El golpe de Estado en dos actos del General Franco
Tema ya histórico, fuera de los circuitos informativos vivenciales y recluido a ámbitos académicos muy restringidos, unas declaraciones en sede parlamentaria del jefe de la oposición han vuelto a traer un tanto y momentáneamente a la palestra, reducida pero actuante, el movimiento involucionista de Franco. Y se ha pedido mi opinión, habiendo publicado El golpe de Estado, en la argentina Córdoba del “Cordobazo”, en 1990, cuando, como yo pronostiqué frente a la mayoría, acababa de ganar las elecciones nuestro amigo Carlos Menem; Variaciones sobre el golpe de Estado, Madrid, 2010. y en colaboración con mi hijo Ángel Ballesteros Vexenat, El 23F y el reloj del rey, Madrid, 2011. Asimismo procede dejar sentado de entrada que las manifestaciones leídas (amonéstese al asesor) por el líder del PP, un tanto ambiguas en su lexicología, han resultado sin embargo suficientemente inteligibles en cuanto al fondo, con aquel país del 36 debatiéndose en un clima insostenible tras tres décadas de patología política exacerbada y con el gobierno desbordado. “La gente ha entendido lo que ha querido decir”, ha zanjado su número dos, fuertes sobre el ascenso en las encuestas hacia La Moncloa.
En la todavía dorada aunque ya crepuscular universidad de Salamanca de finales de los cincuenta, Tierno Galván, que me distinguió, nos explicaba los aspectos negativos de la política, que ab initio y por definición, es patología desde su mismo principio ominoso e irreversible del conflicto de intereses: la no adecuación constituye el estado originario y natural que intenta regular en primera instancia el derecho. Es sobre esa dialéctica donde hay que buscar la sindéresis para superar las situaciones anormales, porque el único punto claro de la ciencia política radica en la inestabilidad del equilibrio comunitario, y sus correcciones no exceden de la categoría de subdato, ubicable en función de otros datos.
Fui precursor en un trabajo de filigrana política, en distinguir dentro del rem publicam vi mutare, el golpe de estado de una veintena de instituciones próximas pero diferenciables, desde las masivas, y por tanto reñidas con su carácter que debe ser reservado por definición, elitista por naturaleza, oligárquico que se quiere aristocrático en el sentido derivado de pocos, de los menos, como la revolución, la guerra civil, la insurrección, el alzamiento o el levantamiento, pasando por categorías intermedias del tipo de la sublevación, la rebelión, el pronunciamiento, la sedición, el motín, el cuartelazo, el tancazo, la asonada o el putsch, y terminando en su ámbito propio, que se inicia en la intriga, se materializa través de la confabulación, del contubernio, se vertebra, perfeccionándose, en conspiración o en conjura, y asciende a complot y origina el golpe.

La estructura de la intriga, institución central e inexcusablemente minoritaria, comporta el juego heterodoxo e ingrávido de regentes, favoritos y favoritas, validos y camarillas, en una acción contra el poder desde las posibilidades que ofrece el poder mismo por los encargados de defenderlo. En El Príncipe no hay ni una idea notable ni siquiera anotable para la toma del poder, lo que es distinto de los innumerables consejos que ofrece Maquiavelo para defenderlo. La intriga igualmente conlleva la trama del secreto, consustancial para el éxito. Catilina, como ha recordado Curzio Malaparte, de quien me declaro tributario, fracasó en su conjura porque con el mayor secreto se la anticipó a todo el mundo.
Con el paso del viejo profesor, que en realidad frisaba en la cuarentena, desprovisto de su cátedra por orden gubernativa, a otros menesteres más populares, y tras declinar el ofrecimiento de Fraga Iribarne para gobernador civil de Ciudad Real, la vida diplomática me facultó para contrastar los conocimientos añosos del estudioso con la directa realidad. En Tegucigalpa, los cerros de plata, en el Caribe y al sol, desgobernaba el general López Arellano, golpista impuesto y a la postre depuesto, a quien traté bastante. Los cuartelazos centroamericanos formaban parte del día a día. Eran consustanciales con el largo y calmo tempo político bananero y tan vivenciales como que Honduras y El Salvador se enzarzaran en una guerra en el 69, por poco más que un partido de fútbol.
