Ernesto Psichari. Biografía de un centurión. De la cuna a las armas (I/IV)
A dos centuriones de mi Patria: En el Cuartel Celeste, al Teniente Roberto Estévez. Y aquí, mientras resiste la iniquidad, al Coronel Horacio Losito
Amanece en Saint Vincent Rossignol, allí donde el Sambre fluye en dos cristalinas vertientes que, internadas en el valle boscoso, parecen transitar hacia la eternidad. En el centro de ambos declives –afeando el paisaje- se alzan las minas de carbón y las industrias del acero que le dan al paraje el nombre de Pays Noir.
Pero esta otrora briosa angostura, cuyas sombras disipa el naciente sol estival, es ahora un gris lodazal cubierto de cadáveres –hombres y bestias-, cráteres, restos de hierro y arboles retorcidos y chamuscados por las explosiones.
Es que franceses y alemanes llevan dos días masacrándose aquí, prolongando la contienda a lo largo del río, en una extensa línea que enfrenta al Ejército francés del general Lanrezac contra dos divisiones del ejército alemán, comandadas por el rudo general von Bülow.
El ataque, que ha principiado cuando el ejército teutón cruza el río y embiste frontalmente a los franceses, pronto se inclina a favor de los primeros. Lanrezac, en una acción que le costará ser degradado, no tiene más alternativa que ordenar la retirada.
Muchas horas lleva la lucha y, tras mil disparos, la artillería francesa que protege el repliegue está al borde del desmayo. Sólo unas pocas baterías de los viejos Soixante quinze del 75 retrasan el ataque intentando evitar la masacre de sus camaradas. Al fin, sólo truenan unos pocos cañones, disparando sin pausa, mientras se reemplaza a los servidores de cada pieza conforme caen por el fuego enemigo.
Allí, junto a su batería, protegiendo el flanco derecho de su regimiento, el teniente Ernest Psichari observa el campo de batalla con gesto grave y silencioso. Es enjuto y la gruesa casaca del uniforme parece irle un poco grande. Lleva fino el bigote, con las puntas terminadas en breve rizo. Las pobladas cejas enmarcan los ojos achinados por el cansancio. Tiene la mandíbula apretada en rictus intenso.
Ernest piensa en sus escasos artilleros y en el enemigo que ya se atisba a simple vista. A eso -¡nada menos!- se reduce ahora su mundo: sus hombres y los alemanes, a los que no odia en absoluto, más allá del esfuerzo que ahora hacen por acabar con su vida.
Ernest nada quiere saber acerca de los sutiles estrategas –o quizás no tanto- que lo han llevado hasta allí. No conoce de estados mayores ni mesas de arena. Es un oficial subalterno, veterano de cien entreveros contra los saharauis en las dunas del Tagant y entre los peñascos del Adrar.
Esta madrugada de verano Ernest es el hombre que ha llegado a ser luego de infinitos combates interiores. Es el hombre de los tres amores: Dios, la Patria y su familia, incluyendo en ella a sus hombres. A ellos dirige ahora una mirada, a sus animosos artilleros que –entre disparos- buscan sus ojos esperando una orden, una mirada de aprobación, una breve arenga. Le miran anhelantes de certezas, mientras musitan entre dientes su admiración al verlo erguido, sin miedo aparente a los proyectiles que estallan cada vez más cerca. Le admiran de tal modo que no prestan atención a sus manos y brazos quemados por el cañón, ni a la sed que los abrasa, ni al enemigo implacable que no ceja en su avance. Un temor supera a todos los demás: faltar al jefe.
De improviso, el silencio se apodera del campo de batalla. Ernest entorna los ojos. Con el instinto del soldado veterano sabe que aquél silencio significa la inminencia del asalto final. Serenamente, ante la expectación de los hombres, desenvaina su sable. Es un centurión y sabe que en ocasiones la verdad sólo esplende en el filo de una espada. Luego se persigna lentamente, mira con gesto marcial a los servidores y ordena ¡fuego!
Entonces todo estalla en infernal vorágine: los alemanes cada vez más cerca, explosiones de derredor, gritos de heridos y moribundos, imprecaciones, gemidos de angustia y él, Ernest, conmovido ante aquél espectáculo humano supremo, con la verdad manifiesta en todas sus dimensiones, ordena el fuego, vocifera vivas a Francia, asiste a los heridos, musita un Avemaría, exhorta a sus agobiados milites. Y así durante dos horas, hasta que la bala, que impacta en su sien, le asesta el golpe glorioso del final. Trastabilla y cae lentamente sobre la cureña del cañón, firme el puño en la empuñadura del sable, envuelta la muñeca en el Rosario de Nuestra Señora. Al llegar al suelo ya ha muerto. Es el 22 de agosto de 1914. Ernest Psichari ha finalizado su duro peregrinaje. Ha partido a la Casa del Padre.
