De la mayoría de edad de Alfonso XIII a la dictadura de Primo de Rivera (1902-1923)
1.- Los primeros años.
El 17 de Mayo de 1902, al cumplir los dieciséis años y declararse su mayoría de edad, el nuevo rey, Alfonso XIII, asumía la Corona de España y juraba la Constitución vigente que había sido redactada bajo el gobierno liberal de Cánovas del Castillo. El reinado de Alfonso XIII, que había sido educado en las ideas liberales, comenzaba bajo el signo que le iba a ser característico: una marcada y creciente inestabilidad y agitación política y social radicalmente polarizada, existiendo ya nada desdeñables sectores que perseguían el derrocamiento de la monarquía.
La Monarquía se sostenía, como venía haciendo desde finales del Siglo XIX, por dos fuerzas políticas: el Partido Liberal y el Conservador. En realidad ambos eran liberales, sólo que aquél más radical y éste más moderado. Por ello, podemos calificarlos de «monárquicos», pues no en balde procedían de la Restauración y eran el sostén de la monarquía; ambos, además, sostenían dicho sistema porque en él venían disfrutando del monopolio del poder, por lo que estaban interesados en seguir manteniendo el status quo vigente. Pero estas fuerzas no eran tan sólidas como pudiera pensarse. Cada día su líderes y dirigentes se alejaban más de la realidad, lo que unido a su manifiesta incapacidad y corrupción provocaba su creciente e imparable desgaste y descrédito; y con ellos el de la propia monarquía a la que sustentaban. Aunque el Partido Conservador, bajo el liderazgo de Antonio Maura, lograría mantener durante este periodo aun buenos niveles de cohesión interna y de fidelidad de sus votantes, no ocurrirá lo mismo con el Liberal que, tras la muerte de su máximo dirigente, Praxedes Mateo Sagasta, en 1903, al no encontrarle repuesto comenzará un lento pero irreversible proceso de dispersión que terminará por aniquilarlo. Todo lo anterior hará que la monarquía se resienta al irse quedando paulatinamente huérfana de apoyos. Lo que sucedía demuestra que los liberales, cuyo origen estuvo en las ideas revolucionarias francesas y en la Constitución de 1812, que de una forma u otra venían ostentado el poder durante la mayor parte del Siglo XIX, habían fracasado estrepitosamente en lo político, en lo social y en lo económico, estando ahora tal experimento al borde del agotamiento, lo que abría la puerta a las nuevas corrientes ideológicas revolucionarias que, alimentadas por ese fracaso, iban a superar con creces a los liberales en radicalismo.


Frente a los partidos monárquicos, los anti-monárquicos no dejarán de dar pasos firmes y decididos hacia su consolidación y expansión. En ese mismo año de 1903 se creaba la Unión Republicana bajo la presidencia de Nicolás Salmerón, teniendo a Joaquín Costa como principal motor intelectual; el objetivo era que, dada la situación que se vivía con la monarquía, a la cual se hacía responsable de todos los males, la única solución que podía poner remedio –y que además, según ellos, lo pondría de inmediato con tan sólo proclamarse– sería su abolición y sustitución por una república.
Otra amenaza para la monarquía la constituían el pujante anarquismo y el PSOE, bien que cada uno por libre y aun sin contacto con la corriente republicana antes citada, persiguiendo ambos un proyecto más ambicioso y revolucionario que la mera sustitución de un régimen, el monárquico, por otro, el republicano, pues ambos pretendían una revolución en toda regla que diera al traste con todo lo hasta ese momento conocido para sustituirlo por un orden nuevo totalmente distinto; fuera el movimiento asambleario anarquista o la dictadura del proletariado marxista.
Así pues, con el Rey recién estrenado, sustentado por un sistema caduco y en franco declive, en España tomaba forma concreta la lucha entre monarquía, república y revolución, que ya no cesará hasta la caída de la primera en 1931.
La inestabilidad va a ser la nota dominante del complicado y complejo panorama político español de comienzos del Siglo XX. Por ejemplo, durante los primeros años de reinado de Alfonso XIII se suceden los gobiernos de Mateo Sagasta (1902), Francisco Silvela (1902), Raimundo Fernández Villaverde (1903), Antonio Maura (1903), Marcelo de Azcárraga (1904), Raimundo Fernández Villaverde (1905), Eugenio Montero Ríos (1905), Segismundo Moret (1905), José López Domínguez (1906), Segismundo Moret (1906), Antonio Aguilar y Corre (1906), Antonio Mura (1907-1909); como se ve todos de cortísima duración a excepción del último citado que se denominó el «Gobierno largo» porque sobrevivió ¡dos años! Prueba elocuente del declive de la monarquía y del fracaso del liberalismo decimonónico.