(Quién le iba a pronosticar a la desconocida capital hondureña, hablando con reuerencia, que diría el clásico y al mismo tiempo tan disciplinada ya que según ese notorio tópico más invocado que invocable, se ha cumplido a rajatabla el mandato de Colón de que no se tocara nada hasta su regreso, una cierta notoriedad en la pequeña historia diplomática hispano hondureña por algún que otro lance menor. Cuando un secretario de embajada, luego conocido autor teatral, se supo destinado allí, no dudó en instalarse en Nueva York telegrafiando al ministerio que a pesar de su amplia cultura le había resultado imposible saber dónde se encontraba aquello. Más tarde cambiaron los criterios pero pervivió el esprit y siempre en el capítulo apócrifo, cuando otro secretario de embajada, incluible entre los elegantes con Edgar Neville antes de su obesidad, o con los Villapadierna y Vilallonga, que estuvieron en un tris de ser diplomáticos, todo un caballero español a fe cierta, fue sorprendido con la amiga del presidente, optó por declararse homosexual, “salvando así la honra de la dama”)
En el 74 yo estaba en Kampala cuando el gobierno de Uganda ya había clausurado todos los negocios de los extranjeros y las acusaciones de genocidio masivo recorrían el hemisferio occidental. Sólo en dos ocasiones coincidí, muy fugazmente, con Idi Amin. Por eso me extrañó una invitación personal: “¿Usted ha colaborado en algún golpe de estado?”, me espetó casi de entrada, sin más prolegómenos que la formalidad de tomar asiento. La respuesta negativa pareció decepcionarle pero a pesar de mi falta de legitimación activa se interesó por mi libro del que dijo tener noticias y al que quería introducir algunas correcciones, “que seguro necesitaba”. Me sentiría muy honrado, señor presidente, de que mi libro se enriqueciera con su colaboración; lamentablemente está todavía en fase de manuscrito. Pero no hay problema, me apresuré a tranquilizar a aquella mole. Le hago llegar un ejemplar, usted modifica todo lo que haya que cambiar y lo publicamos. Espero impaciente, concluyó la brevísima entrevista sin que ni siquiera me diera tiempo a probar el cocktail que me había servido un renqeante camarero. Al mes siguiente le remití una traducción fotocopiada que se me remitió desde España. Eran los días de la guerra con la vecina Tanzania, que derribaría a Amin, pero el general invencible tenía tiempo para todo. El libro no le gustaba, “es demasiado teórico y el golpe de estado no es más que un golpe ¡así!”, sentenció con su previsible originalidad, dando un puñetazo sobre la mesa (Ese es, en verdad, el origen etimológico del golpe, “el puñetazo”, del griego kólaphos, lo que Amín no sabía, claro). “He decidido escribir otro yo mismo”. Sin excesiva convicción le argumenté que podía seguir el modelo napoleónico, lo que como es obvio no le dijo absolutamente nada. “Sería perfecto general. Como sabe Napoleón puso sus impresiones (a veces prepotentes y hasta despectivas) a pie de página al Príncipe de Maquiavelo. Podríamos seguir el mismo procedimiento. La idea le fascinó y tuve la sensación de que el calor ambiental disminuía. “Igual que Napoleón, excelente”. Fui destinado a Marruecos semanas más tarde y nunca más se supo del proyecto conjunto. No conmigo, claro está, sino con Napoleón.

Las conspiraciones palaciegas constituyen un dato tradicional para el análisis político del mundo árabe, con la nota específica acentuada de la conspiración y así ocurrió en las dos tentativas golpistas, en el 71 y en el 72, que sufrió Hassan II, la segunda la única que registra la historia del golpismo ejecutado por la aviación y sobre objetivo aéreo, y la primera con tremendos fallos de estrategia entre los implicados, de las que salió indemne por su baraka. “Brillante”, decía el monarca, envuelto en el humo permanente de fumador empedernido, refiriéndose a mi libro y a las descripciones sobre las dos intentonas, al tiempo de reconocer que tardó más de lo debido en detectar al cerebro, su hombre de mayor confianza, el general Ufkir. También le gustaba mi estudio sobre el golpe de Estado de su viejo rival ya fallecido, “siempre nos respetamos”, me pareció que afirmaba con escasa convicción, el general Franco.

