El fin de la infancia

Imagine una urbanización típica del extrarradio, de planeamiento horizontal, con sus chalets, adosados y edificios de viviendas que no superan las tres alturas distribuidos en un entramado de calles que se conectan a amplias avenidas, y que es circunvalado por un carril bici, cuyo firme pintado de verde vulcanizado le confiere un aspecto ecológico.

Esta urbanización es la continuación del modelo que proliferó en los Estados Unidos a partir de la década de los 60, y más tarde en Europa, en pleno boom económico y de natalidad. Muchos baby boomers nacieron y se criaron en lugares así, cuando la familia típica de clase media estaba constituida por un matrimonio de hombre y mujer con más de dos hijos, dos automóviles y, si el jardín lo permitía, un perro.

El sucedáneo del hijo

Sin embargo, una característica distintiva de esta urbanización del presente es disponer de espacios públicos destinados a los perros. Tiene lugares específicos para que defequen, convenientemente señalizados. Y también parques caninos, donde sus dueños pueden soltar a sus mascotas para que troten alegremente.

Estos parques para perros se han convertido en los nuevos entornos de socialización. A su lado, los tradicionales parques infantiles, cuya superficie es sensiblemente inferior, transmiten una sensación de decadencia. El decreciente número de niños que acude con sus padres a los parques infantiles contrasta con el creciente número de propietarios que acude a los parques caninos con sus perros.

No tengo nada en contra de los perros, siempre me han gustado, pero en una ocasión me detuve a contar el número de perros que correteaban en uno de estos parques caninos. Conté 38 antes de parar por lo complicado que resultaba seguirlos con la mirada mientras trotaban de un lado a otro, cruzándose entre sí. Me resultó bastante más sencillo contar a los propietarios. Eran aproximadamente el doble que los perros, 72, porque en su mayoría se trataba de parejas para las que el perro parecía ser el sustituto del hijo que, por el momento, habían decidido no tener.

Otro indicio de que la afición a los perros parece ser un sucedáneo de la paternidad es el ruido ambiente de esta urbanización, donde, por encima del rumor del tráfico, no sobresalen los gritos infantiles sino los ladridos de los canes, con respuestas igualmente perrunas que se propagan hasta los confines de la urbanización.

Es evidente que esta introducción al problema demográfico no podría trasladarse a un “paper” de Ciencias Sociales, porque no es, digamos, demasiado empírica. No contiene cifras ni datos. Solo impresiones personales. Sin embargo, es real.

Si pudiera calcularse, seguramente se constataría que hoy muchas parejas en edad de procrear no tienen hijos, pero sí un perro o incluso dos. Y aunque un perro no es equiparable a un hijo, tenerlo al corriente de las obligaciones normativas y sanitarias, bien alimentado, cuidado y atendido, requiere de un esfuerzo económico y personal que tampoco es despreciable.

Sea la sobrepoblación de canes una consecuencia relacionada con la escasa natalidad o no, lo cierto es que la tasa de fertilidad en España se encuentra en 1,3 hijos por mujer, muy lejos de la tasa de reposición. En 2018 nacieron 369.302 españoles, 23.879 menos que en 2017, 56.413 menos que en 2012 y 150.447 menos que en 2009, año en que el número de nacimientos era un 40% mayor que el actual.

A este respeto, un diario nacional publicaba recientemente un artículo en el que opinaban diferentes “expertos” sobre el problema de la natalidad, más concretamente, “expertas”, porque curiosamente en una sociedad a la que se califica de patriarcal, el problema de la natalidad parece ser un asunto cuya competencia es exclusivamente femenina.

Sea como fuere, las conclusiones es que el desplome de la natalidad se debía a la dificultad de la conciliación familiar. Una circunstancia que penalizaría especialmente a la mujer. Y también la precariedad laboral de las generaciones actuales. Ambas circunstancias justificarían el retraso o renuncia a la procreación, especialmente por parte de las mujeres que, además, serían estigmatizadas socialmente por esta decisión.

Así pues, la solución consistiría en facilitar la conciliación familiar de las mujeres y proporcionar ayudas a las familias, además de transformar la cultura social para que la mujer sea liberada del rol de la procreación, puesto que este papel sería un estereotipo social, como si la capacidad biológica de la gestación, que es exclusiva de las mujeres, dependiera de la política.

La natalidad: un problema complejo y profundo

Soy de la opinión que los problemas sociales, hasta los aparentemente más groseros, son por definición bastante complejos. Y en consecuencia, las soluciones que parecen obvias, en realidad nunca lo son: solo lo parecen.

Pero a los políticos e ingenieros sociales les conviene que el público crea que para todos los “problemas sociales” existe siempre una solución política (les va en ello el sueldo). Así, la complejidad de las relaciones humanas suele sintetizarse en ecuaciones que, como sucede en las llamadas ciencias exactas, se resuelven despejando sus incógnitas.

Desgraciadamente, no es así ni mucho menos. Los “problemas sociales” no responden a soluciones supuestamente científicas o matemáticas. De hecho, esas pretendidas soluciones lo que suelen provocar son efectos indeseados que o bien agravan los problemas que pretenden resolver, o bien crean nuevos problemas.

Sin embargo, para cuando es posible comprobar la ineficacia de estas medidas, ha transcurrido demasiado tiempo. Y el ciudadano de a pie no asocia las ocurrencias del pasado con los desastres del presente. De esta forma, los políticos e ingenieros sociales, en vez de reconocer su fracaso, pueden argumentar que las medidas no han surtido efecto porque todavía no se han aplicado con la necesaria intensidad… y no han dispuesto de recursos suficientes.

