Coronavirus: la sociedad de los no-muertos (y III)
Por enésima vez, en este caso gracias al coronavirus, se ha puesto de manifiesto que España se halla gobernada por un consejo de hombres y mujeres ineptos, doctrinarios y avariciosos…¡¡¡elegidos por el pueblo!!! Políticos que no sólo no saben gobernar el país, sino que no se cansan de provocar a sus ciudadanos ante el consentimiento de la mayoría de éstos, que tampoco se cansan de ponerse a sus pies y aguantar sus humillaciones.
Es prodigiosa la capacidad del PSOE -del frentepopulismo y de sus cómplices, en general- y de sus gobiernos para multiplicar por mil los males de la patria que supuestamente venían a arreglar, y, al contrario, para eliminar todos los bienes. Bajo su gobernanza las cosas siempre van muy mal y además hay una especie de celo para que las cosas vayan peor aún.
Una de las causas de que esto sea así está en que los que tienen la culpa de que las cosas vayan mal se hallan cumpliendo un objetivo, que no es otro que el de que España se derrumbe. Por eso en todos ellos se percibe una resistencia asombrosamente violenta a que las cosas vayan bien. Se empeñan en alcanzar el caos, que es su hábitat natural, y se dirigen al pueblo convenciéndolo de que con su ayuda sacaremos tal caos adelante, que incluso podremos hacerlo más caótico; todo ello en nombre de la democracia y de la libertad, por supuesto.
¿Alguien se imagina que en el siglo XXI una sociedad pueda mantenerse confinada sine die? Si las características del Covid-19 son como nos las pintan, la vida colectiva habrá de permanecer cuasiparalizada, al menos a medio plazo. Y ni individual ni comunitariamente es ello posible sino a costa de una catástrofe capaz de dar la vuelta a la existencia cotidiana tal como la hemos vivido en estos tiempos contemporáneos.
Por eso es de temer que con la misma arbitrariedad con que ahora nos imponen este ostracismo sui géneris, llegue un momento en el que nos permitan retornar a las actividades habituales, sin que los peligros del virus protagonista, según sus cálculos actuales, hayan desaparecido, por supuesto. Y los que ahora se rasgan las vestiduras ante la hipotética asunción de riesgos en el caso de no cumplir el desproporcionado encierro y el desorbitado catastrofismo, tendrán entonces que aceptar los argumentos contrarios sin haber variado ni la etiología ni las circunstancias objetivas.
En nuestra actual coyuntura se reúnen dos fatalidades: la enigmática nocividad global representada actualmente por el Covid-19, y la evidente malignidad nacional constituida por unas Instituciones corrompidas, subyugadas por un Gobierno hispanófobo.
Respecto al primer aspecto, observadores habitualmente bien informados no dejan de comentar que los llenaría de asombro la noticia de que los Rockefeller, los Rothschild y Cía. se contagiaran por estas virulencias anunciadas premonitoriamente cada cierto tiempo mediante los cauces informativos al uso. Y que, al contrario, verían lógico que esa elite escogida estuviera en posesión previa de las correspondientes vacunas. Vacunas, cuyo descubrimiento sólo se anunciarían en el debido instante, una vez concluido el experimento programado.
La ciudadanía, en general, no quiere asomarse a los horrores del sistema para no verse reflejada en ellos. Por eso, aleccionada por sus mentores, suele protegerse tachando de conspiranoicos a quienes, en vista del hermetismo con que actúan los mandarines de dicho sistema a la hora de esclarecer estos misterios de diseño, piensan que las casualidades no existen, al menos como nos las intentan mostrar.
Y la elite de la plutocracia trasnacional, bien conocedora de la dejadez del vulgo, se aprovecha de su insensibilidad o de su ignorancia. Y no cesa de hacer desfilar por la pasarela a fetiches o voceros insustanciales -incluidos monarcas y pontífices-, para mantener abducido al rebaño mediante dosificadas dosis de buenismo y de solidaridad, es decir, de hipocresía.
Y en cuanto al segundo aspecto, el nacional, ya vemos cómo la propaganda de los falsarios cuenta los difuntos como el avaro sus monedas, y cómo multan y estigmatizan a quienes las autoridades, gracias a unas normas incongruentes y anunciadas a destiempo, señalan con el dedo como potenciales culpables del estrago por su negligencia. ¡Y los que multan y anatematizan son precisamente los que, por intereses partidistas e ideológicos, contribuyeron a la mortandad permitiendo y publicitando la masiva manifestación del pasado día 8 y, a más inri, no respetando personalmente las obligadas cuarentenas!
No sólo eso, sino que para rentabilizar la catástrofe y sus propios errores, los socialcomunistas y sus cómplices, que llevan toda su vida con la gasolina y las cerillas, tratarán de hacernos creer que son los bomberos. Pero no son los bomberos, sino los incendiarios, y no van a acabar con el fuego ni van a dejar de especular con los cadáveres porque su naturaleza se lo impide. Y no puede ser de otra manera, pues es imposible que los causantes del daño sean los creadores del remedio.
El caso es que el coronavirus ha removido ahora el mefítico ambiente que ya respirábamos y por todas partes impera una grave sospecha y, lo que es peor, un olor de corrupción, de materias descompuestas. Y con tal hedor y tal inquietud, los más avisados concluyen que está muriendo en Occidente –si no ha muerto ya- todo lo que es noble, puro y amable.
Que nuestra sociedad es una ciénaga, y que todo el horrendo y triste olor de la ciénaga corresponde al repugnante olor de quienes han venido acumulando el fango, es decir, de los políticos abominables, de los jueces y periodistas venales, de los educadores e intelectuales rastreros. Y también al nauseabundo olor del pueblo con espíritu de esclavo que los tolera y elige.
La mayoría del pueblo español, inmersa como se halla en sus problemas cotidianos, e incapaz durante todas estas décadas de vislumbrar otro horizonte distinto al del día a día, no ha sentido necesidad sincera de cambiar las cosas, carente como está de rebeldía ante su derrota, ante su esclavitud virtual. Al menos eso era así hasta la llegada de este nuevo acontecimiento perturbador. Y desconozco si la tendencia variará a partir de ahora.
Lo cierto es que, hoy por hoy, apesadumbra la veleidad del pueblo en los asuntos públicos, la ligereza con que deja en manos de irresponsables o traidores el destino de una nación o de una tarea común. Es desconsolador comprobar la indiferencia con la que acepta las arbitrariedades de los perros guardianes, cómo facilita la ambición desmedida de los impostores, cómo otorga su confianza a los más alevosos y les permite medrar hinchados de jactancia, displicencia e impunidad.
Luego llegan, por supuesto, las consecuencias. De la mano de los graves disparates vienen los abusos, el empobrecimiento, la injusticia, el paro, la miseria, las guerras… y ante lo irreparable, incapaces de comprender o asumir su propia insensatez, es posible que vuelvan a dejar impunes a los saqueadores y que, en el peor de los casos, permitan incluso que el fanatismo totalitario acabe buscando entre los más críticos o más débiles una víctima a quien inmolar en nombre de una catástrofe de la que, sobre todo, ellos -unos y otros- son culpables.

Que cada palo aguante su vela, como debe ser.