El «Informe Petras»: el PSOE al descubierto (II/III)
En esta Segunda parte: Contratos de trabajo. La generación mayor. Crecer en la España de posguerra. ¿Dónde están los progresistas? La nueva generación.
CONTRATOS DE TRABAJO
Parte de la estrategia de libre mercado del régimen socialista para reforzar el poder de las empresas consistió en una serie de leyes laborales aprobadas a mediados de los 80 que socavaron el empleo estable de los trabajadores. Se fue permitiendo cada vez más a los empresarios emplear a los trabajadores con contratos eventuales, que en la mayoría de los casos sólo eran de seis meses de duración y estaban sujetos a cancelación a discreción de los empresarios y sin indemnización por despido.
Un estudio en el área metropolitana de Barcelona ilustra el incremento de los nuevos contratos laborales.
TIPO | TOTAL 1985 | TOTAL 1990 |
Indefinido | 83 | 69 |
Temporal | 17 | 31 |
Otro estudio a nivel nacional mostraba una pauta similar:
TIPO | 1987 | 1990 | 1993 |
Indefinido | 82 | 69 | 67 |
Temporal | 18 | 31 | 33 |
Junto al aumento del paro masivo entre los jóvenes trabajadores, está la creciente inestabilidad y discontinuidad del empleo entre los que lo encuentran. Los altos índices de paro se dan en todos los niveles de educación. Las pautas de alto nivel de paro han persistido durante casi una década. A pesar de los crecientes logros educativos, la economía de libre mercado muestra poca flexibilidad o interés por la creciente mano de obra cualificada.
Los trabajadores cualificados y educados hoy hacen frente a índices de desempleo que sobrepasan un cuarto de la mano de obra. La escolarización puede parecer cada vez más fuera de lugar para unos jóvenes trabajadores con pocas perspectivas de empleo.
La formación técnica y profesional parece fuera de lugar para una economía cada vez más basada en el turismo, la administración pública y las plantas de montaje. Los nuevos contratos de trabajo temporales, que proveen a los empresarios de una poderosa ventaja sobre los jóvenes trabajadores, son los preferidos por los empresarios en Cataluña.
CONTRATOS LABORALES EN CATALUÑA En porcentajes | |||
EDAD | 1987 | 1990 | |
16-25 | Indefinido | 40 | 25 |
Temporal | 60 | 75 | |
26-35 | Indefinido | 80 | 68 |
Temporal | 20 | 32 | |
36-45 | Indefinido | 87 | 81 |
Temporal | 13 | 19 |
Está claro que la abrumadora mayoría de los contratos laborales para la gente joven son hoy inseguros, mal pagados y temporales, un fenómeno que crece con el tiempo y que está empezando a afectar a todos los grupos de edad en mayor o menor medida.
De persistir la tendencia actual, está claro que los trabajadores fijos, bien pagados y sindicados van a ser una clara minoría. El gobierno provincial en Cataluña de Jordi Pujol es uno de los arquitectos y promotores clave de los contratos de trabajo temporales y es probable que estimule y apoye su prolongación en el tiempo. En este sentido, las políticas nacionalistas son estrictamente «lingüistico-culturales» y se combinan con un contenido social profundamente antitrabajo. De hecho, a nivel económico, el «nacionalismo» no existe, en la medida en que Pujol es un ardiente partidario del libre mercado y promotor de las tomas de posesión extranjeras de la economía nacional.
La centralidad del mercado como principal mecanismo de modernización ha reforzado los lazos entre el mundo de los negocios y el gobierno central y los regímenes autónomos, particularmente en Cataluña. La liberalización, con su énfasis en la flexibilidad laboral, ha estimulado altos índices de paro y de empleo eventual, el declive de la organización social y una mayor desigualdad de rentas.
Lo importante no son sólo las negativas consecuencias objetivas sino las respuestas subjetivas a estos procesos económicos. ¿Cómo viven los trabajadores jóvenes y mayores estas experiencias? ¿Cómo afectan las políticas económicas liberales a los trabajadores mayores, que entraron en el mercado laboral antes del proceso de liberalización, y a los trabajadores más jóvenes que intentan conseguir empleos? ¿Qué diferencias en los ciclos vitales, valores y actitudes frente al trabajo surgen de estos cambios en el mercado laboral? ¿Cómo se experimenta la liberalización desde abajo? ¿Cuáles son las consecuencias humanas de las abstractas doctrinas económicas liberales? En los próximos epígrafes, analizaremos la respuesta de dos generaciones de trabajadores y luego presentaremos algunas de las entrevistas a los trabajadores que participaron en el estudio.
LA GENERACIÓN MAYOR
La «generación mayor» aquéllos que entraron en el mercado de trabajo entre mediados de los 60 y mediados de los 70- está marcada por varias experiencias importantes. Lo primero y crucial: era un tiempo de expansión capitalista, rápida industrialización y fuerte demanda de trabajo. En segundo lugar, era una época en que la normativa laboral estipulaba un empleo prácticamente de por vida, siempre que uno acatara el régimen político. En tercer lugar, era una época donde los sindicatos autónomos se estaban organizando, muy subordinados a la militancia de base, con una marcada orientación de clase y un mínimo de funcionarios «a tiempo completo». En cuarto lugar, las luchas en el lugar de trabajo estaban ligadas a las luchas políticas contra la dictadura de Franco. Por último, debido a la naturaleza expansiva de la economía, a la seguridad en el empleo y a los sindicatos autónomos de reciente composición, los sustanciales aumentos salariales se volvieron la norma a lo largo de los años 70. Cada una de estas experiencias reforzó el sentimiento de formar parte de una cultura del trabajo cohesionante, donde la organización colectiva era aceptada como una forma de vida en común, y la solidaridad de clase se volvió de rutina en oposición a la clase empresarial y al régimen de Franco.