En 1909, el Presidente del Gobierno de turno designado por Alfonso XIII era de nuevo Antonio Maura, líder del partido “Conservador” –incipiente “derecha”–, opuesto al otro partido reconocido en la Restauración que era el “Liberal” –que por contraposición a aquél podríamos calificar de “izquierda”–, dirigido por José Canalejas; pero ambos, volvemos a repetir, partidarios de la monarquía como forma de gobierno y liberales en sus respectivos idearios. La situación, como puede verse, distaba mucho de ser normal y mucho menos mínimamente estable, siendo tres los obstáculos principales:
* La propia inestabilidad y división existente en el seno de los dos partidos mayoritarios –el conservador y el liberal citados–, únicos apoyos de la Monarquía, agrupados ambos en torno a unos cuadros dirigentes constituidos invariablemente por miembros de las clases más altas de la sociedad, dándose la paradoja de que en sus filas se amontonaban muchos títulos nobiliarios, intelectuales y profesionales liberales como abogados, ingenieros, médicos, etc. Estos partidos sufrían ya para este año el deterioro propio del endémico individualismo español, pues en el seno de ambos existían sectores con tendencias más o menos excéntricas, liderados a su vez por prohombres cuya ambición les impulsaba a continuas revueltas contra sus propios líderes en busca de la satisfacción de su desmedido afán de protagonismo e intereses personales pecuniarios, lo que provocaba enfrentamientos, rencillas, envidias y traiciones cuya consecuencia era una profunda desunión, causa principal de su futuro “suicidio político” al volcar sus miserias personales en sus seguidores, confundiéndoles y dividiéndoles a su vez.
* Las nuevas tendencia republicanas que, aunque aún de carácter casi puramente intelectual, comenzaban a calar en grandes sectores de la población –principalmente del pueblo llano más sacudido por las dificultades económicas, las cuales achacaban a la monarquía–, persiguiendo implantar sus ideas siguiendo modelos copiados en buena medida de sus homólogos europeos.
* Las ideologías emergentes marcadas por un profundo y radicalizado ideario social y revolucionario, principalmente los anarquistas –ya muy consolidados– y los socialistas en plena actividad expansiva.
Todo lo anterior se veía también, y además, influenciado por un marco general internacional de decrepitud y caducidad –especialmente en Europa–, tanto de las monarquías, como de las democracias parlamentarias, que en los comienzos del Siglo XX daban verdaderos y reales síntomas de agotamiento, debilidad y falta de capacidad para solucionar los graves problemas de la sociedad sumergida a constantes y veloces cambios estructurales, sociales, políticos y económicos.
Durante estos años se acusa un notable desgaste, falta de ideas, inteligencia, visión de futuro y liderazgo por parte de los partidos monárquicos –conservador y liberal–, que les tendrá continuamente en jaque, imposibilitándoles para el ejercicio del gobierno y la adopción de medidas eficaces para la solución de los problemas de la nación. Al tiempo, y por lo anterior, si ya de por sí ofrecían una imagen penosa y fatal, como de sin solución, ante la población adicta, no digamos ya ante la contraria, es decir, los republicanos y más aun los nuevos revolucionarios para los cuales no pasarán desapercibidos tales defectos y debilidades, no desaprovechando ninguna oportunidad para manipular hábilmente los problemas nacionales a fin de ganar adeptos y subvertir el ordenamiento establecido, socavar todo tipo de autoridad y crispar constante y profundamente la convivencia entre los españoles conscientes de que “a río revuelto ganancia de pescadores”; mientras, y por el contrario, impondrán en sus propias estructuras una férrea disciplina y organización, concretarán hasta lo indecible sus objetivos y harán gala de una absoluta falta de escrúpulos para lograrlos mediante el uso de cualquier método, legal o ilegal, pacífico o violento.
Como muestra de lo dicho reseñemos que en el periodo que analizamos –1902 a 1923–, España llegará a tener más de treinta presidentes del Gobierno e incontables ministros ¿Cómo puede una nación gobernarse, progresar y aprovechar sus oportunidades y energías, si en veintiún años la jefatura del Gobierno cambia de manos con una periodicidad inferior a la anual? Fue raro el Presidente y Consejo de Ministros que dura trescientos sesenta y cinco días. Se da incluso el ridículo caso de un Presidente que estuvo al frente del Gobierno menos de un mes. Tales gobiernos y presidentes eran, además, prácticamente los mismos, ya que por el sistema político característico vigente de la Restauración –la alternancia de los dos partidos monárquicos–, el Rey nombraba al Presidente del Ejecutivo sólo entre ellos –conservadores o liberales–, previas consultas con los líderes de ambos, la correspondiente disolución de las Cortes y convocatoria de elecciones generales. Tal sistema, si bien había funcionado con cierta eficacia y garantía durante el último cuarto del siglo XIX, ya no lo conseguía, pues resultaba artificial y alejado de la realidad del momento. Vemos por ello que por la presidencia del Gobierno pasan una y otra vez personajes –hemos citado más arriba sólo algunos– que viven totalmente alejados de la realidad y desconectados de las necesidades y evolución de la mayoría de los españoles, ocupados sólo en mantener sus respectivos estatus personales y partidistas.
La acusada inestabilidad política dará alas a la agitación social que republicanos y revolucionarios trasforman en marcada inseguridad pública, de forma que si ya de por sí la Monarquía acusaba una evidente debilidad y desnorte, el acoso de los grupos anti-monárquicos y el uso por ellos de la subversión como herramienta favorita ahondará aun más esa debilidad e inconsistencia; alimentada también por el miedo de los gobernantes de turno a utilizar a las fuerzas de seguridad convenientemente para hacer cumplir la ley, sólo por no dar bazas a su oponente político. Debido a ello, en ese mismo corto periodo de tiempo citado se registrarán dos magnicidios –serán asesinados José Canalejas (1912) y Eduardo Dato (1921)–, varios intentos de asesinato del Rey –el más importante, el 31 de Mayo de 1906 en la calle Mayor de Madrid, cuando un anarquista lance una bomba al paso del carruaje nupcial al término de la boda del rey con Victoria Eugenia de Battemberg, logrando ambos escapar ilesos de milagro–, múltiples atentados terroristas de diversa consideración, el exponencial aumento del pistolerismo, constantes huelgas salvajes y varios conatos revolucionarios, entre los que destacarán la “Semana Trágica” de Barcelona en 1909 y la revolución socialista de 1917. Todo tenderá al acoso del régimen monárquico y la subversión del orden establecido cuya reconocida caducidad e inoperancia no justificaba su destrucción violenta y derribo estrepitoso, pues tales formas sólo podían desembocar en enfrentamientos civiles. Si un régimen político deja de ser efectivo, debe cambiarse, pero siguiendo las pautas lógicas que exigen y facilitan las leyes pues, de lo contrario, a nadie puede extrañar que todo acabe arrastrando a unos y a otros al pozo más profundo y grave como puede ser una revolución o una guerra, máxime si se tiene en cuenta que, a veces, la caducidad o inoperancia de un régimen o sistema político no es propia, sino provocada precisamente por aquellos que se la achacan. En estos casos la estrategia es clara: digo que eres torpe porque te has caído, pero omito decir que se debe, en parte, a que te he puesto la zancadilla.
Otro asunto que va a dividir, crispar y generar aun más tensión si cabe en la vida diaria y política de España es el inicio de la guerra en el protectorado español de Marruecos. Dicho conflicto adquirirá especial protagonismo a partir de 1909 cuando rebeldes rifeños asesinan a varios trabajadores españoles. Como todo en la España de principios del Siglo XX, la guerra en Marruecos será de inmediato utilizada por unos y otros como nuevo campo de enfrentamiento político, sirviendo de arma arrojadiza según quien esté en ese momento en el gobierno. Ni que decir tiene que los incipientes republicanos, así como los grupos revolucionarios, es decir, anarquistas y socialistas, volcarán su demagogia y sus habilidades agitadoras y anti-españolas en favor de su estrategia subversiva y de socavamiento de la autoridad, excitando las pasiones no sólo en contra del Gobierno de turno, sino también para minar la unidad y el prestigio del Ejército y de la Armada, sin importarles tampoco la imagen exterior de España. Tales actividades aumentarán la debilidad y falta de rumbo en la política de defensa con consecuencias dramáticas al materializarse en terribles descalabros militares como el conocido “Desastre de Annual” en 1921, así como el innecesario alargamiento de la guerra, lo que elevará el número de sus víctimas; algo que a los citados revolucionarios poco o nada les importaba, pues antepondrán siempre sus intereses políticos y de poder sobre cualquier otra circunstancia, incluso las vidas de nuestros soldados.

