El color del pasto

Esa época cada vez más pobre en su abundancia (Zweig)

La foto de portada de mi cuenta de Twitter es un dibujo de una Mauser C96 bajo la cual reza la leyenda: “Quand j’entends le mot culture…”.

La imagen la tomé de una tienda francesa de camisetas con mensajes que hoy podríamos llamar subversivos o contraculturales y hace clara alusión a la frase de Schlageter.

Albert Leo Schlageter

Albert Leo Schlageter nació en la Selva Negra en 1894 y participó como obrero militar en la Primera Guerra Mundial. Posteriormente se unió a un freikorps que a su vez, en 1922 se fusionó con el partido nazi. Detenido y ejecutado en 1923 en Golzheim por sabotaje contra las tropas de ocupación  francesas, el dramaturgo Hanns Josht escribió en su memoria una obra teatral titulada “Schlageter” a la cual pertenece la célebre: “En cuanto oigo hablar de cultura, le quito el seguro a mi Browning”.

Dejando a un lado que la cita se le atribuye también a Goering o a Goebbels, lo cierto es que Josht la utiliza para mofarse.  Con la palabra cultura no se refiere a educación o inteligencia, sino a las manifestaciones artísticas e intelectuales de la izquierda. Porque si algo tenía el nazismo era una querencia por las más altas expresiones culturales.

Y precisamente es a la izquierda donde hemos de acudir a encontrar el significado del término “cultura” -se trata de un concepto marxista clásico- tarea imprescindible para definir contra qué se lucha. Porque una batalla, por definición, se opone a algo.

Así pues, el primer ejercicio es dejar claras las bases y deshacer equívocos. En la historia de Schlageter, la frase se deforma cuando se populariza con el fin de hacer pasar a los nazis por contrarios a la “cultura”, al dotarla de la concepción actual que tenemos del término como creación o producción de la sociedad en materia arquitectónica, literaria, vestimentaria, gastronómica etc. Ocurre lo mismo con la distorsión, al descontextualizar, de la frase de Millán Astray de “muera la inteligencia”.

Sin embargo, la izquierda lo llama cultura cuando quiere decir “moral social”. La batalla cultural no es más que la pugna por su control.

Trotsky / Gramsci

El PSOE, por ejemplo, abandona el marxismo en un congreso extraordinario en el año 1979 cuyo lema fue “forjando el socialismo”, pero el concepto de guerra cultural no les abandona a ellos. Éste procede de Antonio Gramsci, el brillante líder del partido comunista italiano que muere en la cárcel en 1937 y a cuya autoría pertenecen los conceptos de sociedad civil  y hegemonía cultural  -entre otros- tan en boga en nuestros días. Para Gramsci la hegemonía cultural es el pensamiento de una élite social que, de una manera pacífica, no violenta, se infiltra y marca el ritmo de la sociedad. A diferencia de Trotsky que es el arquitecto de la revolución frente al Estado, Gramsci pretende la transformación de la sociedad de una forma indolora, aunque no perdamos de vista que totalitaria, diseñando así la revolución social.

Es paradójico que un término gramsciano al aludir a las élites las desenmascare y nos encontremos la sorpresa de que en esas élites está la izquierda; los compañeros ideológicos del periodista italiano, al fin y al cabo.

En los sesenta, como veremos más adelante, el activismo político no parte de la necesidad de alcanzar condiciones materiales, económicas o laborales dignas. Éstas se encontraban ya razonablemente satisfechas. Con ese escenario, el marxismo se convierte en una herramienta política que expresa anhelo y lucha por intereses colectivos y de trascendencia, sustituyendo de este modo a la religión tradicional.

El marxismo cultural trata de la introducción dentro del cuerpo social de una serie de valores, ideas y principios que de una manera insidiosa y con el paso del tiempo van a ir cambiando la visión que la sociedad tiene sobre determinados aspectos: sexualidad, género, feminismo, ecologismo, familia etc.