El miedo al régimen represivo y a los despidos estaba suavizado por las oportunidades para trabajar en otro sitio, por el apoyo de los compañeros del trabajo o incluso de los vecinos, si los artículos de primera necesidad escaseaban temporalmente. El problema era el mal sueldo, no la inseguridad en el empleo. Y la concentración de trabajadores y la subsiguiente organización en el lugar de trabajo podían, y de hecho así lo hacían con frecuencia, corregir los bajos salarios en una medida que a los trabajadores eventuales, mal pagados y dispersos de hoy, les resultaría difícil de imaginar. Las divergencias entre la generación mayor y más joven de trabajadores empiezan sin embargo mucho antes, en casa y en el barrio.
CRECER EN LA ESPAÑA DE POSGUERRA
Crecer en los últimos 40 y en los 50 en la España de la posguerra significaba tiempos difíciles. Casi todos los trabajadores mayores de hoy eran hijos o hijas de inmigrantes de otras regiones de España. Sus padres eran campesinos pobres o trabajadores mal pagados de Andalucía, Murcia, Castilla. Al principio, solían vivir en bloques dormitorio, en barrios degradados del centro de la ciudad, o en barracas improvisadas. Como niños, normalmente dejaban el colegio al completar la enseñanza primaria, sobre los 13 ó 14 años, y encontraban colocación en pequeños talleres como aprendices o de dependientes con salarios de subsistencia. La mayor parte del cual se entregaba a la familia. Sus padres normalmente trabajaban muchas horas y la mayor parte de la «vida familiar» giraba en torno a la madre.
El padre era en gran parte la figura autoritaria ausente. Muchos de ellos sabían hasta cierto punto del papel de sus padres en la Guerra Civil, casi exclusivamente en el lado de la República. Pocos de ellos, si es que había alguno, continuaron su militancia en el período de posguerra a causa del miedo, la represión o porque procuraban «normalizar» su vida después de haber pasado varios años en campos de concentración o de trabajos forzados. Aunque alguno de los padres de hoy recibieron su primera introducción «política» o «social» a la política de clases en conversaciones con sus padres, esto no era un caso común. Parece haber habido poca comunicación intergeneracional, especialmente en casa. Casi siempre la identidad de clase se transmitía de un modo menos formal, a través de las experiencias cotidianas de «sufrimiento» y «cohabitación» en barrios de obreros que vivían y compartían circunstancias sociales similares y adversarios comunes. Los abuelos de los trabajadores de hoy procuraban en muchos casos olvidar las derrotas, la persecución, las rivalidades entre partidos de la Guerra Civil y del período de posguerra. En parte, la necesidad de olvidar venía de un sentimiento de impotencia y porque la lucha por la supervivencia dominaba la vida. Más tarde, con los incrementos en los niveles salariales, y los ahorros de la familia, la preocupación predominante no era la política sino reunir recursos para comprarse un piso. Más que una «unidad afectiva», la familia era una institución económica que aseguraba la vivienda y otros logros materiales.
Los lazos sociales básicos de los padres de hoy se forjaron entre los amigos del barrio. Los barrios eran entidades homogéneas, pues la segregación de clase era la norma. Dentro de estos barrios predominantemente de obreros inmigrantes, se daba una especie de «solidaridad espontánea» una cohesión informal a base de niveles de vida compartidos y de pasatiempos recreativos comunes que estaban arraigados en el barrio. No sería pretencioso hablar de una «cultura de la clase obrera». Había determinadas experiencias comunes entre los amigos del barrio, de deportes, bailes, cultura inmigrante y unas condiciones económicas compartidas que brindaban un sustrato de «identidad de clase». Como muchos de nuestros entrevistados dijeron: «todos nosotros éramos anti-Franco… como una cuestión que caía por su propio peso… por el hecho de ser obreros, estar en alojamientos precarios, divorciados de las cosas agradables de la vida social…». Si el barrio, la calle, era el primer contacto real con la cohesión social (más allá de los límites de la familia), las primeras experiencias de trabajo, normalmente en una pequeña tienda, contribuían poco a forjar una conciencia social. Las horas eran muchas, el sueldo malo, y había pocos trabajadores con que «socializar experiencias». La primera experiencia laboral brindaba un trampolín hacia la independencia personal y más tarde al empleo en las fábricas más grandes.
A finales de su adolescencia o a principios de su veintena, los padres de hoy entraban normalmente en una de las grandes fábricas, SEAT, Olivetti, etc. Miles de jóvenes obreros inmigrantes se colocaban en empleos de producción masiva. Las experiencias comunes del barrio, una conciencia de tener como adversarios a las autoridades públicas (profesores, policía, clero) y las duras condiciones de trabajo transformaron a algunos de los padres en miembros de las comisiones clandestinas de la fábrica.
La emergencia de una conciencia de clase se acompañaba del orgullo de formar parte de una empresa productiva moderna, del orgullo en el trabajo y de ser un trabajador. Aunque los salarios estaban por encima de los de las pequeñas tiendas, el empleo en las grandes fábricas no cambió drásticamente la suerte de la mayoría de los obreros. Lo que sí brindaba era seguridad a largo plazo y un sentimiento de continuidad, un poder pensar en términos de futuro.