Sobre las conspiraciones planeaba ominosa la incidencia del fanatismo religioso, que en aquellos tiempos tan lejanos del 11S y del 11M parecía sólo relativamente extensivo a otras latitudes fuera del núcleo central islamita, como la India de los Ghandi y los Nehru, con Indira, a la que había conocido en Nueva Delhi al ser nombrada presidenta de los No Alineados y que sería abatida en una conspiración por dos miembros sikh de su guardia personal. “El fallo del entorno”, que también se dio en El Cairo, en el magnicidio de Sadat, que presencié desde la tribuna de invitados. Seis complotados descendieron de un camión que se salió de la formación en el desfile y corrieron hacia la próxima tribuna, vaciando sus metralletas y lanzando granadas, todo ello en dos o tres eternos minutos. El presidente moriría horas más tarde como consecuencia del primer magnicidio perpetrado por el fundamentalismo islámico. Era el 6 de octubre de 1981.
Y sobre el desenlace de golpes trascendentes, yo estaba invitado con otros amigos en Brasilia en casa de Vernon Walters, a la sazón agregado militar y años después subdirector de la CIA y embajador en Naciones Unidas, una de la personas que más secretos de estado ha conocido, y menos ha contado, durante la segunda mitad del siglo XX, ahí incluido el decisivo blessing de Eisenhower a Franco en su visita a Madrid en el 53, donde hizo de intérprete. Tuvimos ocasión de ver de cerca los movimientos de la CIA y del jefe de misión norteamericano, que recibió el mensaje de que la Casa Blanca cooperaría con los involucionistas brasileños “si fuera necesario”. No lo fue. Todos los analistas coinciden en que se conjuró el riesgo de que Brasil se transformara en una China comunista sudamericana o en una Cuba gigante, aunque los militares se instalaron en el poder durante 21 años, hasta el 85.
Mis datos sobre el golpe de estado se completaban. Los centuriones latinoamericanos en la mascarada esperpéntica de los caudillos, sacralizados popularmente por la ineficiencia crónica de los políticos, y aupados así a un casi inevitable arbitraje. Los pretorianos del Africa Negra, tribales y golpistas desde los rangos inferiores, un binomio golpismo y tribalismo, que años después vi muy de cerca en el asesinato tras tortura del presidente de Guinée Bissau Nino Vieira, por los militares de la tribu de los Balanta, que había cenado en mi cercana residencia dos noches antes. Y las conspiraciones palatinas del mundo árabe…
Acompañé momentáneamente desde los servicios de protocolo a Pinochet en los funerales de Franco, “fue un gran hombre, les ha salvado del comunismo” y la coronación de Juan Carlos. Yo había escrito sobre el golpe de Pinochet, el 11 de setiembre del 81, que si bien no aporta nada especial a la técnica golpista, no cabe duda de que es el que más literatura ha producido. El golpe y el postgolpe de dieciséis años. Redacté parte del capítulo en el hotel Carrera, mi preferido en Santiago a pesar de la contaminación del centro, con su espléndido lobby, hoy sede del ministerio de Relaciones Exteriores chileno, que da frente a La Moneda, el palacio neoclásico inaugurado dos siglos atrás, blanco del ataque de los complotados, donde se suicidó el presidente Allende, con el casco puesto, tras la imposible resistencia, descerrajándose una ráfaga bajo la mandíbula con la metralleta que le había regalado Fidel Castro.
Al Comandante no le interesaba el golpe sino la revolución: “las conjuras las hacen los cobardes; a mí sólo me importa la revolución que es la obra del pueblo”, se contradecía, inconsciente, quien fue uno de los máximos exponentes del personalismo y del autoritarismo, y desde luego su más longevo, por sí o por persona interpuesta, representante a escala planetaria, circunstancia más relevante ahora cuando parece ir principiando el final de la tragedia sobre el sufrido pueblo cubano, como me comentó con su habitual locuacidad en La Habana, donde pasé tres años y siempre cuento que localicé los cuadros del museo del Prado que allí quedaron tras la independencia y sobre los que el régimen castrista nunca había contestado a la petición, mendicante por lo demás, de información por parte de nuestra embajada. En el 73, en Chile se planteaba por primera vez en la historia iberoamericana el acceso constitucional del marxismo y esa profunda innovación política más el fracaso de la revolución emprendida por el gobierno de Allende al no conseguir el apoyo de las clases medias, significó la explicación directa de que los uniformados violaran la legalidad y se instalaron durante tres lustros en el poder.

