Contra la infame y persistente leyenda negra antiespañola: datos sobre la Inquisición
La infame leyenda negra contra España es un sambenito que parece que nunca nos vamos a quitar de encima, entre otras cosas no sólo porque durante siglos no hemos luchado contra ella, sino peor aún porque fue engendro de traidores españoles y porque hoy son mayoría los también traidores españoles que la siguen alimentado y propagando. Por eso, con la misma tenacidad con que esos mal nacidos nos injurian, nosotros debemos insistir en prodigar la verdad, o sea, la falsedad de dicha leyenda. A continuación sólo algunos breves apuntes o, mejor decir, algunas puyas contra ella en relación con la tan denostada Inquisición.
Sobre la Inquisición.-
Se considera que la Inquisición fue invento neamente español y que fue terrorífica. Pues bien, la primera Inquisición (inquisitio, inquisitionis, «indagación»; derivado de inquirere, «buscar»), se constituyó en el Concilio de Verona de 1184 y su objetivo principal fue la herejía cátara. La segunda Inquisición fue la creada en 1231 por Gregorio IX, actuando en Francia, Italia y Centroeuropa y en España sólo en el reino de Aragón. La tercera Inquisición fue primero castellana y después ya en todo el territorio español, surgiendo a raíz de los problemas de convivencia entre cristianos y judíos.
En 1478, Sixto IV publicó la bula Exigit sincerae devotionis, en la que por primera vez el Papa cedía el control del Santo Oficio al poder civil concediendo a Isabel y Fernando la potestad para elegir a los inquisidores. La Inquisición era un tribunal eclesiástico, y por tanto sólo tenía competencia sobre cristianos bautizados. Por ello, carece de rigor histórico afirmar que el Santo Oficio perseguía, torturaba y mataba judíos, musulmanes y protestantes que no se convirtieron al cristianismo.

En 1486, Torquemada, que había sido organizador de la Inquisición en Castilla, fue nombrado por los reyes y ratificado por Sixto IV como Inquisidor General de Castilla y de la Corona de Aragón. Fue el encargado de redactar el Decreto de la Alhambra o Edicto de Granada, promulgado por los Reyes Católicos: conversión o expulsión. Cuando Granada capituló en 1492, a los musulmanes se les garantizó la tolerancia religiosa, concesión que duró unos 10 años. En 1502 se firmaba la Pragmática de Conversión Forzosa -en Aragón no llegó hasta 1526-, por la que los moros en territorios cristianos, llamados mudéjares, tenían dos opciones: el exilio o la conversión. Los moriscos no empezaron a representar un problema hasta mediados del siglo XV. Estos moriscos vivían con la esperanza de reconquistar algún día la península, apoyados por el creciente poderío otomano en el Mediterráneo y por los piratas berberiscos que asolaban las costas españolas. Esta esperanza, muy real, fue la que alimentó la rebelión de las Alpujarras de 1568, apoyada desde el norte de África y que resistió durante tres años a las tropas enviadas por Felipe II, hasta que don Juan de Austria, al frente de los Tercios, consiguió sofocarla en 1571.
Fue a raíz de la propaganda escrita por el protestante, Guillermo de Orange, cuando la Inquisición española adquirió su indebida mala fama de tribunal monstruoso. En su «Apologie», Guillermo de Orange siente total indiferencia por los judíos, pero critica la Inquisición por acosar a los protestantes españoles. Lo que Orange oculta es que este grupo fue minoritario.
Durante los siglos posteriores, la Inquisición fue disminuyendo su actividad en la persecución de colectivos herejes, ya que los conversos acabaron siendo asimilados por la sociedad tras varias generaciones. Cuando Napoleón llegó a España en 1808 suprimió la Inquisición sólo por considerarla contraria a la soberanía y autoridad civil, o sea a la del emperador.
Los procesos inquisitorial era extremadamente meticulosos y legalistas. Sólo en caso de que finalmente las pruebas fueran suficientes para seguir con la acusación, pero no hubiese forma de que el reo confesase, se podía recurrir, y como caso extremo, al tormento o tortura; algo sin embargo habitual en los procedimientos civiles en los que se empelaba de continuo.

Las penas inquisitoriales, dependiendo del delito, eran espirituales (padrenuestros, retirarse a meditar, humillación pública…), económicas (multas o confiscación de bienes) o físicas (azotes, prisión, galeras o la muerte). A lo largo de todo el proceso, el reo tenía la oportunidad de evitar cualquier condena mediante el arrepentimiento, la abjuración y la reconciliación con la Iglesia. Las únicas tres torturas admitidas por la Inquisición eran la garrucha (provocaba la dislocación de las extremidades superiores), el agua (también llamada toca, que provocaba sensación de ahogo) y el potro (descoyuntar huesos); ninguna de ellas era original del Santo Oficio (se utilizaban desde siempre en la justicia civil) y ninguna de ellas era sangrienta; esto último estaba terminantemente prohibido, además de que en caso de aplicación de la tortura estaba siempre presente un médico. La Inquisición, por tanto, torturaba menos que los tribunales civiles, con menos crueldad y con mayores garantías. En fecha tan temprana como 1533 (con Carlos V en el poder) la Suprema de la Inquisición dispuso que la tortura se aplicase solamente en casos extremos y nunca cuando el delito juzgado podía merecer una pena inferior a la propia tortura.
Las cárceles de la Inquisición eran de dos tipos: aquellas donde se retenía a los acusados en espera de sentencia, normales de su tiempo, parecidas a las de la justicia civil, y las casas de penitencia, donde se cumplían las penas de prisión. Se conocen casos en los que, ante la dureza y crueldad de la justicia civil, el acusado confesaba una blasfemia para que su caso pasase a la Inquisición y así cumplir la condena en sus cárceles, mucho más cómodas que las de la justicia civil. Incluso, dependiendo del delito herético, se permitía el «régimen abierto», en el que los condenados sólo acudían a pernoctar.
Así pues, la Inquisición era más indulgente y compasiva que la justicia civil, no sólo española, sino también europea.