La mayor parte de los padres, una vez se aseguraban el empleo e ingresos estables, solían casarse con su «novia» (normalmente una chica del barrio) y después de un periodo más o menos largo, solían empezar a pagar un piso. A diferencia de sus padres inmigrantes, las familias se limitaban a dos o tres hijos, con la madre que solía quedarse en la casa a criarlos. La mayoría de los obreros entablaban sus amistades de larga duración con sus compañeros de trabajo, compartiendo el almuerzo, un vaso de vino o una cerveza después del trabajo y alguna que otra visita familiar los fines de semana, especialmente si vivían en el mismo barrio. En el lugar de trabajo, los obreros desarrollaban un sentido de solidaridad contra los esfuerzos del empresario por fomentar la competición. Al ser uniformes tanto los niveles salariales como las condiciones de trabajo, se generaba un punto de vista de clase cohesivo. Los obreros individuales que tomaban la iniciativa de organizar sindicatos paralelos eran respetados y desplazaron gradualmente a los «sindicatos verticales del régimen».
En algunos casos, los trabajadores que militaban, en su mayor parte del partido comunista, entraron en los sindicatos verticales para convertirlos en órganos representativos de la base.
La continuidad del empleo, la fuerte demanda de trabajo, la expansión de la industria y los altos índices de beneficio brindaban un clima propicio para la organización de sindicatos y para contratos de trabajo favorables. Las primeras huelgas que tuvieron lugar en las industrias principales (o la amenaza de huelgas) condujeron a sustanciales aumentos de salario y, lo que es más importante, a unas acrecentadas «conciencia de clase» y autoconfianza entre los trabajadores.
A lo largo de los años 70, los aumentos sustanciales de salario fueron la norma. Y al tiempo que aumentaban los sueldos, también lo hacia la solidaridad obrera, reforzada por el creciente movimiento antifranquista fuera de la fábrica. Los barrios se volvieron importantes áreas de organización social de la clase trabajadora. Las luchas para mejorar los equipamientos sanitarios y educativos, por la pavimentación y alumbrado de las calles, llevaron a muchos obreros a llevar su militancia de fábrica a las asociaciones de vecinos y de padres de alumnos. Y viceversa: Las luchas vecinales politizaron a los trabajadores, que llevaban el mensaje político a la fábrica. Las luchas en el lugar de trabajo y las vibrantes actividades vecinales se reforzaban unas a otras, creando un sentimiento de ciudadanía, una creencia en el progreso, y esperanza de cambios sociales reales. Para algunos trabajadores, las luchas incluían una visión de una nueva sociedad socialista igualitaria.
Según casi todos los trabajadores, el tardofranquismo y la Transición (aproximadamente de 1974 a 1979) fueron tiempos de una gran participación social, de optimismo en el futuro y del más fuerte sentido de solidaridad social. La mayoría fechan la caída de su activismo social y su desilusión creciente con el proceso político, en el advenimiento del gobierno socialista en 1982. Para otros, la decadencia llegó antes, con los Pactos de la Moncloa, en los que el partido comunista y su sindicato. Comisiones Obreras, aceptaron limitar la política de clase independiente en aras de una subordinación del activismo popular a las campañas electorales.
El giro desde la solidaridad social y la visión social a unos puntos de vista «corporativistas» comenzó a afianzarse entre los padres hacia mediados de los 80, aunque una «solidaridad residual» se manifestó en dos huelgas generales masivas (14 de diciembre de 1988 y 27 de enero de 1994). Muchos obreros sienten que el régimen socialista ha traicionado sus valores y su compromiso con el trabajo. Su adopción de la economía de libre mercado y su apadrinamiento de la legislación anti- trabajo provocan un profundo desencanto de la política y de los políticos. La honda inmersión de funcionarios socialistas en prácticas corruptas y su apadrinamiento de grupos paramilitares intensificaron la desilusión. Los trabajadores expresan visiones pesimistas del futuro y poca esperanza de que la solución vendrá de los procesos electorales, aunque sigan votando. Incluso los sindicatos socialista y comunista, fuertemente burocratizados y dependientes de las subvenciones estatales, han perdido parte de su atractivo para muchos obreros. Los sindicatos son vistos ahora como meros organismos «de protección del empleo»: para negociar cierres patronales, a fin de estipular compensaciones apropiadas, más que organizaciones con un proyecto político alternativo.
Los cambios a escala de la sociedad también afectan a los trabajadores mayores, en tanto que se giran hacia el consumo privado y el tiempo de ocio. Bajo las nuevas reglamentaciones laborales, que fomentan el trabajo temporal y refuerzan las prerrogativas de la dirección, el lugar de trabajo ya no es tanto un espacio de solidaridad como de competición. Muchos trabajadores mayores se lamentan de la falta de solidaridad; ya no encuentran la vieja camaradería. Cada vez más se vuelven hacia los amigos y la familia, fuera del trabajo. Puesto que éste queda devaluado con las cambiantes reglas laborales y las nuevas tecnologías, los trabajadores pierden el orgullo de su trabajo y buscan el retiro. El aspecto «social» de la división social del trabajo disminuye, mientras que la «división» entre los trabajadores aumenta.
