. Sirva como ejemplo el caso ya clásico de un Diderot: deja a su muerte una ingente mole de textos inéditos, conflictivos, rebeldes por sistema. La pregunta, obvia, surge con aplastante vigor: ¿cómo iban a poder ver la luz estos escritos anticipatorios?
Breve excurso: la novela post-decimonónica y las vías alternativas desechadas
Pese a lo estrecho de la designación, entenderemos por “vías alternativas desechadas” aquellas escuelas, corrientes o tendencias que, tras conocer un impulso espiritual poderoso “en su momento”, se vieron, tras su posible asimilación, marginadas por las nuevas maneras (condicionadas sin duda por el motor editorial); sirva como ejemplo el caso paradigmático del “Nouveau roman” francés, bien típico de la fiebre experimental del siglo XX, con figuras tales como Robbe-Grillet, Butor, Simon, Sarraute, etc; desde la actual perspectiva, en consecuencia, consideraremos esta corriente “desechada”, no tanto porque no hubiera tenido continuidad en el tiempo como por el agotamiento implícito que suponía su articulación y, así, la proliferación de sus presupuestos en el tiempo.
Democratización del estilo = muerte de la novela
Que las masas han invadido algo que muchos se empeñan en llamar novela es otra de esas evidencias que ponen de manifiesto la muerte de la misma. Esta democratización del género, que a su vez conlleva implícita una democratización del estilo, marca el tránsito entre la muerte de la novela y su putrefacción consiguiente. Todo aquello que la democracia toca con su mano, irremediablemente, está condenado a “morir” nivelado. También la novela, y no tanto por la democracia en sí (indiferente a la novela como obra de arte), como por los canales de difusión que la hacen posible, es decir presente (aquí el emporio editorial, que tiene la penúltima palabra sobre qué “ve la luz” y qué no sale del cajón). Obviamente, las masas tienen la última palabra: ellas, con su gusto dirigido (hoy es la propia industria de creación de consumidores la que se encarga de dirigirlo), deciden qué domina a fin de cuentas.


Esta invasión (el asalto de la novela por parte de las masas, decimos) se ha venido fraguando desde el siglo XIX o incluso antes, con el auge de las lecturas populares (unas lecturas, bien es verdad, que cotejadas con sus homónimas actuales, acusan no pocos valores estéticos, de puro superiores como nos resultan). Eugène Sue o Paul de Kock no son tanto precursores llamativos de esta tendencia como eslabones inconfundibles del proceso al que nos referimos: satisfacen las “necesidades” de un público adicto al folletín truculento, al efectismo lacrimógeno. Las cosas, a decir verdad, han cambiado poco: en nuestro tiempo el folletín ha sido reemplazado por la pornografía encubierta y el sensacionalismo, al tiempo que el efectismo lacrimógeno ha dejado vía libre a otro efectismo mucho más dinámico, de abiertos mecanismos cinematográficos.
Por lo demás, las masas (unas masas que es preciso entender en abstracto, en general) ignoran lo que es una “lectura profunda” (en el sentido nietzscheano del término), meramente leen: lo suyo es saldar una deuda con su tiempo libre (vacío): cubrirlo (llenarlo). La democratización del estilo confirma esta tendencia asentada en la más estricta negación que toda muerte del espíritu presupone.
Del negocio: la novela devenida producto comercial “per se”
Es el resultado final del proceso negador, hoy más que nunca. La idea del editor francotirador y con inquietudes estéticas (p. ej. y por no salir del país, alguien como un Carlos Barral), que se enfrenta a la novela como fin en sí mismo y no como vulgar medio para llenarse los bolsillos, parece haberse extinguido. Y no conviene engañarse: el monopolio de los privilegios y las competencias están en manos de las grandes empresas editoriales, y en este contexto agresivo como pocos, la posibilidad de un pequeño editor con ojo y pretensiones nobles se nos antoja acaso posible, mas no significativa, dado sobre todo el tráfico de libros en el mercado editorial, que de puro saturado apenas deja algún resquicio para respirar a los pequeños editores.
De los “premios literarios”
Tras el grueso de los premios literarios (llámense Goncourt, Strega, Pulitzer, Booker, etc.), mascarada frívola y sin consecuencias reales para la Literatura, no late tanto el interés por reconocer una nueva y pasajera celebridad como por la necesidad de alimentar la rapiña que todo emporio editorial ambiciona para campar en el competitivo mundillo de las publicaciones (en efecto, tras el Goncourt no anda lejos la editorial Gallimard, tras el Strega la Mondadori, etc.) En Occidente conocemos estos premios por docenas: a menudo están dados de antemano (es mucho el interés que está en juego: no hablamos de Literatura, claro, sino de dinero, mucho dinero), y otras tantas son concedidos siguiendo los más dudosos criterios de calidad (como haciéndole creer al público que basta con poner en un jurado elegido a dedo a un crítico de renombre, a una profesora de literatura comparada y a un novelista de moda para justificar su decisión).
