El arte de envejecer

Vengo constatando, de un tiempo a esta parte, en los muchos escritos y conferencias de este gran filósofo y escritor católico español que es Gil de la Pisa Antolín, cómo, en su ancianidad, se enorgullece a sus 92 años de su madurez y de su vejez, al contrario de lo que sucede ahora, que la gran mayoría se avergüenza de ella y trata de camuflarla. Este sentimiento está tan radicado hoy día, que, incluso lo que se relaciona de lejos con ella, desagrada.
Así, en la medida de lo posible, hoy se evita hasta parecer tener edad madura. Todo el mundo quiere parecer joven. Y hasta no son raros los que buscan parecer ser jovencitos.
En estas afirmaciones no hay ninguna exageración. Basta que cada uno mire en torno de sí, y quizá hacia sí mismo.
Todo el maquillaje femenino representa un esfuerzo no sólo en el sentido de disminuir la edad, sino de aparentar – tanto cuanto el implacable rigor de la naturaleza lo permita – una juventud casi próxima a la adolescencia.
Los colores y las formas de los trajes, las actitudes, los gestos, el lenguaje, los temas de conversación, la risa, todo en definitiva es explotado en el sentido de acentuar esa impresión.
Los hombres antes no usaban maquillaje, sino a veces en los bigotes y en las sienes.
Pero cada vez más los trajes típicos de la edad madura van siendo por ellos abandonados: las líneas severas, los colores discretos, el estilo sobrio va cediendo lugar a los modos deportivos, a los colores claros, a las líneas juveniles.
Esto se nota sobre todo en la playas, donde no es raro ver a graves profesores, políticos de renombre, banqueros maduros, vestidos precisamente como los nietos: pies semidescalzos, cabello al viento, blusa de color amarillo canario, pantalón azul celeste que no llega ni de lejos a la rodilla, mostrando, al tiempo, los pelos canos de los brazos y de las piernas, risa burlona en la boca vieja, una luz falsa mantenida a la fuerza en los ojos cansados, y en todo un tremendo esfuerzo para ocultar una edad que pertinazmente se muestra, se afirma, se proclama a sí misma por todos los poros.
¿Y por qué todo esto? Antes de nada, porque el hombre pagano de nuestros días vive para el placer, y la edad del placer es por excelencia la juventud; por lo menos para los que no comprenden que la juventud, como escribió un cierto autor, no fue hecha para el placer sino para el heroísmo.
Pero hay otra razón. Es que la vejez, si puede representar la plenitud del alma, es ciertamente la decadencia del cuerpo.
Y como el hombre contemporáneo es materialista y tiene los ojos cerrados para todo lo que es del espíritu, claro está que la vejez le causar horror.
Gil, en su vejez y con su mirada profunda, con un porte y una seguridad fuerte, a pesar de su fisonomía envejecida, tiene una fuerza hercúlea y una voz que resuena así: “¡Fórmate en la Fe Católica y haz apostolado! Lleva la Luz de Cristo a un mundo en tinieblas anclado en el vicio, la corrupción y la maldad. Solo una santa y sana formación puede cambiar este mundo maldito y cada uno de nosotros podemos contribuir a salvar almas ¡Decídete! No basta con ir a la Santa Misa, hay que cumplir los 10 Mandamientos de la Ley de Dios, hay que forjarse en la santidad y ser Luz para otros.”
Porque en realidad es un hombre que ha sabido durante toda su vida crecer no sólo en experiencia, sino en penetración de espíritu, en sentido común, en fuerza de alma, en sabiduría, su mente ha adquirido en su vejez un esplendor y una nobleza que se transluce en su rostro y que es la verdadera fisonomía de sus últimos años. Su cuerpo, incluso, podrá sugerir el recuerdo de la muerte que se aproxima, pero su rostro nos deja contemplar esa armonía sensata de quien ha aceptado su vejez, y la compensación de su alma con brillos de inmortalidad.

Ejemplo memorable de lo que afirmamos es, como digo, Gil de la Pisa Antolín, cuya mirada, hoy, tiene la profundidad, el porte y la seguridad de una inteligencia rutilante de lucidez, modelo de una voluntad de hierro y la fisonomía hercúlea al que siguen un gran número de seguidores que le admiran por sus charlas y por la lucidez de sus escritos.
La juventud, sin duda, se le ha ido, y con ella la lozanía. Pero su alma ha crecido mientras el tiempo ha marcado implacablemente su cuerpo. Y su alma envejecida ha crecido, de tal forma, que es la columna sobre la cual reposa la luz de Dios calentando su corazón para que brille y dé calor a cuantos a él nos acercamos, incluso en el orden meramente natural, en su belleza de envejecer.
Tomemos su ejemplo como meta a seguir y no tengamos miedo a envejecer, ni a ser discriminados por esta sociedad materialista. Vivamos en plenitud aceptando, no con resignación sino con plena conciencia, que tenemos una vida plena y que a medida que envejecemos nos enriquecemos para beneficio de todos los seres queridos.
Por si sirve de iniciativa, recordemos que envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.