Hacia finales de los 80 y principios de los 90, con cierres patronales frecuentes y la “racionalización» de la producción, los padres experimentan una inseguridad creciente en el puesto de trabajo e incertidumbre sobre su futuro. Están preocupados por las perspectivas poco prometedoras. Buscan el favor de los empresarios -a expensas de la solidaridad obrera- para conseguir empleo -aunque sea eventual- para sus hijos. Usan la influencia del sindicato para «negociar» con los empresarios su seguridad personal. Los trabajadores fijos a tiempo completo sienten cada vez más que son enclaves aislados en un mar de trabajadores eventuales mal pagados. Algunos se sienten vulnerables ante el empresario y la retórica estatal, que les acusa de “privilegiados» y «egoístas» cuando tratan de defender los niveles de jubilación o de salario. Saben que quienes les acusan son los que cobran sueldazos, los mimados y subvencionados «dueños» de los tiempos, pero carecen de los medios o de los media para contrarrestar el mensaje. En el trabajo, libran batalla de vez en cuando con los empresarios para convertir trabajadores eventuales en fijos. Luchan por contratos donde los temporales disfruten de los mismos niveles salariales que los fijos. Intentan reclutar a los trabajadores jóvenes para sus sindicatos. Pero se desaniman ante los obstáculos legales, la intransigencia del empresario y la falta de militancia o interés de los trabajadores jóvenes, a los que ven en muchos casos como «interesados sólo en sus propias cosas».
En este contexto, muchos padres consienten a sus hijos sub o desempleados, les compran bienes de consumo y les subvencionan los fines de semana, pidiéndoles poco a cambio. Sin embargo, hay una tensión latente en la familia, a medida que la edad de los hijos dependientes se aproxima a la treintena. Los padres tienen que pagar las facturas, limpiar la casa y restringir su nivel de vida, y se van sintiendo así cada vez más exasperados. Tan pronto culpan a los «niños» por no encontrar empleo como maldicen al sistema que niega oportunidades o se sienten culpables por no haber podido «colocar» a sus hijos. Entre los trabajadores jóvenes hay una frustración creciente por el empleo inestable, el trabajo ocasional de subsistencia y la incapacidad para emanciparse y progresar. La tendencia es a aceptar las circunstancias, dar por sentado que los padres se hacen cargo de las facturas y sacar partido de las circunstancias tal como se van presentando. La mayor ansiedad es respecto a qué pasará si el padre se muere, o pierde el empleo. Este sistema de bienestar familiar se basa en la prosperidad y ahorros del pasado; la generación actual está viviendo de la prosperidad del ayer de sus padres. Puede que algunos hereden el piso en el futuro y tengan un techo sobre sus cabezas. Pero las perspectivas de trabajo se vuelven peores, no mejores, a medida que nos acercamos al final de siglo.
Dos generaciones de movilidad ascendente han llegado a su final definitivo. La exteriorizada prosperidad de aquéllos que gozan de empleos estables y bien pagados en Barcelona, ésos que llenan los bares y restaurantes de Gracia y el Barrio Gótico, contrasta con los no tan jóvenes trabajadores eventuales de 20 a 40 años que hacen durar la cerveza en la Plaza del Sol, codo con codo con los adolescentes.
El Gran Miedo que está obsesionando a España en general y a Barcelona en particular es la cuestión del «paro» y, más en concreto, del empleo eventual con salario mínimo. Los compromisos son raros, las aventuras provisionales se vuelven la norma en tanto que vivir juntos como pareja se vuelve económicamente no factible.
La ausencia de socialización temprana en los valores de la clase trabajadora (especialmente a través de la familia), y la «generosidad» o mala conciencia de los padres, limitan el surgimiento de un «movimiento juvenil» socialmente rebelde. La convergencia del desencanto y acomodación de la generación mayor con la despolitización de la generación joven es una razón para que, a pesar del sub y desempleo masivo, no haya movimientos sociales a gran escala.
La noción de un «mercado de trabajo dual» supone que las condiciones que determinan la dualidad son constantes. Ése no es el caso hoy en España. Hay un proceso inexorable de homogeneización… hacia abajo. El porcentaje de trabajadores fijos disminuye y la proporción de contratos de trabajo temporales crece geométricamente. Con el tiempo, la gran mayoría de los trabajadores serán temporales. Junto al empeoramiento de las condiciones de trabajo, se da una creciente renta y riqueza de los negocios, bienes inmobiliarios e intereses comerciales. Aumenta el poder para contratar y despedir; la capacidad para imponer sueldos bajos y reclinar empleados de entre la masa de parados nunca fue mejor. España es, tal como la describió uno de sus antiguos ministros «socialistas» de Hacienda, uno de los países donde es más fácil acumular una gran fortuna. La otra cara del aumento de la inseguridad y de los bajos ingresos de los jóvenes trabajadores es la seguridad y los altos ingresos que corresponden a los abogados, ejecutivos y directores de las grandes y medianas empresas. Mientras que los jóvenes trabajadores vegetan en casa de sus padres, los nuevos ricos se compran casas de piedra románica de 40 millones de pesetas y se gastan otros 13 millones en «remodelarlas». Mientras que los ricos envían a sus hijos a estudiar a las Escuelas de Negocios de Harvard y Standford, o a la London School of Economics, o a una de las costosas universidades privadas de Barcelona, los hijos de la clase obrera hacen trabajillos ocasionales en la periferia de la sociedad. Para los pocos hijos de obreros que siguen adelante con sus estudios, las perspectivas en el mercado de trabajo tampoco es que sean particularmente brillantes.