Antonio Maestre

En España, la guerra cultural lleva tan solo unos lustrosos 40 años de recorrido. Estas palabras de Antonio Maestre, periodista y animador sociocultural representante del izquierdismo reconvertido en ideología woke muestran abiertamente la deriva de los históricamente defensores de la clase obrera: “No existe ninguna posibilidad radicalmente transformadora en el obrerismo actual, aquel sujeto político está mitificado (…). El ecosocialismo y el feminismo, y no el trans excluyente, sino el que se abraza junto a las trans en una pancarta, es el movimiento conjunto que tiene capacidad disruptora en 2020 para dar solución a los problemas de la clase trabajadora. Asúmanlo o échense a un lado (…)”.

La hegemonía cultural pertenece, hoy por hoy, a la izquierda pero está comenzando a ser socavada. Pequeños boquetes en el pensamiento único que practican quienes esforzadamente dan la batalla cultural y desenvainan su espada por defender, como decía Chesterton, que el pasto es verde.

EL CASO FRANCÉS

Es interesante mirar al Hexágono porque llevan un par de décadas de ventaja sobre el pueblo español en esto de soportar batallas culturales. Casi 52 años de monsergas y moralinas.

Sin embargo, en 2014 un periodista francés denuncia que los principios que intenta vehicular la izquierda a la que pertenece (feminista, vegana y especista) ya no calan en la sociedad como lo venían haciendo.

Michel Clouscard

Desde el año 1968 la propia izquierda constata que su plan, basado en un conjunto de ingenierías sociales aliadas del capital –entendiendo capital como cheque, provenga éste del Estado o no- produce una desafección en la clase obrera, en sus “bases”.

El filósofo y sociólogo marxista francés Michel Clouscard en los años 70 en su libro La bestia salvaje denuncia cómo la izquierda ha ido abandonando al trabajador para aliarse con lo que él llama el liberalismo libertario, y  cómo el mayo del 68 se convirtió en la tormenta perfecta en cuanto a contrarrevolución liberal que actúa como caballo de Troya para el capitalismo. Una de las consecuencias de las movilizaciones del mayo francés fue la promoción del mercado del deseo y de una sociedad que confundía libertad con liberalización, favoreciéndose de este modo la imitación del modelo americano de consumismo de masas.

Así pues, el ideario del mayo francés fue funcional a muchas de los conceptos que decían combatir; al crear nuevas dinámicas de mercado se le da oxígeno a un modelo capitalista en crisis.

Por tanto, a finales de los 60, el marxismo abandona cierta ortodoxia con respecto a la causa del trabajador (bien o mal defendida, ese es otro tema) para centrarse en un progresismo de mil ingenierías de deconstrucción social basadas en el sexo, la raza, la cultural, la historia, las relaciones paternofiliales y las identidades regionales. Estas causas quedan convertidas ahora en grandes negocios donde unos agitan el árbol -además de anatemizar- y otros recogen las nueces en forma de subvención o expansión del mercado

Este es el triunfo de la bestia salvaje; un liberalismo moral que se imbrica con el económico y que hace la cama a la izquierda para convertirla en el “tonto útil”, ya sólo preocupada por los derechos de tal o cual colectivo minoritario mientras contemplan series en pantallas extraplanas a la espera de la cena encargada a través de una aplicación de móvil, que le llevará en bici un inmigrante que subarrienda unas horas de minijob a otro precario.

Sin embargo, conviene no perder de vista que yerran también ciertos liberales al criticar -con razón- algunas derivas del “marxismo cultural” sin pararse a pensar que, para la antigua URSS y sus satélites, todo esto (incluyendo mayo del 68) no era más que pura degeneración occidental y que ha estado financiado en gran parte por quienes pasaron del trotskismo al liberalismo.