El alzamiento de Franco (la jerga castrense ha monopolizado el término de tal modo que los militares se alzan y los obreros se levantan: Franco anuló el levantamiento de los obreros asturianos y luego acaudilló el Alzamiento) responde a los cánones clásicos involucionistas, partiendo de la técnica de la coyuntura, al lanzarse a la toma del poder en un país en avanzado estado de descomposición, crisis galopante de valores, y la acción del gobierno en o bajo mínimos. En aquel panorama, un grupo de militares nucleado por el predicamento y la prédica de los generales africanistas, la incidencia colonial, al igual que veinte años más tarde en la Francia de de Gaulle y cuarenta después en el Portugal de los claveles, entiende que no hay otro procedimiento que la violencia pretoriana, nada inhabitual por lo demás por estos pagos, para corregir la situación, sin mayores diferencias estratégicas entre los alzados que la derivada de la duración de su acción: frente a los que consideraban que el golpe tendría pronto éxito, “la acción habrá de ser en extremo violenta para reducir en el menor tiempo posible a un enemigo fuerte y bien organizado”, concluía el director Mola, que incluso llegó a fijar en 72 horas el plazo para la toma de Madrid, ortodoxo en la táctica golpista pero errado en el pronóstico, donde “el menor tiempo posible” se tradujo en tres años de guerra civil, con varios cientos de miles de muertos, en el otro extremo, Franco, mejor estratega y más realista, repetiría “será muy difícil, muy sangriento y durará bastante”, como así resultó.

Dos son los momentos clave en el proceso golpista del general de división Francisco Franco. Lo primero es nombrar un jefe, unipersonal mejor que un mando colegiado, opción minoritaria pero que tenía sus partidarios propuesta por el presidente de la junta, “el barbado y prudente y masón Cabanellas”, que por su mayor antigüedad era y podía seguir siendo primus inter pares. Y la mayoritaria, la que abordaba frontalmente la jefatura única, con dos candidatos principales, Franco y Mola, éste, general a los 40 años; con su experiencia en la dirección general de seguridad, puesto en el que debió de ser tremendamente eficaz a juzgar por el “fusilad a Mola”, que se coreaba a la venida de la república; no sólo indiscutido cerebro sino total director y organizador del alzamiento, y avezado conspirador, ante Franco, novato en el juego de la intriga, pero contando en su haber con la consolidación e incluso el haber acrecentado su bien ganado prestigio militar con la liberación del alcázar de Toledo, justo el día antes del segundo y decisivo cenáculo, celebrado como el primero, una semana antes, en el aeropuerto de campaña en una finca ganadera junto a Salamanca, aquel septiembre del 36, en lo que supuso una de las gestas con mayor impacto de toda la contienda y desde el punto de vista logístico, también a él le correspondía el gran mérito que hasta Hitler aplaudió, de haber sido el artífice, con el transporte de las fuerzas africanas del primer puente aéreo de la historia.

Pero sobre todo resultaría decisiva la intervención de Kindelán, jefe de la aviación, que fue su gran campeón. El monárquico Kindelán, secundado por el monárquico Orgaz, siguiendo instrucciones de Alfonso XIII desde Roma, consiguieron la designación de Franco al frente de los generales, elucubrando en su conjura particular que cuando terminara la guerra restauraría la monarquía. Y ahí acertaron, claro que con unos cuantos lustros de diferencia. Cuatro décadas tardó en volver el rey, tanto tiempo que el que advino no fue ya el entonces destronado sino el hijo de uno de sus hijos. El 20 de noviembre del 75 fallecía el caudillo y dos días después, la mañana de la coronación, en la plaza de Oriente, al comenzar la parada militar ante el catafalco del generalísimo, lo recuerdo bien como todos los que estábamos en el acto, su viuda se inclinaba por primera vez ante quien horas más tarde juraría con el nada tradicional nombre en la longeva corona española de Juan Carlos I.
El segundo momento clave (innecesario recalcar que mi tarea en el capítulo ha sido poco más que la de fiel copista de los distintos tratadistas) se inicia a renglón seguido con el desplazamiento de Kindelán a Cáceres donde está Franco, en compañía del teniente coronel Yagüe, otro convencido para la causa pero que no forma parte de la junta; minucias, se dice el primer aviador militar que hubo en España, y le encargará de la vigilancia del inminente cónclave. En la ciudad extremeña encontrará un aliado providencial y resolutivo, Nicolás Franco, ingeniero naval, el mayor “y el más inteligente” de los cinco hermanos Franco, que terminaría siendo embajador en Lisboa durante veinte años. Completa el cuarteto Millán Astray, el fundador de la Legión. Y pasan a la acción. Nicolás aparece en el aeródromo de San Fernando, el 28, con un borrador de decreto, proponiendo a su hermano, corredactado con Kindelán, quien lo esgrimirá ante unos desconcertados jefes de la milicia que expresan su reprobación por la estipulación atribuyendo al generalísimo la jefatura del estado “mientras dure la guerra”, lo que constituía la cláusula de salvaguardia de la monarquía.