En la enseñanza, la antigua avenida principal para ascender, la norma es ser un profesor «sustituto» que va de institución en institución durante años. O solicitar los trabajos donde antes contrataban a gente con el COU), o como dependientes en las librerías del centro, o de camareros temporales y recepcionistas de hotel en los centros de verano para volver luego a casa con sus padres. Aunque está claro que algunos jóvenes aún consiguen empleos «fijos» con sueldos decentes, y otros tienen posibilidades de conseguir la permanencia al final de sus contratos temporales, son una clara minoría.
¿DÓNDE ESTÁN LOS PROGRESISTAS?
Lo asombroso respecto al destino de millones de jóvenes mal pagados y subempleados sin futuro es la indiferencia de la sociedad, incluyendo la indiferencia de la clase media «progresista».
¿Dónde están los progresistas? Están activos, pero lo que les interesa es el dos por ciento de “marginales»: los gitanos, los drogodependientes, las prostitutas, los inmigrantes; el acoso sexual, el racismo…cualquier cosa menos el destino de tres millones de españoles desempleados, los jóvenes trabajadores con contratos temporales y los que tratan de vivir del salario mínimo. No quiero ser malinterpretado. Por supuesto que estoy en contra del acoso sexual, la discriminación y el racismo. Pero aquí y ahora, y en la estructura de clases española, la distancia entre los problemas sociales a largo plazo y a gran escala, y las actividades de los progresistas es escandalosa. ¿Por qué eluden su realidad nacional y social?
Primero, porque no es peligroso luchar por los derechos legales de las pequeñas minorías: eso no comporta ninguna confrontación con el Estado y menos aún con los empresarios. Pero comprometerse en la lucha por los sub y desempleados implica confrontaciones muy duras y sostenidas con el Estado y los empresarios (y los medios de masas) porque esa lucha gira en torno a la distribución de los principales recursos económicos de la sociedad: los presupuestos que podrían financiar obras públicas para un empleo a gran escala en vez de subvenciones para corporaciones multinacionales; los beneficios empresariales que podrían financiar una semana laboral más corta y la contratación de empleados fijos.
En segundo lugar, las luchas progresistas por las minorías (cambios simbólicos y reconocimiento legal) tienen el apoyo financiero de los gobiernos municipales o regionales. Las ONG y organizaciones similares brindan a los progresistas oportunidades económicas, segundos salarios en calidad de investigadores, educadores, asistentes sociales o abogados. Pueden así combinar una «buena conciencia» y la remuneración económica con una palmadita en el hombro de las autoridades locales.
Mientras tanto, la lucha de millones de sub y desempleados, si estuviera adecuadamente organizada, podría afectar a las políticas globales de las mismas benevolentes autoridades. Podría socavar sus esfuerzos por subvencionar a los promotores inmobiliarios urbanos y a los constructores que financian sus campañas electorales. Por esta razón, los esfuerzos para organizar políticamente a los sub y desempleados por empleos bien pagados contra los políticos neoliberales no reciben ningún apoyo financiero.
En tercer lugar, la actual moda ideológica entre la clase media progresista pone en tela de juicio la noción misma de «clase». La retórica dice algo así como: «Clase es un constructo cultural que ha perdido su pertinencia». Los progresistas ahora están en conceptos del tipo «identidades sociales», «ciudadanía» y «derechos», en lugar de «clases», «conflicto de clases» e «intereses de clase». Ya que muchos de los grupos marginales están entre los segmentos más pobres, los progresistas alegan que es más «revolucionario» o radical luchar por ellos en vez de por los «privilegiados» españoles «que viven del salario mínimo».
Obviamente hay una necesidad urgente de unir fuerzas entre la clase media progresista y los trabajadores jóvenes sub y desempleados. El primer paso es una reflexión crítica por parte de los progresistas, sobre quiénes son, qué papel juegan en la sociedad, si forman parte del problema (en tanto que empleados del gobierno, profesores, profesionales) o de la solución. Tienen que preguntarse si están verdaderamente por la solidaridad con los explotados por el sistema o buscan simplemente nuevos vehículos de movilidad social.
La abrumadora mayoría de los jóvenes trabajadores raramente expresan apoyo de los «movimientos» promovidos por los progresistas; más importante aún, jamás mencionan ninguna relación sostenida con ningún intelectual progresista de clase media o con movimientos interesados en sus circunstancias sociales. Hay pocos espacios donde puedan encontrarse, incluso socialmente, y aún tienen menos en común en términos de actividades del tiempo de ocio.
Los progresistas están en sus pisos y tienen acceso a segundas residencias fuera de la ciudad para el fin de semana.
La ruptura en el vínculo entre la joven clase obrera y la clase media progresista se expresa a todos los niveles: en la ideología, la música, los estilos de vida, el lenguaje y las condiciones materiales. Los lazos que existían durante el período antifranquista y la Transición son historia pasada. Los únicos parados por los que la clase media progresista se preocupa son sus propios hijos. El aislamiento social de los jóvenes trabajadores refuerza su sentimiento de impotencia social y confirma su punto de vista individualista.
