El dulce nombre de Jesús

Comienza un año nuevo y lo primero que escuchamos es el dulce nombre de Jesús, que se nos regala.

Después de veintiún siglos, la Iglesia nos enseña las grandezas del Verbo encarnado al cantar las glorias de su nombre; nombre que no hemos de aprender a pronunciarle nuevamente, sino solamente expresarlo con amor, con fe renovada, en actitud de conversión.

El nombre de Jesús significa Salvador. A San José se lo manifestó el ángel del Señor en sueños y a la Santísima Virgen el arcángel San Gabriel al tiempo de la anunciación.

Cuando se habla del nombre de Jesús en Evangelio, se nos recuerda estas intervenciones divinas para anunciarnos la misión de Jesús,

Entre los hebreos no se le ponía a las personas un nombre cualquiera de forma arbitraria, pues el “nombre”, como en casi todas las culturas antiguas, indica el ser de la persona, su verdadera identidad, lo que se espera de ella. Por eso el evangelista San Mateo tiene tanto interés en explicar desde el comienzo a sus lectores el significado profundo del nombre de ese personaje del que va a hablar a lo largo de todo su evangelio. El “nombre” de ese niño que todavía no ha nacido es “Jesús”, que significa “Dios salva”. Se llamará así porque “salvará a su pueblo de los pecados”.

La salvación no nos llegará de la mano de ningún partido, ni de ninguna victoria electoral de un partido sobre otro. La humanidad necesita ser salvada del mal, de las injusticias y la violencia, necesita tas ser redimida, ser perdonada y reorientada hacia una vida digna, que es otorgada a los que está en la gracia de Dios. Esta es la salvación que se nos ofrece en Jesús.

Las primeras generaciones cristianas llevaban el nombre de Jesús grabado en su corazón. Lo repiten una y otra vez. Se bautizan en su nombre, se reúnen a orar en su nombre. Para San Mateo, es una síntesis afectiva de su fe. Para San Pablo, nada hay más grande y así lo proclama en la carta a los Efesios (2,8-10), “ante el nombre de Jesús se ha de doblar toda rodilla”.

El nombre de Jesús es la luz de los predicadores, pues es su resplandor el que hace anunciar y oír su palabra. ¿Por qué crees que se extendió tan rápidamente y con tanta fuerza la fe por el mundo entero, sino por la predicación del nombre de Jesús? ¿No ha sido por esta luz y por el gusto de este nombre como nos llamó Dios a su luz maravillosa? Iluminados todos y viendo ya la luz en esta luz, puede decirnos el Apóstol: En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz.

Es preciso predicar este nombre para que resplandezca y no quede oculto. Pero no debe ser predicado con el corazón impuro o la boca manchada, sino que hay que guardarlo y exponerlo en un vaso elegido.

Por esto dice el Señor, refiriéndose a los que pronuncian el nombre de Jesús: “Esos hombres son vasos elegidos por Mí para dar a conocer mi nombre a todos los pueblos y a todos los reyes de la tierra”.  Vasos –dice el Señor – elegidos por mí, como los elegidos cuando se expone a la venta una bebida de agradable sabor, que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para dar a conocer mi nombre.

Pues igual que con el fuego se limpian los campos, se consumen los hierbajos, las zarzas y las espinas inútiles, e igual también que cuando sale el sol y, disipadas las tinieblas, huyen los ladrones, los atracadores y los que andan errantes por la noche, así también cuando pronuncia mi nombre a las gentes es como el fragor de un trueno, o como un incendio crepitante, o como el sol que de pronto brilla con más claridad, y consume la incredulidad, luce la verdad y desaparece el error como la cera que se derrite en el fuego.

Hay que elevar ese nombre, como una luz, a todos los pueblos, y con él iluminar las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesús, y éste crucificado.

Por eso la Iglesia, esposa de Cristo, basándose en el testimonio evangélico salta de júbilo con el Profeta, diciendo: “Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas”, es decir, siempre. El Profeta le honra igualmente en este sentido: “Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, Jesús, el Salvador que él ha enviado”.

Dichoso aquel que nace en su corazón con el nombre de Jesús, y vive con la esperanza de que puede morir con su nombre en sus labios por que los tiene hechos con su nombre


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