Todo este despliegue no es nada serio, a lo sumo una vil operación comercial disfrazada de exquisitez para engañar al respetable. Porque a decir verdad, lo único cierto es que los llamados “premios literarios” suelen apuntar muy bajo, sobre todo cuando están remunerados económicamente con cifras considerables. Su fin último no es otro que llamar la atención de un público de masas sobre una mercancía determinada, para de este modo venderla mejor. Nada nuevo bajo el sol, desde luego. Se me objetará que todo en esta vida agresiva y competitiva que hemos construido es negocio puro y duro, y así es para nuestra deshonra. Pero nunca será lo mismo vender un automóvil flamante “con tapicería de cuero” que hacer lo propio con una “inofensiva” novela: el primero es un objeto utilitario o de lujo, destinado a lo que todos sabemos; una novela, en cambio, o bien puede ser un pasatiempo entre intrascendente y perjudicial para la mente, o por el contrario un salvoconducto para recuperar la dignidad menoscabada. Se podrá tildar de idealista, e incluso de anacrónica esta postura, igual que un moderno cualquiera puede tachar de “obsoleta” la lectura del Don Quijote, y sin embargo, nos preguntamos: ¿hasta tal punto de decadencia se ha llegado en este siglo XXI que ya no es posible asumir el hecho de “leer una novela” como una experiencia total, inefable?
Una lectura profunda y nada más es lo que garantiza la supervivencia de la novela no ya como pieza de arte, sino como salvavidas espiritual. La vida del espíritu nunca debería estar en manos de las franquicias editoriales y de otros tantos autores-peones sin el menor sentido del deber para con ellos mismos -y así, para con el depreciado lector-. Lo que está en juego no es la codicia del calculador editor ni el hambre de fama de cierto autor-peón: lo que está en juego es la vida del espíritu, y con ella la pervivencia de la cultura popular (bien entendida).
La novela, a diferencia de la poesía (el género más selecto y exclusivista de las Bellas Letras), supone el género de los más (la muchedumbre prosaica que necesita alimentarse de historias… pero hacerlo “bien”), y como tal debe respetar unos mínimos de decencia ética y estética que nuestra época sacrifica en aras del efectismo más abyecto y del llamado “marketing” en general. A que esta prostitución se perpetúe y consolide, contribuyen en gran medida los premios literarios, que otrora podían ser considerados fiel reflejo de la literatura de tendencia de una época, pero que hoy apenas hacen las veces de meretrices de un público-masa ávido de novedades.
La inanidad de la crítica actual – Una alianza pactada: emporio editorial e industria cultural
Desde que tuvo conciencia de tal, la genuina crítica literaria siempre estuvo presente, mas no siempre fue visible. Su progresiva invisibilización en los últimos tiempos no es apreciación subjetiva, sino evidencia flagrante. Del suplemento cultural del periódico de turno al universitario seminario de filología henchido de tecnicismo, no dista sino un bostezo huero. Y, si bien es obvio que se escribe en masa una cierta “crítica literaria” (y nunca antes se había vertido en tal caudal), consistente en reseñas y estudios diáfanos (que de puro débiles dejan pasar la luz), no menos obvio resulta el hipócrita fin de la misma, como “crítica preparada”: asentar, fijar, el producto-novela de cara a la galería de potenciales consumidores-lectores.
Esta alianza pactada entre productor (que es el gran editor y no el autor, de puro intercambiable: “lo tenemos repetido por docenas”, piensa el primero del segundo) y difusor (que no es tanto la librería habitual ni la distribuidora sempiterna como las presuntas “publicaciones especializadas”, léase revistas “de literatura”, suplementos “culturales”, etc.) se salda, irremediablemente, en un diálogo de buen tono, cuya insignificancia en todos los órdenes de la vida implica, sistemáticamente, la necesidad de una crítica inane y aséptica, meramente eficiente. Por consiguiente, la “mejor” crítica, para el empresario moderno, no será otra que aquélla que no “obstaculice” el buen curso comercial del producto-novela. Incluso el más ínfimo pastiche será despachado siempre con una catarata de eufemismos, de líneas invertebradas que mueren en su propia inutilidad.


El crítico actual, desde su pretenciosa tribuna, no pronunciará tanto veredictos brutales (a lo Sainte-Beuve) ni ironías sutiles (a lo Baudelaire) como “frases llenas de talento”. No es necesario “pasarse”, le dicen desde arriba sus jefes de sección: “sólo es una novela”. Negocio editorial y “crítica literaria”, por ende, nunca habían estado tan felizmente imbricadas.
Una putrefacción perpetua: el “lector-masa” y el triunfo de la “novela-basura”
Y, al fin, ha terminado por triunfar el diablo. Es una realidad que no podrá negar ni el menos despierto de los mortales con algo de conciencia: la “novela-basura” domina considerablemente los estantes de las librerías del orbe, desde las más relamidas y selectas hasta las más lucrativas y groseras. Así es, y puesto que el asunto nos produce un sopor invencible, pasaremos de largo sobre esta cuestión. Ni que decir tiene que el lector auténtico no perderá nada: muy al contrario, ganará algo de lo que todos andamos bastante escasos: tiempo.
La novela -¿haría falta decirlo?- únicamente puede sobrevivir en las más recónditas y apartadas estancias del espíritu. Su ambiente legítimo -allí donde únicamente puede vivir en plenitud y consumarse- es el Silencio.