Junto a lo anterior, en este periodo, por si faltara algo, y sin duda debido también a la debilidad e inestabilidad general, irán tomando cuerpo y consolidándose en diversos sectores de la ciudadanía catalana y vascongada sentimientos secesionistas que son rápidamente capitalizados por grupos radicales cuya única razón será el odio visceral e irracional a España; ya en 1898, Sabino Arana, ideólogo del secesionismo vascongado felicitaba a los Estados Unidos por su victoria sobre España en Cuba, mientras que, como veremos, durante la «Semana Trágica» de Barcelona serán también habituales los gritos de ¡Viva Cuba independiente! Tales ideas y corrientes de opinión, hábil y decididamente manipuladas por sus dirigentes, crecidos por la constante situación de crisis de poder, falta de autoridad, inestabilidad política y escasez de ideas y de voluntad de los partidos monárquicos, aprovecharán el momento para intentar llegar hasta las últimas consecuencias, es decir, la secesión de dichas regiones, añadiendo un nuevo e importante factor de inestabilidad y agitación política y social, llevando la situación a comienzos de los años veinte a un nivel tal que no es de extrañar que desembocara en el golpe de Estado del Gral. Miguel Primo de Rivera en 1923.

Asistimos pues, durante el primer cuarto del Siglo XX, a la definitiva materialización de la anti-España, cuyo origen estaba en el liberalismo del XIX y que quedará constituida por republicanos, anarquistas y socialistas, así como de los separatistas; a partir de 1921 también los comunistas, hijos desgajados de los socialistas que de la mano de Dolores Ibarruri, en pocos años conocida como «La Pasionaria», se separan del PSOE durante su III Congreso Extraordinario y, con el nombre de Partido Comunista Obrero Español –poco después ya sólo Partido Comunista de España (PCE)– se integrarán en la III Internacional Comunista bajo control y disciplina soviética.
Enfrente de esta anti-España declarada sólo había unos partidos liberales cuyo concepto de España lo era tan inconsistente que poco o nada podían oponer a aquellos, lo que unido a su manifiesta ineptitud les abocará a su propia destrucción. La consecuencia de todo ello no podía ser más que la desorientación absoluta de los españoles, su división y radicalización: los que se sentían españoles de verdad, orgullosos y herederos de nuestra fe e historia, vagarán huérfanos a la espera de quien los agrupe y dirija para evitar el caos y la desaparición de España; los que militarán en la anti-España, renegando de nuestra fe y historia, ciegos, buscarán poner en práctica sus teorías utópicas sin medir las consecuencias.
2.- Agitación social: la “Semana Trágica de Barcelona» y la Revolución socialista de 1917.
Sería largo enumerar todos los incidentes sociales luctuosos acaecidos durante estos años del reinado de Alfonso XIII dado su abrumador número y gravedad; además, serán ya tónica general de la vida cotidiana de España hasta 1936, marcando uno de los periodos más violentos y de mayor inseguridad de toda nuestra historia, haciendo la vida diaria imposible, por lo que nos referiremos únicamente a los más destacados. Puede sin embargo el lector interesado echar un vistazo a las hemerotecas para comprobar, con imparcialidad y total seguridad, lo dicho.
Principal evento de agitación fue la denominada “Semana Trágica de Barcelona», movimiento revolucionario de inspiración y ejecución práctica y mayoritariamente anarquista, que tuvo lugar del 11 al 15 de Julio de 1909, localizándose fundamentalmente en la ciudad condal por dos motivos: en ella el anarquismo había arraigado profundamente en ciertas capas de la sociedad –en especial la obrera procedente de la emigración andaluza– y porque estaba el puerto desde el que iban a partir los barcos que transportaban los primeros contingentes de tropas enviados a Marruecos para reforzar con urgencia a las allí estacionadas una vez iniciado el conflicto marroquí.

Entre el 1 y el 9 de Julio de 1909 se registran sendos ataques contra los trabajadores que construían un ferrocarril minero a las puertas de Melilla, actos de agresión que señalaban el comienzo de una insurrección mora que rápidamente se extendía por todas las tribus de la zona. Como reacción, el Gral. José Marina Vega, Comandante General de la plaza, decide iniciar una campaña para castigar a los autores de los ataques y pacificar a los rebeldes. Pero la amplitud de la insurrección rifeña se descubre enseguida mayor de los sospechado, logrando los insurrectos poner en graves aprietos a las fuerzas españolas que sufren serios descalabros –con numerosas bajas incluso de altos mandos– en el Barranco del Infierno, el Barranco del Lobo y el Monte Gurugú, este último bastión rebelde desde el que se domina la ciudad de Melilla a la que someten a la acción directa del fuego de sus armas.

Por todo ello, se precisan urgentes refuerzos que atiende el Gobierno de Maura decretando el envío de varios Batallones de los de guarnición en Barcelona que comienzan a embarcar en el puerto de la ciudad condal el 11 de Julio. El hecho es enseguida aprovechado por los agitadores anarquistas, los más organizados y preparados entonces en la ciudad –y algunos activistas socialistas, aunque en mucho menor número–, que se presentan en el puerto y exaltan a la multitud contra tales embarques intentando evitarlos por la fuerza. A partir de entonces, y debido a la lógica intervención de la fuerza pública para contenerlos, comienzan los disturbios que se extienden rápidamente por la ciudad haciendo gala de una violencia feroz, obligando al Gobierno a decretar el “estado de guerra”, así como a reforzar a la Policía, que se ve desbordada, con la Guardia Civil; no obstante lo cual, al verse incapaces ambas fuerzas de controlar la situación, el Gobierno tendrá que recurrir al Ejército.