LA NUEVA GENERACIÓN
Hay marcadas diferencias a todos los niveles entre los trabajadores jóvenes y los mayores. En primer lugar, en contraste con sus padres, los jóvenes trabajadores han nacido en una familia con un cabeza de familia estable y relativamente bien pagado. Aunque de ningún modo rica, la familia puede permitirse apoyar a los hijos a lo largo de la educación secundaria y proporcionarles fondos a discreción para diversiones. Mientras es materialmente segura, hay también estabilidad en el lugar geográfico de la familia: los antiguos patrones de la emigración no se reproducen. Los padres normalmente han comprado un piso y más a menudo un pequeño coche. Los hijos no suelen dejar el colegio por «necesidad económica»; la razón más corriente es el aburrimiento en la escuela, el deseo de ganar dinero para diversiones o el fracaso escolar. En comparación con sus padres, son una generación «mimada» (dentro de la familia).
Si bien está ampliamente aceptado que en España existen «fuertes» lazos familiares, esto está relacionado, en gran parte, con el consentimiento de los padres en subvencionar a los hijos cuando son veinteañeros y más allá. Igual que sus padres, pocos trabajadores jóvenes nos hablaron de lazos profundos con los suyos, y prácticamente de ninguna discusión sobre sindicatos o cuestiones sociales o de la fábrica. De hecho, la mayoría expresaron pocos lazos afectivos y poca comunicación desde una edad temprana. En la mayoría de los casos los amigos, antes que los padres, eran el grupo principal con el que se formaban los valores sociales. La «familia» era principalmente una institución instrumental para salvaguardar la supervivencia y apenas una institución formativa dentro de la «preparación de una clase trabajadora».
Los barrios donde crecieron los jóvenes trabajadores ya no son el terreno de la movilización de los debates sociales y la organización política.
Hacia finales de los 80 y principios de los 90, las asociaciones de vecinos se habían convertido en apéndices del gobierno socialista, que administran los clubs de jubilados y tienen poca vida política interna. Sus padres, durante los últimos 70 y los primeros 80, eran activos en las luchas vecinales por mejoras sociales en infraestructura, educación y un gobierno local responsable.
Muchos estaban involucrados en la lucha antifranquista y de algún modo crearon vibrantes asociaciones de vecinos y de padres de alumnos. En contraste, los jóvenes trabajadores alcanzan la edad adulta en un periodo en que sus padres se han «privatizado». Los movimientos sociales se han burocratizado. Los adversarios del gobierno se protegen con una careta de «constitucionalismo». Y sus necesidades básicas inmediatas las cubren unos padres con «mala conciencia». De aquí que el barrio no sea un mecanismo de socialización para introducir nuevos valores sociales de solidaridad sino, más bien, un terreno de encuentro informal para que los amigos se libren a pasatiempos privados.
Las asociaciones sociales existentes, organizadas por sus padres, no atraen su interés. La música y los bailes en los actos sociales del barrio son ridiculizados y los jóvenes se dirigen a los bares y clubs fuera del barrio para divertirse.
La decadencia de la cultura cívica del barrio alimenta el comportamiento «consumista privado» que los jóvenes reciben a través de los medios de masas.
El rock mercantilizado, con sus surtidos estandarizados de chaquetas negras, pendientes y peinados, brinda símbolos «externos» de «rebelión» que enmascaran la interiorizada conformidad con un estilo de vida consumista e individualista. Las amistades del barrio están desconectadas del lugar de trabajo y, en muchos casos, están divorciadas de cualquier discusión sobre problemas del «curro», conflictos sociales u organización política. En el pasado, el compartir experiencias personales y sociales reflejaba la imbricación entre trabajo, barrio y placeres personales. Para los jóvenes, hoy, los largos períodos de desempleo, la naturaleza transitoria y temporal del trabajo, el mal sueldo y la impotencia en el lugar de trabajo no son propicios a experiencias compartidas.
Encontrarse con los amigos es un tiempo para «olvidarse» del trabajo. Hablar de los miedos y las inseguridades del lugar de trabajo no levanta los ánimos en la barra de ningún bar; los malos sueldos son un símbolo de estatus de vergüenza; es mejor callártelo mientras apuras la cerveza e intentas arreglar para esa noche una comedia de representación única.
Aunque las amistades del barrio persisten hasta cierto punto, tienen lugar en un contexto totalmente distinto a las de sus padres, y también tienen un sentido diferente. Además, surgen divisiones entre una minoría que consigue empleo «fijo» y aquéllos que son eventuales o parados. Los primeros empiezan a «independizarse», gastan más dinero y están en condiciones de entablar relaciones románticas estables si las circunstancias se presentan. Los eventuales, o no pueden permitírselas, o están tan enfrascados en su busca diaria de empleo que sus perspectivas se orientan hacia relaciones de «entrada fácil y salida rápida».
El esquema en el trabajo es «entrada difícil y salida rápida». La gran masa de jóvenes son hoy empleados temporales con contratos a corto plazo, de salario mínimo o por debajo de él en la mayoría de los casos. Su entrada en el mercado de trabajo bajo el régimen neoliberal es probablemente su diferencia más importante con sus padres. Éstos entraron en el mercado laboral durante el tardofranquismo, una época de empleo en expansión, donde el grueso de los empleos eran fijos y los aumentos de sueldo sustanciales estaban a la orden del día. En contraste, la mayoría de los jóvenes que han entrado en el mercado de trabajo hoy pueden esperar un largo período de desempleo o, con más probabilidad, empleo en la economía sumergida con sueldos por debajo del salario mínimo y con horarios irregulares. Los bastante «afortunados» como para conseguir un empleo son, en su aplastante mayoría, trabajadores temporales, la mayor parte de los cuales serán «rotados»: renovados o despedidos, pero raramente convertidos en trabajadores fijos. A diferencia de sus padres, los jóvenes trabajadores temporales temen perder su empleo, meterse en sindicatos, y compiten con los otros eventuales.
