Las enfermedades terminales…

Todos tenemos que morir; de tal suerte, o mala suerte, según algunos, nadie escapa. Además, es evidente que, como dice el Evangelio, no sabemos ni la hora, ni el lugar, ni la forma; eso sólo Dios lo sabe, porque es, además, quien lo tiene decidido desde incluso antes de crearnos. Y ese desconocimiento puede ser, cuando nos paramos a pensarlo, angustioso.

Pero hay ocasiones en que de una u otra forma sí llegamos a saberlo con cierta antelación; incluso la forma en que moriremos. Eso ocurre cuando nos diagnostican una enfermedad grave, de esas incurables, de las que cuando alguien fallece, no se sabe bien por qué, se dice que ocurrió de «una larga enfermedad», normalmente refiriéndose al cáncer.

El problema de no saber cuándo, ni cómo, ni dónde, ni de qué forma moriremos es que nos puede sorprender «fuera de juego», es decir, en pecado; sobre todo si es en pecado mortal, sin tiempo o posibilidades físicas o mentales para confesarnos o realizar un perfecto acto de contrición, ya que ello supondría nuestra eterna perdición, de ahí la insistencia de Nuestro Señor de que estemos alerta, de que permanezcamos en todo instante en Su gracia.

Pero tal problema, sin duda importantísimo, pues nos jugamos en él la eternidad, tiene solución cuando nos diagnostican ese tipo de enfermedades incurables a las cuales, además, los médicos hoy en día pueden con bastante exactitud señalarnos la fecha de finalización.

A pesar sin duda del drama que supone encontrarnos en tal situación, los católicos debemos dar gracias a Dios porque tal cosa es, en realidad, un gran don que Dios nos ofrece, ya que con ello nos está desvelando, si no la hora exacta de nuestro final, al menos sí el periodo de tiempo máximo que nos queda de vida con no poca exactitud. Así pues, Dios, en su infinita bondad, y haciendo gala de su Divina Providencia, nos facilita hasta lo indecible que dicho instante nos llegue estando en Su gracia, lo que equivale, nada más y nada menos, a ponernos en bandeja la salvación, el disfrute de la eternidad.

¡Qué mayor don el de anticiparnos el momento de nuestro fin! ¡Por qué entonces enojarnos, entristecernos o revelarnos, si Dios nos está materialmente salvando! Tan sólo tenemos que  aprovechar ese periodo final que los médicos nos señalan con no poca exactitud no sólo para no pecar durante él, sino más aún para arrepentirnos de todos nuestros pecados pasados, confesados u olvidados, así como para realizar cuantas obras buenas podamos.

Y todavía más para conseguir el perdón de nuestras penas acumuladas por nuestros pecados, sobrellevando los sufrimientos de nuestra última enfermedad con valor y ánimo católicos, al tiempo que ofreciéndolos a Dios. De nuevo, pues, tal noticia, tal dignóstico, lejos de ser negativo, es tremendamente positivo. Quien no lo vea así no sólo no tiene verdadera fe, sino que además está pecando pues se rebela contra la voluntad de Dios, al tiempo que rechaza uno de sus mayores dones, una  de las más inmensas gracias que nos puede otorgar.

Por todo lo anterior, reflexionemos profundamente y veamos en la enfermedad incurable, en el periodo final tasado, la gracia de Dios, su bondad, su misericordia, su empeño denodado por salvarnos, y acojamos con alegría la fatal noticia y empleemos tal espacio de tiempo para ayudar a Dios a salvarnos, nunca para lo contrario.

Sabemos que estamos condenados a muerte, porque todos moriremos algún día, mejor saber cuándo, cómo y dónde para prepararnos a bien morir. Igual que tantísimos condenados a la última pena pudieron arrepentirse, confesarse y comulgar, y por ello salvarse, tomando nosotros buen ejemplo de ellos, considerando que cuando nos llega ese tipo de enfermedades estamos en sus mismas condiciones, apreciemos tan gran don de Dios, agradezcámoslo y aprovechémoslo para salvarnos.

Y si el caso no es el nuestro, sino de un familiar, amigo o conocido, intentemos que vea tal situación como aquí hemos señalado para que imprimiendo un urgente y decidido giro de ciento ochenta grados a su vida, a la poca vida que le queda, se salve.

Igual debemos hacer cuando la edad avanza, a pesar de hacerlo con una aparente salud «de roble», y nos llega la vejez, la ancianidad, otra forma que tiene la Divina Providencia de desvelarnos que nuestro tiempo se agota y el incuestionable final se acerca.

Así pues, las enfermedades incurables, terminales, y la vejez, la ancianidad, son, sin lugar a dudas, de los mayores regalos, dones y gracias que Dios nos puede ofrecer, porque con ellas nos desvela uno de sus mayores secretos con respecto a nosotros que es la fecha, la forma, la hora y el lugar de nuestra muerte, de nuestra  llegada ante Él para juzgarnos y el momento de nuestra última y más clara oportunidad por salvarnos; no la desaprovechemos, si fuera nuestro caso, y no dejemos que los que nos rodean la desaprovechen, si fuera el suyo.


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