El ayuno
Ayunó David con rigor extremo. (2 Rey 12, 16).
Después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches tuvo hambre. (Mt. 4, 2).
El ayuno es el manjar de los ángeles, y el que lo practica es digno de ser colocado en su jerarquía. (San Atanasio).
El ayuno es la primavera de las almas, y el medio más seguro para conseguir la tranquilidad. (San Juan Crisóstomo).
La Iglesia nos propone en el Evangelio el ayuno y las tentaciones de Jesucristo en el desierto. Con esto nos manifiesta que, siendo Jesucristo impecable por naturaleza, permitió que el diablo le tentase, lo que implica que la tentación es inevitable a todo cristiano; que en esta vida debemos esperarla y prepararnos para ella; y el medio de resistirla no consiste en suponer que no seremos tentados, sino aprender de Jesucristo, que si queremos vencer al tentador, debemos ayunar y desconfiar de nosotros mismos, porque el demonio no es propiamente el autor de las tentaciones de las que se vale contra nosotros; nuestras pasiones le sirven al tentador de armas, él las encuentra en nosotros, y la excita contra nosotros mismos. Para debilitar las pasiones, es necesario practicar todo cuanto contribuya a disminuir nuestras pasiones, y para esto no hay nada mejor que el ayuno.
Dos son las principales disposiciones que deben acompañar al ayuno. Primero, debe estar acompañado de buenas obras, y segundo, debe estar acompañado de un cambio sincero de vida. Y si se trata del ayuno en Cuaresma debe, además, servir de disposición a la comunión pascual. Conviene, pues, para ayunar, según el espíritu de la Iglesia, hacer buenas obras; unir al ayuno la oración, la limosna, el silencio, el retiro, la asistencia al santo sacrificio de la Misa, asiduidad del sacramento de la confesión, la lectura de buenos y piadoso libros, la meditación de la sagrada Pasión del Señor.
El ayuno debe ir unido a un cambio sincero de vida, de costumbres, de gustos y deseos, de desprendimiento, en definitiva, a un cambio hacia una vida de santidad cada vez más exigente, más sincera, más perfecta. La noche del pecado pasó, dejemos las obras de las tinieblas (Rom. 13, 12). Caminemos cada día por sendas más puras y honestas. De muy poco, o nada, sirve el ayuno sino no nos abstenemos del uso del pecado. La principal consecuencia del ayuno es dejar de ofender a Dios; he aquí el fin que siempre se ha de buscar al hacer ayuno.
El ayuno presta fuerzas a nuestra debilidad, mata el pecado, resucita la virtud y sacrifica nuestra sensualidad. El ayuno nos sirve con eficacia para conservar la inocencia, para cumplir con los deberes de justicia y para ejercer las obras de caridad.
La Iglesia, al intimarnos al ayuno, quiere sujetar a la penitencia a todos sus hijos; hacerles meditar y compadecer las penas y la muerte de su divino Esposo; disponerlos, en fin, a recoger los frutos de la Pasión y Resurrección del Salvador. El que no ayuna, sin motivo suficiente, huye de la penitencia, olvida que el Señor padeció por él, y desprecia los frutos abundantes de la Pasión.
No aprovechará el ayuno a aquellos cuya conducta es contraria al espíritu del ayuno. El espíritu del ayuno es espíritu de mortificación, de humillación y de santificación. Espíritu de mortificación: porque hasta de comer mi pan me olvido (Sal. 101, 5). Espíritu de humillación: ¿no has visto la humillación de Acab? (1Rey. 21). Espíritu de santificación: santificad el ayuno (Joel, 1,14).
Que nuestros ayunos vayan acompañados de buenas obras y de edificantes costumbres. Los días de ayuno son días de salud, días de misericordia; aprovechémonos de ellos para glorificar al Señor, al que ofendemos con nuestros pecados; para castigar nuestro cuerpo por los pecados pasados; para volver a entrar en los caminos de justicia, del que nos habíamos alejado; y para hacernos dignos, caminando por las penosas sendas de la penitencia, y así recibir, en el día señalado, la recompensa prometida a los verdaderos penitentes.
Ave María Purísima.