A pesar del salario de miseria y las terribles condiciones de trabajo, estos trabajadores expresan «pánico» ante la idea de «verse en la calle», porque piensan que pasarán una época muy difícil encontrando un nuevo empleo. Tal como un trabajador expresaba: «El miedo al despido del empresario es hoy peor que la represión bajo Franco». Es una verdad profunda que durante el periodo franquista los trabajadores se hallaban en una condición colectiva común, unificada por una ideología política y «de clase» común. La dictadura, aunque represiva, solía afectar a un pequeño número de trabajadores y las víctimas eran con frecuencia reintegradas en su puesto, o al menos tenían el apoyo de toda la fábrica.
Los jóvenes trabajadores temporales de hoy no tienen seguridad en el empleo, y apenas organizaciones colectivas o apoyo: están atomizados y son vulnerables a los dictados del empresario, que tiene el sostén legal del Estado, el cual apoya sus arbitrarias acciones. Hoy la dictadura del mercado es un enemigo más formidable de los trabajadores temporales que el régimen represivo de Franco, con su mano de obra estable y su mercado laboral en expansión. Pocos trabajadores temporales expresan sentimientos de solidaridad con sus colegas. Entre los eventuales hay un sentido de competencia y desconfianza, condicionado por las escasas posibilidades de un empleo «permanente».
En relación con los trabajadores fijos mayores, hay una mezcla de envidia y resentimiento a partir del hecho de que «se ocupan de sus propios intereses» y tienen empleo protegido, y de vez en cuando un cierto reconocimiento de los esfuerzos de los sindicatos por conseguir empleo fijo.
Debido al miedo profundo a que cualquier expresión de solidaridad de clase pudiera contrariar a los empresarios, la mayoría de los trabajadores temporales evitan unirse a ninguno de los sindicatos (o se unirán al sindicato «colaboracionista») o, si de veras se «afilian», ocultan su pertenencia.
Fundamentalmente la estrategia es aparecer como un empleado súper trabajador y «con espíritu de empresa», dispuesto a trabajar fuera de horas y a evitar relaciones conflictivas con el empresario. Sin embargo, cuando hay una huelga, especialmente si el grueso de los trabajadores son fijos, los eventuales se unen a regañadientes a la misma, aunque sin desempeñar ningún papel destacado. En parte, siguen el ejemplo de los trabajadores mayores, y temen que les estigmaticen como esquiroles, aunque expresan poca simpatía por las demandas salariales de los otros cuando su problema básico, la seguridad en el empleo, no forma parte de la lucha.
La pasividad general de los trabajadores temporales, no obstante, se rompe cuando sus contratos se acercan a la renovación o están a punto de concluir. Confrontados con el despido inminente, al darse cuenta de que todos sus esfuerzos por ser trabajadores «leales» no dieron como fruto el empleo fijo, no es raro que los eventuales se organicen, expresen abiertamente su descontento y se acerquen a los sindicalistas más militantes pidiendo ayuda. En la mayoría de los casos, sin embargo, su arrebato de «acción de clase» es efímero. A pesar de algún apoyo de los trabajadores fijos y de los sindicalistas, la experiencia de la lucha colectiva ha dejado a los eventuales con poco en lo referente a «conciencia de clase». En vez de eso, hay rabia contra los jefes y cinismo hacia los sindicatos y los trabajadores fijos «que se ocupan de si mismos». En cierto sentido, el «despido» refuerza, más que una radicalización, el sentido de aislamiento y una visión del mundo como algo regido por el interés propio más egoísta. Como excepción, una minoría expresa un cierto respeto por la valentía y la solidaridad de los militantes en una batalla perdida de antemano (especialmente cuando un sindicato o un grupo de trabajadores fijos «dieron la cara» por ellos). En caso de que las luchas hubieran conducido a la inauguración de situaciones de empleo fijo, no es infrecuente que algunos de los antiguos trabajadores temporales se afilien a los sindicatos que llevaron la lucha. No es éste siempre el caso, sin embargo. Un número considerable de eventuales que se convirtieron en fijos, una vez han asegurado el empleo no se afilian a ningún sindicato o se unen a un sindicato conservador, en parte porque ofrecen «favores personales» o porque están interesados en hacer horas extraordinarias y aumentar su poder de consumo.
Aunque el empleo fijo es un estatus muy deseado por los trabajadores jóvenes, la mayoría están insatisfechos con su trabajo y tienen poca identificación con la fábrica o nada que se parezca a una cultura de la clase obrera. El empleo es un sitio donde trabajas, ganas dinero y te socializas en otra parte. En contraste con sus padres, que sentían una identidad u orgullo de formar parte de una fábrica bien conocida, de ser miembros de un sindicato, y tenían amigos cercanos en el trabajo, para la mayoría de los trabajadores jóvenes el trabajo es un aburrimiento, el sindicato «está ahí», y con los compañeros compartes una cerveza o no. La cuestión es hacer tiempo hasta el fin de semana o las vacaciones de verano, o comprarse un equipo de alta fidelidad. La consecución del «empleo fijo», cuando no se ha obtenido a través de la lucha colectiva, tiende a «confirmar» la actitud «conformista-consumista» entre los trabajadores temporales. Sin recibir una «perspectiva de clase» de la familia, el barrio o los amigos, y sin haber formado parte de una lucha política equivalente al antiguo movimiento antifranquista, muchos jóvenes trabajadores fijos sucumben fácilmente a la ideología individualista del «sólo miro por mí». Sin embargo, a una minoría de jóvenes trabajadores les han influido los viejos obreros militantes, se han vuelto activos en el sindicato y, en algunos casos, han salido elegidos como «delegados» de fábrica. En ciertos casos, esto obedece a lazos previos con movimientos políticos o sociales, o porque los sindicatos tuvieron un papel activo a la hora de asegurar empleo. En otras ocasiones, convertirse en delegado de fábrica es visto como un vehículo para conseguir tiempo libre de un trabajo aburrido, o influencia de cara a un objetivo personal, o se hace por frustración, tras alguna petición denegada.