Tras casi una semana de gravísimos enfrentamientos –durante los cuales los anarquistas no se cansaron de vocear que su objetivo era el derrocamiento del Estado y del orden constituido–, el balance, cuando logra ser sofocada la rebelión, fue terrorífico: 75 muertos entre los revolucionarios y ocho entre los soldados; cuatrocientos detenidos; cientos de heridos de una y otra parte; tres sacerdotes asesinados, más varias decenas de otros y de religiosos heridos; doce iglesias y 52 conventos con sus respectivos templos incendiados; desaparecieron innumerables obras de arte y valiosísimas bibliotecas; se profanaron los cementerios de las religiosas, y después de exhumar los cuerpos, fueron depositados en la vía pública, llegando a producirse escenas dantescas de revolucionarios bailando abrazados a las momias de las monjas del convento de las Jerónimas; varias decenas de tranvías volcados y la construcción de numerosas barricadas con el consiguiente levantamiento del pavimento; un altísimo número de otro tipo de asaltos y violencias.

La Policía detuvo enseguida, identificándole como máximo responsable del levantamiento, a Francisco Ferrer Guardia, (texto de su proclama revolucionaria AQUÍ) conocido anarquista “…uno de los más viles engendros de la especie humana, artero, malvado…” (Miguel Sánchez, secretario particular del propio Ferrer), personaje de sobra conocido por la Policía, cuya trayectoria violenta le ligaba con los autores de varios de los atentados contra el Rey, así como con el que acabó con Cánovas.
Juzgado por el Código de Justicia Militar al estar los hechos sujetos a dicha jurisdicción al haberse declarado el “estado de guerra”, fue sentenciado a muerte y fusilado junto a otros cuatro activistas más. Desde ese momento, y a pesar de que el proceso fue impecable en su desarrollo, gozando los acusados de todas las garantías jurídicas precisas, los incipientes grupos republicanos que hemos nombrado, cada día más activos, y los revolucionarios socialistas del PSOE, también en auge, aprovecharán la repercusión de los sucesos en el extranjero para poner en marcha una durísima y muy bien orquestada campaña de huelgas y otros desmanes que provocarán la dimisión del Gobierno. Esta será la tónica general a partir de ahora: cuando se haga cumplir la Ley, estos grupos arremeterán contra el Gobierno de turno para socavarlo y provocar su caída, intentando hacerse con el poder o, al menos, generar un clima de inestabilidad y consiguiente debilidad que favorezca sus objetivos.
Otros ejemplos del lo dicho serán las nuevas revueltas anarquistas de 1911 que, aunque no alcanzaron las proporciones de la «Semana Trágica», no por ello dejaron de ser sonadas y tener amplia repercusión dentro y fuera de España, como fue el caso del motín en la fragata «Numancia», que terminaría con el fusilamiento de su cabecilla, el Cabo Antonio Sánchez, o el asesinato de un juez y sus ayudantes en el pueblo de Cullera (Valencia) a manos de un grupo de anarquistas a los que el Rey, en este caso, conmutó la pena de muerte a la que habían sido condenados, sin darse cuenta el monarca de que, de esa forma, dejaba en tela de juicio, tanto la aplicación de la Ley, como al propio Gobierno que veía crecerse de inmediato a los revolucionarios, pues tomaron la medida de gracia más como debilidad que como muestra de generosidad y deseo de conciliación.

Siguiendo el hilo de lo dicho, y a modo de más ejemplos, el 11 de Noviembre de 1912 era asesinado de varios disparos a quemarropa el presidente del Gobierno, José Canalejas, cuando contemplaba el escaparate de la antigua librería San Martín –hoy desaparecida– en la Puerta del Sol de Madrid; el autor fue también un anarquista, Manuel Pardiñas Serrano, que se suicidó en el lugar de los hechos nada más acabar su misión.
El 13 de Abril de 1913, Alfonso XIII sufría un nuevo atentado -en la calle de Alcalá de Madrid, cuando regresaba de un acto oficial– del que salía ileso por muy poco, siendo el agresor otro anarquista, Rafael Sancho Alegre, que era detenido en el acto.
-o-
En medio de tales sucesos –y otros muchos– que lógicamente crispan y convulsionan la vida diaria de los españoles, el 13 de Agosto de 1917 se va a producir un acontecimiento de características especiales y de consecuencias importantísimas para el futuro político y social español. En tal día estalla al unísono en toda España un amplio, organizado y coordinado movimiento de carácter netamente revolucionario; idéntico y precursor del que en tan sólo dos meses se produciría en San Petersburgo, que se extendería por toda Rusia y terminaría derribando la monarquía zarista dando lugar al nacimiento de la URSS.
La “Revolución de 1917”, que tuvo lugar en España en Agosto, se inicia varios meses antes con el estallido de numerosas huelgas, coordinadas en tiempo y forma en varias de las principales ciudades españolas tales como Barcelona, Zaragoza, Valencia, Bilbao y Madrid, siendo las de la capital las más violentas, extendiéndose rápidamente a otras ciudades más pequeñas, así como al campo. La excusa fue el penoso y grave estado de desprestigio y desintegración en el que estaba sumido el gobierno de turno en manos del conservador Eduardo Dato debido a su incapacidad, y en parte imposibilidad, para dar respuestas válidas al clima de desorden y enfrentamiento imperante por la retahíla de huelgas de toda clase y condición que se venían registrando provocadas por los agitadores socialistas y anarquistas. También influía en la debilidad del Ejecutivo la actitud de franca rebelión y presiones que sobre su política de defensa propiciaban las llamadas “Juntas de Defensa” –especie de “sindicatos” militares integrados por altos mandos del Ejército–, que reclamaban mejores condiciones económicas y profundas modificaciones en el sistema de ascensos; lo anterior evidenciaba ya los efectos de la infiltración en los cuarteles de la propaganda y agitación revolucionaria de anarquistas y socialistas. Para rematar el triste cuadro de la España de ese momento hay que añadir que los dos partidos monárquicos, el conservador y el liberal, sufrían idéntico proceso de descomposición, mostrándose cada día más incapaces ante la sociedad, parte de la cual, principalmente obreros y campesinos, sufría una situación de acusado abandono e injusticia social real que los revolucionarios no perdían instante en manipular y aprovechar.
En tal estado de cosas, fundamentalmente los dirigentes del PSOE, partido con representación parlamentaria desde 1917, aunque muy escasa, y ciertos sectores anarquistas minoritarios –si la «Semana Trágica» fue anarquista, la «Revolución de 1917» iba a ser socialista–, imbuidos de una nítida tendencia hacia las soluciones de carácter revolucionario –calco de lo que se propugnaba en Rusia–, creyeron llegado el momento de dar el paso definitivo, decidiendo hacerlo de acuerdo a sus postulados revolucionarios, los únicos que admitían como válidos, de forma que tras impulsar una serie de huelgas parciales atizarlas convenientemente hasta hacerlas desembocar en la convocatoria de una huelga general cargada de acciones violentas.