Iñaki Domínguez

Algo parecido apunta el antropólogo y escritor Iñaki Domínguez en su libro Homo relativus – Del iluminismo a Matrix (Editorial Akal, 2021): “El marxismo o postmodernismo cultural no sería, en realidad, más que un capitalismo presentado a modo de falsa revuelta, como simulacro de subversión; un activismo simbólico de consumo o una “revolución televisada” de base neoliberal. […] La izquierda tomaría las bases del universo representacional –principalmente a través de las universidades, muchos medios de comunicación y grandes empresas-, mientras los grandes capitales incrementaron sus riquezas, la desigualdad y fueron destruyendo poco a poco, importantes derechos de los trabajadores. El marxismo simbólico o postmodernismo no solo es perfectamente complementario con el sistema neoliberal que fue adueñándose del mundo occidental de modo definitivo a partir de los años setenta del siglo pasado sino que emana de él.”

El periodista y escritor disidente francés Alain Soral define a los libertarios como pequeños burgueses con pretensión libertina, coincidiendo aquí con las impresiones de Houellebecq. El ejemplo paradigmático que aporta de liberal–libertario es el caso del californiano Jerry Rubin, fundador del movimiento YIPPIE (Partido Internacional de la Juventud) y principal líder anarcocomunista de los 60, especialmente en cuanto a la revolución sexual se refiere. Veinte años más tarde, encontraríamos a Rubin convertido en un yuppie de Wall Street, accionista de Apple y acólito republicano de Reagan.

EL COMODÍN DEL FASCISMO

En cualquier debate de la esfera pública o privada sobre cualquier concepto de los antes aludidos lo frecuente es que la confrontación de ideas acabe, o empiece, calificando de facha a quien se oponga a comprar las mercaderías de la religión posmoderna. La superioridad moral de la izquierda se la otorga su lucha contra el “fascismo”.

Cuando las élites intelectuales o la izquierda, valga la redundancia, luchan contra el fascismo ocurre lo que con la palabra “cultura” y es que está más prostituida que la Tacones. El antifascismo no habla –ni se opone por tanto- del obrerismo nacional, la exaltación de la juventud, la poesía sobre correajes y uniformes o del sindicalismo patriótico, no. Su antifascismo se alinea con un conjunto de ideas de moda después de la II Guerra Mundial desarrolladas por intelectuales como Michel Foucault, Wilhelm Reich o Simone de Beauvoir. Ideas potentes, pero perversas y delirantes y provenientes de personajes con serios desequilibrios mentales, y aun así brillantemente expuestas.

Boghossian

El filósofo norteamericano Peter Boghossian (Boston, 1966) que es ateo, demócrata y un liberal clásico, y por lo tanto poco sospechoso de sesgo conservador o reaccionario, afirma que a partir de que el trabajo de Foucault llegara a las universidades, ha habido gente inteligente trabajando en ideas que están fuera de la realidad, ideas desquiciadas. En los últimos cinco años esas ideas se han apropiado de todas y cada una de las universidades de Estados Unidos.

Otro ejemplo de ideólogo que sustenta la moral de la izquierda es el tótem del mayo francés, Daniel Cohn-Bendit (conocido como Dani el rojo). En la época del post sesentayochismo despreocupado podía salir en la tele pública de allende los Pirineos bajo los efectos de los cannabinoides contando sus pedófilas experiencias como profesor en un jardín de infancia alternativo en Alemania.

Leo Strauss

Como explica el autor Javier Ruiz Portella en su libro El abismo democrático (Ediciones Insólitas, 2019): «El nazismo sigue quitando el sueño a las buenas gentes y prestando fieles y leales servicios a quienes lo mantiene en vilo».

El filósofo de origen judío alemán y discípulo de Heidegger, Leo Strauss, introdujo el término “reductio ad Hitlerum” para desenmascarar la técnica utilizada por el antifascismo de perroflautas y pijiprogres: se trata de un silogismo por el cual “Hitler combatía o decía combatir, por ejemplo, la ilimitada codicia capitalista; usted también la combate; luego usted es nazi”.