Afortunadamente, para evitar caer en esta trampa, a veces es posible observar los efectos de estas supuestas panaceas en sociedades que nos llevan cierta delantera. Este es el caso que nos ocupa, en el que podemos anticipar los resultados mirándonos en el espejo de los países nórdicos, que en materia de conciliación familiar e independencia de la mujer son consumados pioneros.

Pues bien, después de décadas de implementar medidas para resolver el problema, ninguno de estos países alcanza la tasa de reposición. El que más se acerca, Suecia, tiene una tasa de fertilidad de 1,85 hijos por mujer, que es sensiblemente superior al 1,80 de Islandia, 1,72 de Noruega o 1,71 de Dinamarca.

Es más, en todos estos países la tasa de fertilidad, salvo repuntes ocasionales, no ha hecho otra cosa que descender constantemente. En 1964, en Suecia esta tasa era 2,47; en Islandia, 3,88; en Noruega, 2,98; y en Dinamarca, 2,60. Lo que significa que las medidas de conciliación familiar no han revertido la tendencia. A lo sumo, y en el mejor de los supuestos, habrían ralentizado el desplome de la natalidad.

Incluso, esta ralentización podría no estar relacionada con las ayudas estatales, sino con una inmigración cuya tasa de fertilidad es significativamente superior a la de los naturales de estos países.

En el caso de España, es probable que estas medidas supusieran cierto margen de mejora, puesto que la tasa de fertilidad española es una de las más bajas del mundo. Pero, más allá de ese margen, el problema persistiría, igual que en Suecia, Noruega, Dinamarca o Islandia.

En realidad, el problema demográfico es más profundo y complejo. Los estudios más solventes apuntan hacia una drástica transformación cultural como causa de fondo, no a meros problemas económicos o de conciliación familiar. Un hito de esta transformación cultural nos los proporciona Lyman Stone, economista y experto en demografía.

El punto de inflexión

En 1877, un par de defensores de los anticonceptivos llamados Charles Bradlaugh y Annie Besant publicaron un libro escrito por Charles Knowlton, uno de los primeros defensores estadounidenses del control de la natalidad. Al hacerlo violaron las leyes de censura de Gran Bretaña, que prohibían taxativamente difundir información sobre la anticoncepción, lo que dio lugar a uno de los juicios más polémicos de la Gran Bretaña de finales del siglo XIX.

Lo interesante del caso es que un año después de la publicación del libro, y la consiguiente polémica judicial, la tasa de fertilidad de Gran Bretaña empezó a desplomarse. Y lo hizo aún a pesar de que las medidas anticonceptivas propuestas en el libro eran en sí mismas ineficaces.

Lo que en realidad sucedió es que, al dar una gran difusión a la controversia, los medios de comunicación masivos de la época convirtieron lo que hasta entonces era un tabú (la anticoncepción) en una conversación normal. De repente, las personas podían hablar sin tapujos sobre el control de la natalidad y la limitación de la fertilidad. Y una cosa llevó a la otra.

La procreación, que hasta entonces se había considerado intrínsecamente positiva y necesaria, empezó a ser abordada desde otras perspectivas mucho menos favorables. Para un número creciente de activistas, que las mujeres no tuvieran el derecho moral de ejercer control sobre su fertilidad, porque simplemente se consideraba una función natural, ordenada por el Dios de la naturaleza, o por el Dios de la religión, era un abuso que debía ser corregido. Al fin y al cabo, la mujer algo tendría que decir al respecto de quedarse embarazada.

Esta controversia, que marcó un punto de inflexión, fue sin embargo una más de las muchas que se sucedieron a lo largo de los siglos XIX y XX sobre el control de la natalidad. En todos los casos tuvieron una dinámica similar: los activistas presionaban por un cambio en las normas sociales relacionadas con la fertilidad y el público respondía escandalizado… Pero entre la acción y la reacción, “La ventana de Overton” empezó a cambiar de posición.

Poco a poco, la percepción social de la procreación cambió de perspectiva, y empezó a no ser percibida como una función beneficiosa y necesaria, sino como una imposición, casi una forma de esclavitud, pues limitaba las aspiraciones vitales, no ya de las mujeres, sino de las personas en general.

El derecho a la felicidad individual ganó preponderancia. Y lo hizo a costa de la función de la procreación, que inevitablemente implicaba compromiso, sacrificios y renuncias. Con el tiempo, la perspectiva que se impuso fue que los seres humanos debían aspirar a mucho más que a procrear como conejos. Y la sociedad cambió su criterio respecto de la función de la procreación.

No es una cuestión moral, sino de supervivencia

No se trata de hacer juicios morales, ni de dilucidar hasta dónde es correcto anteponer la felicidad individual a una función social tan necesaria como la procreación. Se trata de reflexionar sobre si no nos habremos pasado de frenada, es decir, si en Occidente no estaremos asociando la procreación a factores exclusivamente negativos que la hacen poco o nada atractiva, o incluso incompatible con los valores dominantes del presente.

De hecho, hoy existen científicos que vinculan la procreación a un presunto evento final que arrasará el planeta. El feminismo de tercera ola, por su parte, considera la maternidad como una forma de sometimiento, de esclavitud de la mujer. Y los neomarxistas la consideran una imposición del capitalismo depredador, que necesita un número siempre creciente de consumidores a los que sacrificar en el altar de la demanda.

Quizá lo que se hace necesario es un cambio de perspectiva para que la sociedad actual considere la procreación algo positivo, una decisión vital que merezca el respeto y el reconocimiento general para quienes asumen este compromiso. De esta forma, ser padre o madre se convertiría en una aspiración cuya recompensa, más que material, sería emocional y moral. Algo que otorgaría un cierto status.

Para empezar, no estaría de más preguntarnos si no es un poco inhumano preferir acariciar la cabeza de un rottweiler que mostrarse cariñoso con un niño… aunque no sea nuestro.

Para Disidentia


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