El factor distintivo de estas acciones, y lo que le dio carácter de revolución, fue que los fines no eran, ni mucho menos, ni sólo ni principalmente laborales, sino claramente políticos, pues el de 1917 no fue un movimiento reivindicativo de origen y finalidad social, sino que bajo tal apariencia sus fines fueron eminentemente políticos. En concreto: la toma del poder previo el derrocamiento del régimen monárquico vigente y su sustitución por otro de carácter revolucionario como lo demuestra el texto de la convocatoria de huelga general emitido el 12 de Agosto firmado por los dirigentes socialistas Francisco Largo Caballero y Daniel Anguiano de la UGT, y Julián Besteiro y Andrés Saborit del Comité Nacional del PSOE, al cual mostraron su apoyo la CNT anarquista, las Juntas Militares de Defensa del Arma de Infantería y los secesionistas catalanes liderados por Francisco Cambó –que se sumaron al acontecimiento al ver en él la posibilidad de lograr sus aspiraciones secesionistas–:
«A los obreros y a la opinión pública… la afirmación hecha por el proletariado al demandar como remedio a los males que padece España un cambio fundamental de régimen político,… dan público testimonio de las ansias de renovación que existen en todo el país… El proletariado español está decidido a no asistir ni un momento más pasivamente a este intolerable estado de cosas… esta magna movilización del proletariado no cesará hasta no haber obtenido las garantías suficientes de iniciación del cambio de régimen,… Pedimos la constitución de un Gobierno Provisional que asuma los poderes ejecutivo y moderador, y prepare, previas las modificaciones imprescindibles en una legislación viciada, la celebración de elecciones sinceras de unas Cortes Constituyentes que aborden, en plena libertad, los problemas fundamentales de la Constitución política del país. Mientras no se haya conseguido este objeto, la organización obrera española se halla absolutamente decidida a mantenerse en su actitud de huelga…». No podían ser más claros los líderes revolucionarios de los sucesos de 1917: se trataba expresamente de destruir el sistema legalmente establecido, es decir, la monarquía, a través de la violencia y la presión en la calle, para instaurar otro sistema distinto, por supuesto dirigido por ellos, de claro matiz revolucionario y, por simpatía, bolchevique. En Rusia ocurriría lo mismo dos meses después, sólo que con éxito.

El 17 de Agosto de 1917 se daba por controlada la situación, en parte por la decidida intervención de las fuerzas de seguridad y del Ejército –que tuvo que salir a la calle en defensa de la legalidad vigente– y en parte porque la mayoría de la población y de la masa obrera y campesina no secundó con la decisión y fuerza necesarias la huelga general convocada; incluso, algunos grupos de jóvenes “mauristas” –de tendencia conservadora que habían comenzado a agruparse en torno a ciertos líderes emergentes como José Calvo Sotelo, quien irá adquiriendo gran trascendencia personal con el paso de los años–, se opusieron abiertamente a los huelguistas y colaboraron de manera activa en impedir el colapso total de los servicios públicos y de suministro de artículos de primera necesidad, reventando los paros obreros en alguna que otra ciudad.
Como balance de este peligroso y bien organizado levantamiento revolucionario, pero poco maduro, hecho en momento en que la sociedad española, a pesar de todo, no estaba preparada para asumir el cataclismos auspiciado por los líderes revolucionarios, se contabilizaron casi cien muertos de los cuales una treintena lo fueron en Barcelona, catorce en Madrid y cerca de veinticinco en Bilbao. Fueron detenidos y condenados a cadena perpetua sus líderes principales –que, no obstante, serían indultados al poco–, es decir, Besteiro, Anguiano, Saborit y Largo Caballero, los cuales hacían su debut público político demostrando su verdadera cara: como vulgares agitadores, adalides de la violencia de la que no prescindirán ni cuando consigan la caída de la monarquía en 1931, ni durante la II República, ni muchos menos durante la guerra de 1936-1939.
Un proceso idéntico al aquí descrito se desarrollará en Rusia en Octubre del mismo año, si bien triunfaría al estar mucho mejor preparado y ser las condiciones del pueblo ruso incomparables a las de la España de 1917. En Rusia, Lenin provocará una cruenta guerra civil que llevará al poder a los bolcheviques, los cuales impondrán los soviets a sangre y fuego, y después de sangrientas purgas y persecuciones de sus enemigos, adversarios o simplemente ciudadanos sin filiación política, convertirán a Rusia en la URSS y en la cuna de la dictadura del proletariado.
-o-
Además de las dos relatadas, que fueron las principales, se registran en este periodo otras acciones violentas y de agitación social y política que conviene destacar para terminar de ofrecer una imagen lo más clara posible de la pronunciada pendiente por la que España comenzaba a deslizarse de forma imparable:
* En 1918 entraba en huelga el gremio de panaderos de Madrid –alimento entonces fundamental– y los funcionarios de Correos y Telégrafos, dejando durante días a España sin alimento entonces tan esencial y prácticamente sin comunicaciones; dada la actitud recalcitrante de estos últimos, el Gobierno tuvo que proceder a disolver tal cuerpo, bien que al poco, y en uno de esos clásicos pendulazos de aquellos años que tanto mal provocaban, la medida sería revocada. Las huelgas citadas provocaron la correspondiente crisis del Gobierno, la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones, que dieron como resultado un nuevo Parlamento repleto de grupúsculos políticos enfrentados entre sí; paradójico fue que obtuvieron acta de diputados los cuatro miembros del comité organizador de la «Revolución de 1917» ya citados, lo que poco a poco convertirá al sistema parlamentario español en una forma de gobierno cuando menos “peculiar” al hacer de los presos de un día, diputados al siguiente y viceversa.
* En 1919 entra en huelga “La Canadiense”, empresa suministradora de la luz en Barcelona, dejando sin suministro y a oscuras durante días a la ciudad condal. El asunto resultó tan prolongado y perjudicial que obligó al Gobierno a decretar la militarización de sus trabajadores, única forma de lograr restablecer la normalidad laboral de suministro tan esencial para la vida de la ciudad.