EL COMODÍN DEL RACISMO

Ibram X. Kendi

Lo anterior es igualmente válido es para el comodín del racismo: La palabra “raza” va camino de ser desterrada del diccionario, no pudiendo ser utilizada de manera anodina. La identidad étnica o cultural, las pretensiones de arraigo histórico son severamente amonestadas. Incluso se pretende coercitivamente que cale el discurso de que las razas no existen, so pena de ser estigmatizado con los consabidos “racista” o “fascista”.

Sin embargo el antirracismo que practica la izquierda woke es, por definición, racista. En palabras de Ibram X. Kendi, uno de los referentes intelectuales en Estados Unidos en la lucha contra el racismo: “El único remedio contra la discriminación pasada es la discriminación en el presente. El único remedio contra la discriminación en el presente es la discriminación en el futuro”.

EL COMODÍN DEL MACHISMO

Éric Zemmour

Poco antes de que tuvieran lugar en Francia los atentados islamistas contra la revista satírica Charlie Hebdo se publica en Francia El suicidio francés (Albin Michel, 2014). Se trata de un bestseller de ensayo político con el que el periodista de origen argelino Éric Zemmour hace convulsionar el país galo. Supone la “caída del caballo” para muchos franceses que empiezan a ver cómo nada de lo que está pasando a su alrededor, social y legislativamente, es casualidad. Zemmour trata en su obra de deconstruir a los deconstructores denunciando a los culpables del fin de la Francia de los 40 años gloriosos. Para ello critica la Ley Pleven de 1972 que abre la puerta a que cualquier chiringuito comunitario se sienta ofendido por tal o cual declaración de un tercero; la poco conocida Ley Pompidou – Giscard – Rothschild de 1973 que dispara los intereses de la deuda pública francesa; la asociación SOS Racisme que fue bien engrasada por el Partido Socialista de Miterrand y que con su famosa campaña Touche pas à mon pote (No toques a mi colega) empezaba a vender la multiculturalidad en Francia; el cine; el arte contemporáneo; la culpabilización del hombre blanco heterosexual y el feminismo.

Pero casi diez años antes, en 2006, Zemmour ya había advertido de la feminización de la sociedad en su libro El primer sexo (Homo Legens, 2019 en España).

La palabra “machista” es el genial hallazgo de las feministas de los años 70 – explica de manera visionaria. Supone automáticamente la transformación de cualquier hombre en acusado. El hombre, para defenderse, trata de superar su idiosincrasia, adoptar roles que le son ajenos, provocándose de manera malsana un cambio en las relaciones hombre-mujer.

La prensa femenina educa a las mujeres para que les gusten los hombres cuidados, depilados. “Hetero básico” se convierte en el supremo insulto. “El hombre que les gusta es el que se les parece. La diferencia física, social o psicológica, se identifica hoy con desigualdad, nuevo pecado mortal de la época”.

El feminismo es una fábrica de igualdad. Pero el deseo se basa en la atracción de lo diferente. Desnaturalizando la diferencia entre los sexos, tratando de mostrar el carácter cultural -y por tanto artificial- de los sexos se trata de construir una sociedad diferente. Una en la que la base no sea la familia y en la que la demografía disminuya en Occidente. La creación de un hombre sin raíces ni raza, sin fronteras ni país, sin sexo ni identidad.

Una vez más, Estados Unidos fue el primer país occidental en tirar a la basura la autoridad del padre, en beneficio de un matriarcado y de unos hijos déspotas. Este modelo ha sido puesto de ejemplo desde los años 60 en Europa. “Hemos sido educados todos por madres solteras, del 68 y feministas. Pensamos como ellas. Nuestros padres nunca estaban” – le confiesa un joven a Zemmour.

Frente a la presión feminizante de la modernidad, que sigue los caminos balizados del puritanismo, el hombre va perdiendo sus referencias.