La Inquisición española perseguía herejes, no brujas, que más bien eran consideradas dementes y la brujería una cuestión de superchería y superstición propia de gentes sin cultura. Gracias a esta minuciosidad registral se ha podido estudiar al detalle los sucesos que dieron lugar al proceso inquisitorial de Zugarramurdi y reivindicar la figura de Alonso de Salazar Frías, el inquisidor que actuó como abogado defensor de las brujas (la película sobre el caso es toda ella una completa falsedad). El auto de fe de Logroño (1610) indultando a 18 acusadas de brujería y condenando a seis personas vivas y a cinco fallecidas en la cárcel, tuvo un efecto doble. En la comarca del Bidasoa provocó una sugestión colectiva de brujería, multiplicándose las denuncias y las detenciones. Fue la consecuencia negativa. La actitud de Felipe III desaprobando el proceso del tribunal de Logroño, y la decisión del Santo Oficio de proclamar el indulto para las brujas que confesaran su culpa (1611), fueron el hito positivo en la historia de la brujería hispana. El inquisidor Alonso de Salazar Frías llegó a Navarra para proclamar el Decreto de gracia y realizar una investigación. Durante ocho meses de trabajo interrogó a 1.802 presuntas brujas y comprobó con testigos la inexistencia de los imaginarios aquelarres. También sometió a examen médico a muchachas que decían haber fornicado con el demonio, descubriendo su virginidad, y mandó analizar ungüentos y pócimas maléficas que resultaron ser inocuas. Realizó diversas pruebas y preparó un informe de cinco mil páginas, llegando a la conclusión de no haber descubierto “el menor indicio por el que inferir que se hubiera cometido un solo acto verdadero de brujería”, y recomendando reserva y silencio, “ya que no hubo brujas ni embrujamientos hasta que se habló y se escribió de ellos”. Al año siguiente (1613) quedaron suprimidos los procesos por brujería, fue reconocido el error cometido en Logroño y se dictaron normas reguladoras de la actuación de los tribunales en estos casos. (Roldán Jimeno Aranguren, 2012).
Entre 1540 y 1700, las condenas a muerte se dictaron en un 3,5% de los casos (Gustav Henningsen). Pero sólo al 1,8% de los condenados se les aplicó efectivamente la muerte por hoguera. Los otros fueron quemados en efigie, es decir, a través de un muñeco del tamaño de un ser humano que los representaba porque o habían fallecido, se habían escapado o nunca habían sido capturados. En la mayor ejecución sumarial de la historia de la Inquisición, celebrada en 1680, fueron 61 los condenados a morir en la hoguera, de los cuales 34 eran estatuas en representación de los reos. A tener en cuenta en el caso de ser condenado a la hoguera es que si se arrepintieran y reconocieran su herejía, los condenados eran estrangulados previamente mediante garrote vil evitando así el fuego; posibilidad a la que se acogieron la inmensa mayoría.
Como resumen, además, hoy se sabe documentalmente, que durante los 350 años de su existencia, la Inquisición española produjo sólo 5.000 ejecutados (Geoffrey Parker), lo que supone un 4% de todos los procesos abiertos durante tal periodo. Entre los siglos XV y XVIII en Europa, por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitió una. Cifras mínimas todas ellas si se compara con las de las inquisiciones protestantes en centroeuropa, o sea, con la de los propios herejes sobre los católicos y otros opuestos a su causa.

He leído las palabras de Lutero escritas por él mismo en su propia lengua y os digo que en toda una vida de estudio no he encontrato testimonio de la propia monstruosidad siquiera semejante al de este perro de Satanás. Su odio y el de todos los enemigos de la Iglesia bastaría para aplastar un millón de veces hasta el último de los católicos y no dejar sobre la faz de la tierra siquiera vestigio de nada santo. Un grandioso poder nos protege, bendito sea Dios.
Este odio encarnado que representa Lutero lo tenemos -en los últimos tiempos- dentro del Vaticano.
La maldad y engaño transforma todo lo malo en bueno y lo bueno en malo. La Santa Inquisición fue un instrumento para depurar todo personaje demoledor en la Iglesia, de lo que Lutero y sus seguidores son un claro ejemplo.
Está claro que esta vida es una prueba en que se cribará de todo odio, toda traición y tanta ingratitud para acceder a una vida de amor pleno.
Tan sólo leer las palabras ponzoñosas del monstruo Lutero deja el alma con una herida sangrante. Aunque te cures de ella, deja una cicatriz hasta la muerte. Del mismo modo que el contacto con una persona santa es como un bálsamo para el alma (lo sé porque un día me confesé con un monje bendito de Dios), el contacto con un demonio surte efectos de intensidad análoga pero signo contrario.
Ciertamente el odio que encarnaba Lutero es el de todos los enemigos de Cristo y hace ya tiempo que dominan desde el Vaticano a la gran masa de ciegos con ojos y sordos con oídos. Les faltó poco tiempo para borrar de la misa la oración a San Miguel.