Aquellos militares, inmersos en la guerra que ya se prevé larga, en general de convicciones monárquicas inexistentes o no planteadas en aquellos instantes, arguyen que por qué sumar responsabilidades políticas a las militares…El prudente y barbado Cabanellas, que ve acentuarse el riesgo de división y sus potenciales consecuencias de futuro, y que siempre ha recelado y advertido sobre las intenciones de futuro de Franco, pide tiempo para deliberar y suspende la reunión, a la que seguirá el almuerzo. Pronto el ágape se transforma en un nuevo, decisivo conciliábulo, en el que Kindelán y los suyos vuelven a la carga. Y logran el objetivo. Por la noche, en Burgos, solo, Cabanellas telefonea a Mola y a Queipo. El primero. que había reconocido que “Franco tenía más crédito en Europa y era más diplomático”, se muestra cauteloso pero termina cediendo ante la realidad de los hechos. En cualquier caso, no debió de quedar muy satisfecho con el resultado cuando sólo nueve meses después, en junio del 37, plantea al caudillo “la desagregación del poder”. Fue entonces cuando murió en un accidente de aviación, provocado por la niebla. Por su parte, el pintoresco Queipo de Llano, de florido fablar por los exabruptos, el primer triunfador del alzamiento tomando Sevilla en una acción relámpago y facultando a Franco para establecer la cabeza de puente con el transporte de las tropas africanas, “manifestó su hostilidad en términos groseros”, aunque después de la guerra justificó así su voto por Franco “¿A quién hubiéramos nombrado si no? A Cabanellas, imposible; era republicano convencido y todos sabíamos que era masón. De haber nombrado a Mola, habríamos perdido la guerra; y yo…había perdido mucho prestigio”. El presidente de la junta cree su deber firmar “en aras de la victoria”. Y el día 29 aparece el decreto sin la mención de mientras dure la guerra y con la adenda de que el generalísimo Francisco Franco, jefe de gobierno del Estado español “asumirá todos los poderes del nuevo Estado”.
Así, y no de otra manera, se consumó el golpe de Estado en aquellas históricas jornadas.

Se sumó al alzamiento a última hora, una cosa fue la guerra y la necesidad de mando único, y otra que le faltó en la posguerra: decisión , humanidad y generosidad .-
¡Pues si a usted le parece que tuvo poca decisión, gobernado España con guante de seda, y mano de hierro, durante casi cuarenta años llevándonos a ser la 8ª. potencia del mundo, pues que quiere que le diga!
Y respecto a la «humanidad» y «generosidad», muchos pudimos estudiar gracias al sistema de becas del régimen franquista…
Sus artículos, don Ángel, son auténticos ensayos, casi libros…
Me produce envidia, sana envidia, sus múltiple viajes por el anho mundo, y la gran cantidad de personas que ha conocido y tratad en sus desvelos diplomáticos por el bien de España, seguramente muy poco agradecidos, como sin duda se merecía, pero ya sabe V. E. que en España solo se premia a los traidores y pelotas.
¡Y así nos va, añado yo!
Y ahora que no nos lee nadie, espero, por el calor veraniego, las vacaciones, y la estuticia general, me atrevo a preguntarle dos cosas:
* ¿Que´»futuro» ve usted en España a Ceuta y Melilla…?
* Y la orden dada recientemente por el Ministerio de Defensa para trasladar los españoles muertos en los peñones del Norte de África a la peninsula, o al cementerio de Melilla, ¿no cree usted que obedecen a una rápida entrega de esos peñores al moro traidor, a modo de «aperitivo» de la posterior entrega de Ceuta y Melilla?
Gracias anticipadas por su contestación, obviamente solo si considera conveniente responder, pues no deseo comprometerle, en absoluto.
Cordiales saludos y mis mejores deseos para V. E. y los suyos.
Mil gracias don Ramiro. Sabe que yo también le leo con mucho interés. Un abrazo de su buen amigo.