En la actualidad, estos tres comodines son los argumentos defendidos por la gran mayoría de la casta de actores y faranduleros que viven de la subvención y encarnan la hegemonía cultural, obedientes siempre a los señores que organizan el mundo.

VOCES CONTRA LA BATALLA CULTURAL

Y con todo, hay quien opina que no hay que dar la batalla cultural.

Aluden a que no es una batalla de conceptos sino de la mitad de España contra la otra mitad. Quizá no se enteran de lo que pasa en el colegio de sus hijos y estén encantados de que el Estado decida por ellos. Quizá no han sido víctimas de denuncias de género falsas por las cuales se activan protocolos en los que la carga de la prueba recae en el acusado. Quizá creen que la batalla cultural es algo que se ha inventado el PSOE de su circunscripción y que no hay que hacerles el juego en las tertulias del bar de la esquina. Quizá les dé igual la ingente cantidad de impuestos destinados a subvencionar, con cualquier excusa -que suele ser la defensa de progresismos delirantes-, la vida de militantes que no conocen más filiación a la seguridad social que esa.

La cortedad de miras en este asunto, que no tiene un ámbito local como hemos visto, les hace creer en tácticas partidistas para movilizar votantes. No se sienten amenazados en sus derechos o confesiones. Todavía. Pero quizá deberían recordar las tesis de Gramsci y de su cambio de paradigma de manera insidiosa y dilatada en el tiempo de las que hablábamos al principio de este capítulo. No se trata de una revolución sangrienta. Quizá están esperando, como en los textos marciales de Léon Trotsky, llamadas al asesinato en masa. Antes la Revolución consistía en dar muerte a los enemigos de clase sin vacilar. Quizá deberían leer a Besancenot y su “Revolución: 100 palabras para cambiar el mundo”. “Los sentimientos han elegido nuestro campo. Amar es compartir. Hacer la Revolución también. La Revolución es lo contrario a la violencia, es un afectuoso compromiso, Responde a la aventura colectiva latente en cada uno de nosotros. Es un principio de vida”. Este es el discurso de la extrema izquierda hoy. Las lágrimas de Pablo Iglesias a la primera de cambio, también.

Obviamente, la izquierda se aprovecha de aquellos moderados que tienen un miedo atroz a decir que el emperador va desnudo o cuyo relativismo en la mayoría de los aspectos de la vida les impide tener principios sólidos y desdibujan la línea divisoria entre el bien y el mal. Entre la cordura y el delirio. Entre la manipulación y el buenismo.

Como hemos visto anteriormente explicado por el filósofo y profesor de la Universidad de Portland Peter Boghossian, que conoce bien el ámbito universitario, las ideas desquiciadas de, por ejemplo, Foucault llegaron a las universidades y fueron interiorizadas por todas ellas. De ahí afectaron a nuestra cultura y a nuestras vulnerables (sic.) instituciones.

Las universidades han sido tomadas por una ideología parasitaria. Es una ideología que ha parasitado el liberalismo. Y ahora ya es la ortodoxia moral en las universidades. Como han señalado en informes organizaciones como la Fundación por los Derechos Individuales en la Educación, la gran mayoría de los profesores universitarios, especialmente de humanidades se identifican como liberales de izquierdas. El sistema universitario se ha deshecho de forma sistemática, primero, de los conservadores, luego de los liberales y luego de los llamados ‘moderados’. Las humanidades viven en una cámara de resonancia en la que sólo se hablan a sí mismos. Y ven la universidad como un centro de adoctrinamiento ideológico”. 

Lo que ocurre es que a la gente que entra en la universidad, se le adoctrina. Y luego sale ahí fuera. Esto produce problemas después, porque la gente que sale de las universidades acaba sentándose en jurados populares, trabaja en empresas y, como con una titulación universitaria puedes acabar siendo gestor, en la administración o en el sector privado. O sea, que la gente que está siendo adoctrinada por mis colegas en la PSU, operan en la sociedad, ocupan puestos de responsabilidad y llevan con ellos lo que han aprendido en la universidad. Esto es extremadamente importante, porque, como consecuencia, esta gente cambia la dirección de la organización social”. 

