La crítica más antigua a la democracia

El primer autor del que tenemos noticias acerca de una crítica a la democracia es un ignoto aristócrata ateniense conocido como el Pseudo Jenofonte, quien allá por el año 424 a. C. escribió un breve texto conocido como República de los atenienses. En este opúsculo de unas veinte páginas, el autor va a desarrollar una serie de argumentos que luego se repetirán a lo largo del tiempo por 2.500 años. Pero, al mismo tiempo, aducirá, por primera vez en la historia, razones sociológicas para explicarla. Cuánto aprovecharían, y nos harían aprovechar, los sociólogos contemporáneos con su lectura.
Y así comienza en la primera línea afirmando que con la democracia los plebeyos sustituyen a los mejores (aristócratas); y en todo el orbe, la parte mejor se opone a la democracia, porque entre ellos existe un mínimo de indisciplina y maldad y un máximo de rectitud para las virtudes, mientras que en el pueblo reina grandísima ignorancia, desorden y vileza, pues les inducen al vicio: la pobreza y la falta de instrucción que se dan por la falta de dinero.
Es por ello, concluye su razonamiento, que los aristócratas ejercen en democracia, preferentemente la carrera militar, costeando su propio armamento, como en el caso de los hoplitas (soldados de infantería). «En cambio, cuantas magistraturas proporcionan remuneración y provecho para el propio peculio, esas son las que procura ejercer el pueblo» (I, 3, in fine). Si bien a una mentalidad democrática como la nuestra de hoy día este razonamiento le resulta reprobable, no podemos dejar de destacar que la pseudo democracia que reina en todo el mundo es más un sistema de adquisición rápida de riqueza por parte de los actores políticos, que un sistema de gobierno para los intereses del pueblo.

El nuevo orden político en Atenas, o sea, la democracia, cuyo primer antecedente es Clístenes 507 a. C., se continúa con el caudillo popular Efialtes en el 462 a. C. y se consolida con Pericles en el 447 a. C., ofrece los cargos públicos a todos los ciudadanos, pero los aristócratas y nobles participan en aquellos donde se necesitan las antiguas virtudes que dan el parentesco, la educación y la riqueza, en tanto que los pobres –artesanos comerciantes y obreros– se reservan los cargos remunerados. Pericles pagaba su poder político a la mayoría con el presupuesto del Estado. Y por primera, vez Atenas impuso tributo a los otros estados griegos sometidos, cerca de 200. Da comienzo a lo que se llamó el imperialismo ateniense. Imperialismo, poco y mal estudiado, hasta el punto de que Werner Jaeger en su Paideia le dedica un último capítulo «Tucídides como pensador político» al describir la crueldad con que tratan a los Melios, quienes afirman frente a los atenienses: «Ustedes vienen a ser jueces de su propia causa. El derecho, tal como va el mundo, es solamente una cuestión entre los iguales en poder, así, mientras que el fuerte hace lo que puede, el débil sufre lo que debe. Ustedes nos mandan dejar de lado el derecho y hablar solamente de su de sus intereses». Los Melios terminaron masacrados.
Comprobamos, una vez más, como el pensamiento políticamente correcto no sólo se aplica a los sucesos contemporáneos, sino también a los antiguos y muy antiguos como, es el caso de la democracia ateniense loada en todos los manuales de historia.
Así, los pobres, como lo expresa el Pseudo Jenofonte, siendo dueños del poder, lo conservan en sus manos para su propio bien; de ahí que la democracia derive, necesariamente, en demagogia según la tesis de Platón. El déspota es la figura con que concluye el ciclo de la decadencia democrática.
Con gran objetividad el Pseudo Jenofonte observa que la democracia no puede actuar más que como actúa, pues la prepotencia del número y la igualdad democrática tienen por consecuencia necesaria a la impotencia de los buenos y el dominio de los malvados. Es que los malos pasan inadvertidos en una ciudad democrática. En definitiva, la democracia no puede mejorarse. Y si obra como obra, según lo descrito, es porque esa es su naturaleza.
Aquí reside el poder de los demócratas, a los que no les interesa la mayor o menor justicia del sistema, sino la defensa de sus propios y mezquinos intereses. Y el autor, al no contar con una alianza de los aristócratas, ve imposible sacarlos del poder. Su consejo es: no conspirar contra el demos pues no sirve de nada, pero tampoco trabajar con el demos pues solo es útil a la canalla.
Esta desengañada opinión del Pseudo Jenofonte se apoya en su constatación empírica de carácter sociológico: que el poder de la antigua Atenas que se apoyaba en la riqueza territorial, en el ejército de tierra y en el concepto de buena ley; con los años se desplazó del campo a la ciudad y de esta al puerto, al convertirse a Atenas en una potencia naval, un imperio talasocrático donde los pobres son los que tripulan, fabrican y conducen las naves. Dejó de ser un país agrícola para transformarse en una polis de comerciantes y marinos.
El dominio del mar ha introducido modalidades de bienestar por contacto con otros países; cual oír otras lenguas se dan distintos términos de unos o de otros; respeto de los sacrificios y festividades, quedó el festejo las ciudades y no en manos privadas como antes. En definitiva, el dueño del mar se reserva para sí transportar a unos ciertas cosas y otras a otros, reservándose para sí el uso de todas y cada una: «de un país la madera; del otro el hierro; del otro el cobre; del otro él vino; del otro la cera. Además, no permitirán que lo lleven a quienes son nuestros competidores y si no, no podrán circular por los mares».
Atenas, al ser una potencia talasocrática, tiene abiertos todos los mercados y ninguna isla o ciudad puede colar colocar su productos sin su autorización. Las otras ciudades le venden todo lo que ella necesita para la construcción de sus barcos, a condición de que no lo hagan con un posible competidor, si no se verán sometidas al bloqueo. Nihil novo sub sole.
Artículo publicado en el Nº 212 de Razón Española (fundacionbalmes@yahoo.es / 91 457 18 75)

Nihil novum sub sole, ciertamente.
Solo es necesario observar el estado decadente en que se encuentra cualquier régimen democrático de entre todos los existentes actualmente.
La democracia es solamente una herramienta de orden político, no es la Jerusalén Celestial; ni hace buenos a quienes la usan, por mucho que algunos pretendan convencernos de su bondad intrínseca.