* El 8 de Marzo de 1921, tres pistoleros del anarquista Sindicato Único de Barcelona asesinaban, cuando su vehículo oficial pasaba por la Puerta de Alcalá de Madrid, a Eduardo Dato, líder del partido conservador que había sido en varias ocasiones Presidente del Gobierno. Los asesinos, condenados a la pena máxima, serían luego indultados.
* En 1923 el deterioro de la vida política y social de España, la falta de autoridad, el continuo estado de rebelión, desacato e incumplimiento de las leyes por unos y otros, y todo tipo de desintegración, tanto del poder ejecutivo, como del legislativo y el judicial, adquiere proporciones sorprendentes, produciéndose entre otros muchos los siguientes hechos destacados que vienen a sumarse a otros muchos: asesinato del Cardenal Soldevilla en Zaragoza; asesinato del Gobernador del Banco de España de Gijón; asesinato del ex-Gobernador Civil de León; rebelión militar encabezada por el Cabo Barroso en un cuartel de Málaga, al que se acabará indultando de la pena de muerte a la que fue condenado; nueva huelga general; manifestaciones separatistas violentas en Barcelona y un largo etcétera del mismo estilo todo lo cual ponía a España al borde del caos y del colapso total.
-o-
Dentro del periodo que tratamos, y en concreto entre los años 1909 a 1927, tuvo lugar la guerra de Marruecos, es decir, la campaña militar para sofocar las diversas rebeliones de las cabilas moras de nuestro protectorado marroquí. Tal evento tuvo sin duda una notabilísima repercusión en la vida española a todos los niveles.
En el plano político, la guerra de Marruecos fue siempre utilizada por los partidos republicanos y los marxistas revolucionarios como arma arrojadiza contra la monarquía y las Fuerzas Armadas, manipulando sus razones y acontecimientos, enarbolando un falso sentimiento pacifista bajo el cual, en realidad, se ocultó siempre el verdadero objetivo de esa anti-España que cada día más representaban, y que no era otro que subvertir el orden establecido para imponer el suyo. Pero al mismo tiempo, y con ello, nada les importaba socavar el prestigio internacional de España, toda vez que si España se veía implicada en dicha guerra lo era en virtud de los acuerdos internacionales firmados por los cuales se le había concedido el protectorado del norte africano; llama la atención que en otros países en las mismas circunstancias, como Francia, Holanda, Bélgica, Reino Unido e Italia, sus guerras africanas de esos mismos años no sirvieran como causa especial de enfrentamiento político entre partidos de distinto signo, conscientes todos ellos de que sus posesiones en el continente negro eran beneficiosas, debiendo por ello defenderlas a toda costa. Por desgracia, en España no ocurriría así, dejando en evidencia el carácter y las intenciones de republicanos y marxistas revolucionarios.
Tal actitud, es decir, esa injustificada y antipatriótica discrepancia visceral y división de los partidos en asunto de política exterior tan importante, no sólo socavó la imagen de España, que se mostraba por ello débil ante la comunidad internacional y más aun ante sus vecinos europeos, sino que fue causa de que la guerra se prolongara y arrojara un balance de pérdidas humanas y económicas mucho mayor del que hubiera sido necesario. Si la unión hace la fuerza, la desunión provoca la debilidad, factor que siempre es aprovechado por el enemigo. Si todo el elenco político del momento hubiera apretado filas en torno a las Fuerzas Armadas aportando sin disimulo ni condicionantes ficticios lo necesario, la rebelión en el Protectorado se hubiera podido apaciguar mucho antes y con menor esfuerzo y costo humano y material del que registró. Por eso, con su actitud, con su empeño en politizarlo todo, con su empecinamiento en considerar que todo podía ser utilizado con tal de derribar a la monarquía, por muy caduca que fuera, republicanos y marxistas revolucionarios lo que hacían, en realidad, era traicionar a España. La prueba es, como hemos dicho y repetimos, que lo que se hacía en España no se hacía en el resto de países europeos; por ejemplo, los partidos socialistas de éstos no arremetieron especialmente ni contra sus respetivos Gobiernos ni contra sus respectivos ejércitos como ocurrió en España. Y es que una cosa son las lógicas discrepancias políticas internas y otra son aquellas que influyen en la imagen y el prestigio internacional que deben siempre quedar al margen de disputas partidistas, pero eso en España ni se entendió ni se quiso entender y, como vemos, tampoco ahora se quiere entender.
Sin embargo, la labor de zapa que sobre la base de la guerra de Marruecos iba a hacer la anti-España, en nada pudo con el espíritu patriótico de sus Fuerzas Armadas, así como tampoco del que sentía buena parte del pueblo español que no se dejaba engañar. Por ello, la guerra de Marruecos fue también, y a pesar de esa anti-España revolucionaria, escuela y cantera de lo mejor que hasta la fecha han dado nuestros Ejércitos, así como de un sentimiento patriótico y de españolidad que se creía extinguido tras el paso del nocivo Siglo XIX. Frente a republicanos y marxistas revolucionarios, así como también frente a esa monarquía decadente e ineficaz, frente a la desazón del desastre de 1898, sobrevivía el secular orgullo español que parecía extinguido y, de nuevo como tantas otras veces, al vislumbrarse en el horizonte el peligro de la desintegración de España se aprestaba a despertar de su letargo.
3.- Crisis política e institucional.