Parece claro que sentarse con unas cervezas y las carnes fofas a ver cómo transforman el mundo y denostar a quienes luchan contra Goliat no es la opción más digna. Recuerdan al pueblo aclamando a Fernando VII al grito de ¡Vivan las caenas! después de que éste hubiera entregado el país a Napoleón.

Tener delante la mayor amenaza en décadas para la civilización occidental y dedicarse a dar lecciones morales de asertividad es dejar poco espacio al honor.

CÓMO DAR LA BATALLA CULTURAL

Agustín Laje

Al hilo de lo que ocurre en las universidades, el politólogo y filósofo argentino Agustín Laje aconseja no desenvainarla en ese ámbito. Coincide con Boghossian en que el profesor de universidad está ahí para adoctrinar y por tanto la confrontación es un esfuerzo inútil. Apela a una especie de “toma el título y corre”. A sobrevivir y a resistir.

De donde no hay que quitar ojo es del adoctrinamiento infantil en las escuelas. Los padres deben estar al quite de todo lo que se cueza en el colegio hablando con los hijos sobre ello, revisando los libros de texto, pidiendo reuniones con los directores de los centros y asociándose con otros padres.

De nuevo Boghossian: “Lo que hay que hacer es asistir, por ejemplo, a citas como las de esos grupos de trabajo a favor de la “equidad” en el Estado de Washington (noroeste de Estados Unidos), en los que sólo hay un puñado de personas. Esto es algo que está haciendo y documentando, por ejemplo, Benjamin A. Boyce en sus vídeos, en los que se ve cómo un grupo pequeño de ideólogos está impulsando ideologías que dividen a la población. Hay que asistir a ese tipo de reuniones, por ejemplo, en las asociaciones de padres en las escuelas. Si puedes documentar las reuniones, bien. Si puedes grabarlas, bien.

Eso es justo lo que ha hecho el profesor de matemáticas Paul Rossi, de la Escuela George Davison, en Nueva York. Él ha grabado al director de la escuela reconociendo que la escuela estaba siendo racista con los alumnos blancos. O sea, que, primero, hay que asistir, documentar y hacer público todo esto». 

Otro apunte de Laje es la creación de Think Tanks para hacer estudios que den soporte a la batalla cultural.

La espiral del silencio es un efecto perverso que se genera cuando un grupo humano empieza a percibirse como minoritario. El ser humano es un ser social por lo que, al verse marginado en sus ideas, se suma a la corriente mayoritaria y se autocensura. Esa es la tarea de la que están al cargo los medios de comunicación. Ni siquiera es necesario justificar a estas alturas que los grandes medios de comunicación están en manos de las élites izquierdistas ya mencionadas.

La solución es trasladar el debate a las redes sociales donde por ahora la censura aún es limitada.

Una parte fundamental, además del compromiso y la movilización es la formación. La apologética de la batalla cultural debe ser estructurada y articulada puesto que los eslóganes de la izquierda están reforzados y vienen, como hemos visto, de un trabajo ingente de adoctrinamiento desde hace décadas.

Para terminar, los griegos tenían una palabra, parresia, que significa hablar libremente ante el peligro. Dejar la cobardía para espíritus mediocres. Asumir, como dice Ruiz Portella, que “es indispensable actuar, vibrar, vivir. No para alcanzar el poder sobre el cual se asienta la polis sino aquel, infinitamente mayor, más complejo, sobre el que se asientan las almas y vibran los corazones: ahí es donde se juega todo”.

Artículo contenido en el libro (de varios autores): «¿Librar la batalla cultural? De la cultura pensada a la cultura vivida» (CEU Ediciones) que pueden adquirir AQUÍ


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