«Crónicas de la Guerra Civil Española», Bobby Deglané
Cuando Ignacio Valenzuela, el superviviente del holocausto del Pozo del Tío Raimundo, en el que hubo tantas víctimas como con el paso de los años habría en el de Atocha 2004, fue puesto en libertad a regañadientes, después de ser huésped del Frente Popular en un par de prisiones madrileñas, las personas que lo protegían lo llevaron en un coche a la embajada de Chile, donde había un funcionario llamado Bobby, «que no se cansaba de hacer cuantos favores podía a los presos». Este Bobby era un periodista deportivo que, aún «teniendo vara alta en las cárceles y entrada en ellas», acabaría por entrar, para quedarse en una de ellas, la Modelo, de la que pasó a la de Alcalá de Henares. Su nombre completo era Roberto Deglané Portocarrero, había nacido en Iquinque en 1905 y llegado a Madrid en 1934, donde, con el nombre de Bobby Deglané, no tardó en hacerse popular con sus crónicas radiofónicas de lucha libre, en la que alguna vez, para su mal, hizo de árbitro y salió trasquilado. El Movimiento Nacional lo sorprendió en Madrid, donde fracasó, y algunas embajadas, entre las que sobresalió la chilena, acogieron a los que temían por su pellejo. Deglané acudió a la embajada de su país y se puso a ls órdenes del embajador Múñez Morgado, que lo nombró consejero de la Embajada y, desde ese puesto, colaboró en sus actividades humanitarias con una eficacia directamente proporcional a su popularidad madrileña. Es posible que, a juicio de los responsables «gubernamentales», como entonces se decía, pecara de «exceso de celo», y el 6 de noviembre fue detenido en la esquina de Marqués de Urquijo con el Paseo de Rosales, como refiere Marino Gómez Santos en la entrevista que la haría, pasados los años, en el diario Pueblo. La única alusión que él hace a su encarcelamiento es una crónica en la que un alto y temible «responsable2 de la cárcel complutense lo nombra poco menos que delegado suyo. Este hombre temible, gallego por cierto, llega a sentarlo a su mesa, le dice que «Bobby» es un nombre de perro y acaba pidiéndole que le dé clases de inglés; llega incluso a confesarle que los presos le tiene miedo y es que no saben que siente por ellos «una enorme lástima». Bobby circula entre las galerías de la cárcel con la misma soltura que por los pasillos de la embajada y, es de suponer, por los buenos oficios de los diplomáticos de su país, vuelve a ser puesto en libertad. Al salir, uno de los presos enrejados le despide con un «¡Viva España!» al que él contesta con un estentóreo «¡Arriba España!». Uno de los funcionarios que lo acompañan comenta: «Parece que haces méritos para quedarte…» Y es que, según afirma de sí mismo, Bobby, al entrar en la cárcel, era apolítico y en ella se hizo falangista. Antes de salir de la cárcel, el 8 de diciembre, está a punto de ser víctima de las masas, indignadas por un bombardeo nacional, pero ya el benemérito «Carrillin», como le llamaba mi viejo amigo Saborit, había sido sustituido como Delegado de Orden Público por el anarquista Melchor Rodríguez, que impidió el desafuero. Ya en la embajada, aprovechó para contraer matrimonio con su novia Pilar en una comisaría de la calle Leganitos, y es el propio Melchor Rodríguez el que le aconseja a Núñez Morgado que lo saque cuanto antes de Madrid. En la primavera del 37 sale para Alicante en un auto de la Embajada y, una vez en San Sebastián, empieza a trabajar en el semanario Fotos.

Sin más armas que una Leica, como en el otro bando Roberto Capa, vuelve a su añorado Madrid, que ahora ha de contentarse con ver desde la Fundación del Amo, o de lo que queda de ella, en la primera línea de las fuerzas sitiadoras. Nueve años tenía el que esto escribe cuando en el verano de 1940 recorrió aquel laberinto de zanjas y edificios derruidos que había sido la Ciudad Universitaria con cuidado de no pisar fuera de los senderos indicados por los guías de turismo. Ese laberinto de trincheras que separaba la España nacional de la España roja lo describe con todo pormenor el joven cronista chileno como un entramado inextricable en que las posiciones de unos y otros llegan a estar a distancias inverosímiles. El espectáculo le hace pensar en algo que más de una vez le oí a mi madre, el caso de las niñas de la calle de Hilarión Eslava, que desaparecieron las tres un mal día de 1924, precisamente en aquellos suburbios y desmontes de Argüelles y La Moncloa. La maraña de las trincheras le daba la impresión a cierto psiquíatra de la época de que aún se seguía buscando a las niñas desaparecidas.