Puede afirmarse que la situación de crisis fue continua; los numerosos y confusos cambios de Gobierno en este periodo avalan tal afirmación. Son gobiernos de circunstancias, formados al calor de tal o cual problema siempre sin resolver y de tal o cual interés partidista, sin mirar más allá, sin más objetivo que congraciarse con unos o con otros. Se oscila entre el partido conservador, dirigido por Maura, y el liberal que lo hacen Canalejas o el Conde de Romanones. Ninguno poseía ni proyecto ni directrices claras para abordar ninguno de los graves problemas que aquejaban a España, por lo que sus actuaciones fueron siempre dubitativas y pendulares, oscilando de un lado a otro según el momento, la conveniencia o la crítica que recibían. Los dos grandes partidos monárquicos adolecían, además, de líderes cualificados para el ejercicio de tan altas responsabilidades; sus actuaciones son muchas veces, por ello, hirientes sin necesidad, como los ataques a la libertad religiosa que comienza a prodigar el Partido Liberal o las comedidas e ineficaces medidas adoptadas por el Partido Conservador para neutralizar convenientemente a los cada día más audaces partidos secesionistas catalanes y vascongados.
Como ejemplo de lo anterior cabe destacar la promulgación de la denominada “Ley del candado”, que implicaba una dura restricción del número de órdenes religiosas a las que se permitía establecerse en España de entre las existentes, así como la prohibición absoluta de que se establecieran otras nuevas. Este trámite, iniciado en 1910 por Canalejas, trajo consigo la ruptura de relaciones diplomáticas con el Vaticano y grandes y sentidas protestas y manifestaciones de católicos que veían como, además de tener que sufrir la ira, siempre a flor de piel y fuera la causa que fuera de socialistas, republicanos y anarquistas –en cuyo diseño del nuevo orden que querían imponer no entraba la posibilidad de la religión bajo ningún pretexto, ni siquiera el de la libre elección de las creencias–, se veían también acosados desde el Gobierno sin necesidad ni razón, máxime si se tiene en cuenta que, además de ser España unánimemente católica, la Iglesia gestionaba un elevado número de centros de educación y asistencia social que en caso de ver menoscabada su libertad de actuación podrían cerrar sin que hubiera quien tomara el relevo, ni aun el propio Estado. Otro hecho similar es el que se produce en 1913 con el llamado “decreto sobre el catecismo”, que atiza innecesariamente el fuego y las pasiones de la lucha religiosa, y es utilizado por el Gobierno de turno, en este caso del conservador Maura, para congraciarse con la oposición liberal sin conseguir nada más que un nuevo deterioro de la convivencia nacional.
En relación con el secesionismo catalán, y a modo de otro ejemplo de la errática política de estos años, en 1913 el gobierno de Eduardo Dato, tras dos años de negociaciones con la Diputación de Barcelona, daba el visto bueno y firmaba el «Decreto de Mancomunidades Provinciales». Por dicho decreto se autorizaba la agrupación de varias Diputaciones en una sola. A pesar de que era de aplicación en toda España, sólo se acogieron a él las cuatro de las provincias catalanas que formaron la denominada «Mancomunidad de Cataluña», la cual quedó constituida en Abril de 1914 con el apoyo de la Liga Regionalista. Aunque el decreto en cuestión preveía que las uniones que se realizaran lo fueran sólo a efectos administrativos, enseguida se vio que lo que pretendía la Liga era conseguir más. Por ello, la cesión de Dato y de su partido Liberal de nada iba a servir para neutralizar la creciente presión de los grupos secesionistas que empezaban a tener predicamento en la calle, nutriéndose del desorden y caos generalizado en dichas regiones y de la penosa situación de grandes sectores de población a los que la falta de una política segura y estable convertía en fácil presa de los exaltados que se presentaban ante ellos como la única alternativa organizada al potencial desastre venidero, enarbolando la bandera secesionista como solución de todos su problemas.

Tan sólo tres años después, en 1917 –aprovechando las tensiones de la Revolución socialista–, el nuevo líder de la Liga Regionalista, Francisco Cambó, proponía la elaboración de un estatuto de autonomía para Cataluña en cuyo proyecto se recogía el acceso de dicha región –en realidad de la Mancomunidad existente entonces– a la capacidad de legislar, así como también de gestionar sus propios ingresos y gastos. En coordinación con los trabajos de elaboración del estatuto ni que decir tiene que las calles de varias capitales catalanas se vieron sacudidas por una fuerte agitación con quemas de banderas españolas, pintadas, octavillas y protestas contra lo que llamaban “poder militar español”, es decir, contra la presencia del Ejército en sus ciudades. Curiosamente, lo único que consiguió frenarlos, ante la incomprensible e imprudente pasividad del Gobierno, fue la existencia de grandes masas de ciudadanos que no se identificaban con tales posiciones, impidiendo que la marea secesionista fuera, de momento, a más; definitivamente el proyecto de estatuto sería rechazado por las Cortes en 1919, pero el mal estaba hecho pues el decreto de mancomunidades había sentado un innecesario precedente, animando a los secesionistas, cada día más radicalizados, a no cejar en su empeño.

Junto a todo lo anterior y por si fuera poco, otro de los focos continuos de crisis política lo crearían, a partir del tan renombrado año de 1917 –gobernando García Prieto, que acababa de suceder al Conde de Romanones–, las ya citadas Juntas de Defensa. Creadas al principio por Jefes y Oficiales, poco a poco se contagiaron a los Suboficiales e incluso a la tropa, sumiendo al Ejército y a la Marina en la división, la desconfianza y el recelo entre compañeros de estas insignes familias que siempre deberían hacer de la unidad su baluarte más importante. Las Juntas nacen teniendo como creador al Col. Benito Márquez Martín con la intención de intervenir en el diseño y dirección de la política de defensa, principalmente en la de personal, pidiendo mayores remuneraciones y sobre todo el cese de los ascensos por méritos de guerra. A partir de este año y con graves intervenciones a favor o en contra del ministro de la Guerra del momento, que a su vez se pondrá de su parte o en contra según la conveniencia partidista que las circunstancias le aconsejaran, llegarán a crear tan fuertes presiones que provocarán varias dimisiones ministeriales y con ellas la caída de más de un Gobierno; especial actividad tendrán durante el primer semestre de 1923, es decir, en los meses precedentes al ascenso al poder del Gral. Primo de Rivera.

