Demócratas versus Golpistas

Todas las democracias surgen de un régimen previo. Los objetivos que propugnen, y su proceso de aprobación, tienen mucho que ver con su calidad democrática. La vigente Constitución de 1978 surgió tras la muerte, en la cama, y su entierro, con honores, del anterior Jefe del Estado. Las estructuras del régimen, creado por Franco tras la Guerra Civil, se deshicieron por sí mismas, mediante el funcionamiento del Consejo del Reino y de las Cortes franquistas, que aprobaron la ley de Reforma Política. Ese camino dio, al Rey Juan Carlos, la posibilidad de nombrar a Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno, y de realizar la Transición hacia la democracia. Adolfo Suárez actuó como un excelente negociador, con flexibilidad, astucia y sentido de estado, tomando decisiones muy delicadas.

Su gesto de traer a Tarradellas, tuvo como contrapartida la actitud colaboradora, el sentido de estado, de quien ostentaba, desde 1954, la Presidencia de la Generalitat en el exilio. Asimismo, la legalización del Partido Comunista tuvo como contrapartida su aceptación de la Monarquía y de la legitimidad de la Transición. La reforma triunfó, sin paliativos, sobre los partidarios de la ruptura. Finalmente, se tuvo una foto clara de las posiciones políticas del pueblo español, tras las elecciones generales de 1977, realizadas en un contexto de libertad incuestionable, con la excepción del ambiente de terror, ya instalado en el País Vasco.

Una Comisión, representativa de la pluralidad de las Cortes, se encargó de redactar el borrador de la Constitución. Mientras tanto las propias Cortes aprobaron, por casi total unanimidad, la ley de Amnistía de 1977, para dejar zanjados todos los crímenes, de intencionalidad política, que se hubieran realizado con anterioridad al 15 de junio de ese año. Los crímenes de la Guerra Civil, los de todos los lados, quedaban amnistiados. Borrón y cuenta nueva, incluyendo también a los recientes crímenes de ETA, que iban desde 1968 hasta esa fecha. A continuación, las Cortes aprobaron el borrador de Constitución, que fue sometido a referéndum del pueblo español y ratificado por un rotundo 88,5%, en Cataluña por un 91,1%.

El origen, genuinamente democrático, de la Constitución de 1978 es incuestionable. Muy superior al de la Segunda República. Baste recordar que este régimen llegó el 14 de abril de 1931, tras las elecciones municipales en las que, en las principales ciudades, habían ganado los republicanos, si bien a nivel nacional fue muy superior el número de concejales monárquicos. No obstante, el abandono del poder por el rey Alfonso XIII, manifestado con su salida de España, dio lugar a un vacío que fue ocupado por los partidarios de la República, prácticamente sin oposición de los monárquicos, y con el apoyo de personas clave, tales como el general Sanjurjo y Maura. La constitución de la República fue aprobada en diciembre de 1931. Sin embargo, el clima de desórdenes públicos (quema de edificios religiosos) que precedió a las elecciones generales de 28 de junio de 1931, la falta de un consenso suficiente, en particular en el tema de la libertad religiosa y el hecho de que el proyecto, aprobado por las Cortes, no se sometió a referéndum del pueblo español, perjudicaron su legitimidad democrática, si se la compara con la de la Constitución de 1978.

Sin embargo, la vigente Constitución fue menos cautelosa que la de la Segunda República en temas que hoy se perciben como claves, tales como el tema de la enseñanza y el papel de las lenguas regionales. El Título VIII dejó la puerta abierta a posibles actuaciones desintegradoras y así ha ocurrido, como muestra la realidad actual. Nuestra Constitución es una de las más abiertas de Europa en cuanto a su posible reforma, ya que la mayoría de Estados europeos no permiten la secesión. No obstante, contiene instrumentos poderosos tales como el artículo 155, cuyo potencial no utilizó el Gobierno de Rajoy, o el 150 que abre la puerta a leyes armonizadoras en aras del interés general. Además, cabe recurrir a la posibilidad de reformar la Constitución, incluyendo la reducción o supresión de excesos autonomistas, que han llevado a la desigualdad y al conflicto actual.

Los ciudadanos, ante la presente Constitución, tenemos dos opciones: o somos demócratas, o somos golpistas. Todo aquel que acepta todo el articulado de la Constitución, inclusive sus vías para reconducirla o modificarla, en uno u otro sentido, es un demócrata. Todo aquel que rechaza la posibilidad de aplicar todo el articulado de la Constitución, incluido el 155 y el 150, y todo aquel que quiera modificarla, saltándose los caminos constitucionales posibles, que se encuentran en el Título X, son golpistas o cómplices de golpistas.

La Constitución actual tiene una valiosa y estimulante declaración de objetivos en su preámbulo: “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes, conforme a un orden económico y social justo”. ¡Lástima que no se lo cite más frecuentemente en los discursos y programas políticos! Este preámbulo puede dar mucho juego a todos los que deseen construir una España grande en Europa, en el mundo y dentro de sí misma. Las emociones constructivas son muy integradoras. Por ello hay que llamar a las cosas por su nombre. Ser demócrata es darle valor a la democracia. Ser golpista es pretender acabar con ella. Sólo un orden jurídico, democráticamente aceptado, como fue el caso de nuestra Constitución, puede reclamar su condición de demócrata. La Declaración Unilateral de Independencia, no siguió ese protocolo. Todos los que la apoyaron, o no la cuestionan, son golpistas o cómplices del golpismo. Si se renuncia a exigir respeto a la democracia y por tanto al orden constitucional, la mecha del conflicto quedará encendida.

¡Viva España, visca Catalunya y viva la democracia!


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