Lo que más frecuentemente se encuentra en los jóvenes militantes sindicalistas, sin embargo, es un disgusto con su trabajo y un deseo de irse a otra cosa. Dentro de la fábrica o fuera. El trabajo de fábrica se ve como un medio de «ahorrar» para eventualmente abrir un pequeño negocio, editar una revista musical o volver a la educación superior. A pesar de que el empleo fijo es un «premio» muy codiciado, una vez se consigue pierde rápidamente su «lustre» y empieza el descontento con el puesto de trabajo. Este descontento tiene dos caras. Por un lado, da pie a soñar con otros tipos de trabajo, o a fuertes deudas por bienes de consumo. Pero, por otro lado, brinda una base para llegar a formar parte de una acción militante. Sería un error trazar hoy una línea estricta entre los trabajadores jóvenes y los mayores. Aunque es verdad que muchos de estos últimos mostraron en el pasado mayor conciencia de clase que los jóvenes trabajadores contemporáneos, gran parte de la vieja solidaridad y sentimientos colectivos se han disipado. Muchos de los trabajadores mayores han sido ellos mismos alcanzados por la idiosincrasia consumista; muchos se ven enredados en favores personales con el sindicato y la empresa a fin de asegurar empleo para sus hijos. Si manifiestan más lazos con los sindicatos y disposición a la huelga, esto suele ir ligado a estrechos intereses «corporativos».
Así, mientras algunos jóvenes trabajadores fijos están disponibles para la actividad sindical, muchos trabajadores mayores han perdido gran parte de su solidaridad de clase. Todo esto tiene lugar en un contexto de inseguridad general entre todos los trabajadores. Las políticas anti-laborales del régimen neoliberal, la movilidad de las corporaciones multinacionales y la nueva legislación laboral que facilita los despidos y los cierres patronales, han creado un sentimiento general de miedo entre los trabajadores jóvenes y mayores, entre los fijos tanto como entre los temporales. El miedo ha reducido la disposición de muchos trabajadores fijos a comprometerse en huelgas a favor de mejoras. En la mayoría de los casos, las huelgas tienen lugar contra nuevas pérdidas salariales o de protección del empleo, o cierres patronales. Las luchas son a la defensiva. A falta de ataques directos, la mayoría de los trabajadores se «bunkerizan» y tratan de «evitar conflictos» o consolidan lo que han logrado. En este contexto, la mayoría de sindicatos y partidos políticos de izquierda ya no ofrecen una visión de una sociedad alternativa a la pesadilla neoliberal. A lo sumo, intentan atenuar los golpes: privatizaciones graduales, menos pérdidas de empleo, mayores indemnizaciones a los trabajadores despedidos, etc. En cierto sentido, los dos sindicatos principales (al menos sus cúpulas) han sido asimilados dentro del proyecto neoliberal. Critican sus excesos y piden más gastos sociales, a cambio de compartir los argumentos de productividad de los empresarios. A falta de una referencia «sindical», no es sorprendente que la mayoría de los jóvenes trabajadores se vuelvan hacia soluciones «individuales» y que unos pocos comiencen a orientarse hacia los sindicatos minoritarios más radicales.
Emparedados entre unos trabajadores temporales que se ajustan de cara al exterior a la imagen que tienen los jefes del «buen trabajador», y unos trabajadores mayores que luchan por asegurar su longevidad y su jubilación, los jóvenes trabajadores fijos carecen de un contexto que encienda la rebelión (huelgas salvajes, acciones en el trabajo). En una palabra, aun suponiendo que, a través de intercambios con la familia, el barrio o el puesto de trabajo, los jóvenes trabajadores fijos adquirieran «conciencia de clase», las condiciones globales no facilitan su expresión.

Con el derecho natural en la mano está clarísimo que desde la Mona González hasta el nauseabundo Chepas con gestos de cura relamido merecen la pena de muerte por alta traición, ¿pero es cristiano desear la aplicación de la pena de muerte? El conflicto interior parece inexorable por más que el mal venga de fuera… ¿no os parece?
Estimado seguidor: la pena de muerte es parte de la necesaria justicia, o sea, de dar a cada uno lo que se merece, algo que hoy está más que olvidado por ese buenismo que en realidad es malísimo. La alta traición –como usted muy bien nos recuerda–, la traición de lesa patria y los crímenes de sangre especialmente abyectos tuvieron siempre en todas las culturas, por ese derecho natural que igualmente usted nos traer a la memoria, la pena de muerte como consecuencia. La propia Iglesia, en lo que al conflicto de conciencia se refiere, la admite… –ahora algunos pretenden que no–, porque además puede ser, y de hecho ha sido multitud de veces, fuente de conversión in extremis. Así es que conflicto de conciencia, según el caso, pues no tanto. Mil gracias. Saludos cordiales