Es durante este periodo cuando comienzan a descollar dos personajes que tendrán luego mucho que ver y serán protagonistas destacados de la tragedia española: Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Azaña Díaz. El primero inicia su carrera política en el Partido Liberal, intrigando constantemente contra sus líderes, el Conde de Romanones y García Prieto; ya se ve entonces cual iba a ser la trayectoria a seguir por este personaje: la intriga permanente y el oportunismo con el objetivo de escalar puestos, persiguiendo únicamente satisfacer su propia ambición y desmedido afán de protagonismo. En cuanto a Manuel Azaña baste decir que quien, en 1913, siendo secretario de la junta directiva del Ateneo madrileño –importante foro intelectual de debate literario y político– acudía a cumplimentar al Rey tras el atentado de la calle de Alcalá, iba en pocos años a liderar el sector más rabiosamente republicano, antimonárquico y anticatólico que propiciará la caída del propio Alfonso XIII.
-o-
Estos son los años en los que la Monarquía termina por quebrar. El régimen que venía rigiendo España desde la Restauración entra en un proceso ya sin remisión de deterioro que lo llevará a su extinción; en parte por su propia incapacidad y obsoletismo, pero también en no menos por el continuo acoso al que le someten las nuevas ideologías revolucionarias y radicales, que no le dan respiro. Este periodo llega a su fin con el advenimiento, con el práctico apoyo de la gran mayoría de los españoles, de la que se conocerá como «Dictadura del Gral. Primo de Rivera».
España pierde en la etapa que va de 1902 a 1923 su última oportunidad para afianzar la Monarquía restaurada en 1875 e impulsar la paulatina, pacífica y ordenada transformación de la misma y de España, consolidándola a imagen y semejanza de las europeas del momento. Varios son los motivos:
* Incapacidad política de Alfonso XIII que, aunque bien intencionado en sus actuaciones, pecó de ingenuo, superficial y falto de liderazgo para, precisamente él, como rey y cabeza de esa monarquía, ponerse al frente de la necesaria transformación de la Corona hacia fórmulas más modernas, es decir, para hacer y dirigir desde su posición de Jefe del Estado la transformación de su propio régimen.
* La extrema debilidad, desunión y enemistades personales existentes en el seno y entre los líderes de los partidos monárquicos –Liberal y Conservador–, que siempre dieron prioridad a sus ambiciones, enemistades y rencores en vez de a los intereses españoles y a la aplicación de soluciones válidas para los problemas existentes. Con su actitud provocaron la desilusión y falta de confianza en la viabilidad de la propia Monarquía, dando un espectáculo bochornoso que abonó el terreno a los que predicaban que su caída y la implantación de otras fórmulas políticas utópicas eran la única posibilidad de desarrollo y progreso.
* El nacimiento, fuerte expansión y consolidación de las nuevas corrientes radicales de pensamiento político y social –republicanos, anarquistas, socialistas y comunistas– que abogaban como única posibilidad aceptable, evidentemente para ellos, por la implantación, respectivamente, de una república (republicanos), del comunismo libertario (anarquistas), la dictadura del proletariado (socialistas) o la dictadura bolchevique (comunistas), siempre mediante “la revolución”, es decir, de un proceso violento de ruptura y derribo del orden establecido.
Se genera así una aparente confluencia entre dichos sectores, unidos sólo por el interés coyuntural en apoyar la implantación de una república, pero sólo como alternativa momentánea a la monarquía, pues la idea posterior, los objetivos de cada uno para el día después, eran distintos. Así pues, se vende la quimera de la república, pero la misma no deja de ser tapadera, mero caballo de Troya de objetivos más ambiciosos, de mayor calado y netamente revolucionarios.
Lo peor de todo fue el continuo acoso que estos grupos e ideologías –y la masas que no cabe duda que comenzaban a controlar– ejercieron sobre la monarquía ya en decadencia, mediante el ejercicio de la violencia más brutal, la propagación de la inestabilidad social y la manipulación de cualquier hecho con el propósito de socavar hasta el tuétano incluso lo bueno –poco o mucho– que aquella pudiera tener.
* Buena parte de la sociedad española, en general no muy distinta de la del resto de países europeos, perdió la orientación mínima sobre su situación y posibles soluciones racionales a sus problemas, dejándose llevar por la desmoralización y la desconfianza, decantándose por abrazar posturas radicales como única solución posible. El pueblo español, sometido a tal cúmulo de manipulaciones, simplismos, presiones, violencias y prejuicios, optó sin reflexionar por asumir como únicamente factible la solución radical y revolucionaria, aumentando con ello la inestabilidad y la deriva del Estado, y la posibilidad del enfrentamiento directo.
Junto a todo, era evidente que la crisis general que carcomía a España era también consecuencia de la más profunda que vivían desde hacía tiempo las instituciones, cuyo divorcio de las bases a las que se debían era total. España no había realizado, ni planeado siquiera, la necesaria reforma del campo que sesteaba cada día en peores condiciones. Tan malo era el latifundio excesivo y muchas veces baldío de algunas zonas de Andalucía, como el minifundio disgregador y poco rentable de Galicia y Asturias. El nivel de industrialización era muy escaso comparado con el de otros países de su entorno los cuales durante el Siglo XIX habían llevado a cabo tal proceso con costos sociales muy duros, pero cuyos evidentes beneficios recogía ahora. En España eso no ocurrió –excepto en algunas zonas y aun de forma muy limitada–, por lo que las ideas marxistas revolucionarias de lucha de clases anidaban con mayor virulencia que en otros países, cayendo las masas de trabajadores fácilmente en el encono de sus posturas y en el odio visceral a todo lo que significara “patrón” o “patronal”. La España institucional seguía anclada en el tiempo, sin tomar en cuenta que la masa social cambiaba y bullía azuzada por los radicalismos más desorbitados y mesiánicos. Así, ni unos ni otros entendían ni querían entender lo equivocado de sus respetivas posturas, es decir, que los tiempos cambian, pero que los cambios deben ser paulatinos y controlados, dando tiempo a las instituciones y a las personas a adecuarse a ellos. En definitiva, España se agostaba víctima de su propia incapacidad para evolucionar y enfrentarse con los nuevos retos; ensimismada en su desgracia, optaba por la radicalización de posturas en vez de por aunar esfuerzos y conciliar pareceres “…España entera necesita una revolución desde el Gobierno; si no se hace desde él, un trastorno formidable lo hará;… yo llamo revolución a eso, a las reformas hechas desde el Gobierno…” (Eduardo Dato en 1898). Pero en 1923 nadie, ni el propio Dato, había sido capaz de encauzar las necesarias reformas. Las clases dirigentes por miedo, intereses creados e ineptitud. Los revolucionarios, tampoco, pues sus ideales eran utópicos, alejados de la realidad, demagógicos e inmaduros, y ni muchos menos pretendían o estaban dispuestos a contemplar la posibilidad de que su revolución fuera por cauces de moderación, orden y convencimiento, sino exclusivamente de imposición y violencia.

Aunque como hoy, estaba todo envenenado de masonería y marxismo, había más honor, que ahora