El tono general de las crónicas, ilustradas con instantáneas, es en general optimista y positivo y no se limita a glosar los escuetos partes de guerra, sino a fomentar algo que ya en su día me comentó otro combatiente, el poeta Luis Rosales, a saber, la moral de combate de los nacionales, algo que incluso llegaron a reconocer sus adversarios, admirados de sus resistencia a ultranza cada vez que el adversario parecía estar a punto de arrollarlos. Más que levantar, el cronista contribuye a sostener la moral del combatiente. Las escenas a las que asiste están descritas no sólo con acierto, sino con entusiasmo. Con ese entusiasmo lo mismo está descrita la lucha en el Hospital Clínico, que la reconstrucción de un rostro humano por un genio de la cirugía plástica como Eastwen Sheeban, veterano de la guerra del 14, que las proezas de García Morato. Yo entiendo que desde un presente antiheroico como el actual, en el que el héroe y el mártir no tiene buena prensa, se le pongan pegas a este tipo de periodismo hasta el punto de ingenuidad de criticar la censura militar a la que está sometido el cronista. A esto cabe achacar que al hablar de un jefe o de un oficial no dé nombres y, de hecho, aparte de los mencionados Sheenan y García Morato, el único general al que se le llama por su nombre es al Mizzian, en la semblanza que le dedica. Al propio Varela lo describe sin nombrarlo. Bobby Deglané, Leica en ristre, no se limita a la contemplación de las inaccesibles calles de su añorado Madrid, sino que sigue las tropas en su doble misión de animarlas y de contar lo que los partes oficiales denominan «rectificaciones a vanguardia», de ahí el optimismo de unas crónicas que no tiene nada que ver con las desmoralizantes de un remarque, por ejemplo, reprobadas por cierto por Dionisio Ridruejo, otro de los pocos nombres que aparecen en estas páginas por su actividad en relación con las Centurias de Trabajo de Falange. De hecho, el excelente prologuista le censura al cronista su triunfalismo, pero eso no es culpa suya, sino de los combatientes nacionales, menos avezados que sus enemigos a «rectificar a retaguardia». También, y eso es lógico, le concede que reconozca la bravura de los combatientes rojos para así resaltar aún más la de los vencedores, sin perjuicio de descalificarlos ideológicamente. Algo de eso es lo que hizo el Caudillo cuando dijo que la segunda infantería mejor del mundo era la roja, porque también estaba integrada por españoles. Yo me he ocupado algo de la aportación a la contienda de los poetas de ambos bandos, y puedo decir que nada de lo que Deglané diga en desdoro de los rojos se puede comprar con las bestialidades sin paliativos que poetas de talento como Hernández, para no ir más lejos, llegaron a escribir contra la España que no les gustaba.

Deglané no se limita al frente de Madrid, donde nos habla de las treguas en los tiroteos, del cruce de, más que saludos, señales de vida entre adversarios; de momentos de expansión como la visita de Perico Chicote al frente con un cargamento de cocktails y una hueste de camareros, o la becerrada benéfica de Villaviciosa con intervención de Marcial Lalanda y Manolo Bienvenida, sino que recorre otros frentes y explora cumbres expugnadas como el Alto del León o ríos en los que le fuego ha rivalizado con el agua tanto o más que en el Manzanares, como el Tajo desde el Puente del Arzobispo al Puerto de San Vicente, como el Cinca y su cinturón de hierro o la cabeza de puente de Mora del Ebro, la gran batalla decisiva, la llegada al mar por Vinaroz y Nules en ruinas, etc. Sin embargo, Madrid es su obsesión y llega al punto de que adelantarse a las tropas, saltarse los atrincheramientos y las barricadas que aún quedan en pie, internarse en la ciudad que tanto ama y tan bien conoce con la suerte de verse acogido con alegría por la gente que se ha echado a la calle. Va por supuesto a la embajada de Chile, que abre sus puertas para que salgan los últimos refugiados nacionales y entren los primeros refugiados rojos. Entre éstos iba por cierto alguien con el que llegaría yo a tener gran amistad: el poeta sevillano Antonio Aparicio, que hizo la guerra con las huestes del Campesino, y me contaba cómo una vez él y sus compañeros de encierro tuvieron que aguantar la puerta que querían derribar unos falangistas con las intenciones que es de suponer. Hoy por tí mañana por mí.
Para Razón Española, núm. 220