I.- De la cuna a las armas
El padre. La familia y la crianza.
Al llegar a Francia junto a su familia, Yanin Psijari tiene catorce años. Ha nacido el año 1854 en Odessa, que por entonces pertenecía a Rusia, pero los suyos son originarios de la isla griega de Quíos, encavada en el Egeo. Su padre, Nicolás, próspero comerciante, ha decidido migrar entusiasmado por la cultura francesa. Su madre, de la familia Biazi Mavro y devota cristiana, le ha criado en la fe de la Iglesia Ortodoxa.
Pero el joven Yanin, que cursa sus estudios en el Liceo Thiers de Marsella, no tarda en desembarazarse de la fe materna y homologarse con el ambiente del siglo francés. Ha comenzado por afrancesar su nombre: ahora se llama Jean Psichari. En 1880 obtiene su licence és lettre con mención en latín, griego y francés. Disciplinado y voluntarioso, ávido de logros académicos, prosigue sus estudios en la École Pratique des Hautes Etudes, donde es discípulo de Louis Havet, Weill y Tournier, entre otros maestros del momento.
En la École sobresale por su condición de políglota (conoce con profundidad latín, alemán, italiano, turco y hebreo, además del francés y el griego natal) y pronto se distingue en filología. Con rapidez llega a ocupar la cátedra de filología bizantina y neogriega. Más tarde será rector de la École y profesor de la Escuela de Estudios Orientales. Merced a su ubicuidad en el siglo, no tarda en llegarle el reconocimiento de los cenáculos intelectuales.
Pero el gran espaldarazo para su ascenso académico y social le llega por una vía distinta. En 1882 conoce a Naomi, la hija de Ernest Renan. Enseguida el famoso apóstata -que ya ha publicado su Vie de Jésus, (financiada por el Barón de Rotschild) y es vanagloriado por toda la progresía intelectual francesa- le acoge como un hijo y le abre las puertas a los clubes y logias, asegurándole un futuro académico promisorio.

De ese matrimonio nacen cuatro hijos: Ernest, que nace en 1883; Henriette (1884), más tarde biógrafa de la familia; Michel (1887) que muy joven se casó con una hija de Anatole France y murió en el Frente Occidental en enero de 1917 y la más pequeña, dilecta de nuestro Ernest, Corrie (1894).
Los Psichari deciden para sus hijos una educación sin Dios, de modo que Ernest conoce el interior de una iglesia siendo adulto. Sin embargo, para consolar a la abuela paterna, Jean aprueba que Ernest sea bautizado. Se realiza el sacramento según el rito ortodoxo -por lo cual es válido para la Iglesia- y tal como señala la tradición la abuela regala al bebe una pequeña cruz de metal que, treinta años después, recibirá de manos de su madre, poco antes de partir al frente belga.
En El Viaje del Centurión, su obra cumbre concluida poco antes de morir, habla Ernest de su padre. Le hace allí militar, cosa que nunca fue, pero por lo demás la descripción se ajusta a la visión que de él tenía. Así, Maxencio, el protagonista y su alter ego, “era hijo de un coronel, hombre culto, de ideas más que volterianas, traductor de Horacio, anciano excelente y honrado, hombre, en fin, de buenas maneras”.
Con rigidez, Jean dicta a su primogénito, de sólo seis años, lecciones diarias de retórica y gramática, pero escatima los gestos afectuosos. Pues, si es cierto que los esposos Psichari comparten la idea de educar a sus hijos en un ambiente profano, no lo es menos que Naomi es una madre atenta y tierna que siente un amor incondicional por sus hijos. Hasta dos días antes de morir, Ernest le dirigirá bellísimas cartas pletóricas de ternura. Por su lado, Jean, radical en esto como en todo lo demás, educa a sus hijos en un ambiente riguroso y voluntarista en el que “las flaquezas infantiles eran vivamente reprendidas, en el que el estímulo se medía por el valor del esfuerzo”.
Puedo jactarme de tener un temperamento de hierro -escribe a su padre un jovencísimo Ernest- ¡Seamos fuertes y seamos grandes! No se trata de lloriquear, sino combatir; eso es lo que tú haces y eso lo que yo haré.
La severidad carente de afecto fortaleció su voluntad pero no su espíritu pues “su padre había alimentado su inteligencia, pero no su alma. Las primeras inquietudes de su juventud le hallaron desarmado, sin defensa contra el mal, sin protección contra los sofismas y los engaños del mundo”.
De este modo -en esa orfandad de creencias, acerrojado en la oscuridad de la ideología- Ernest transita accidentadamente sus años adolescentes.
Educación modernista
En semejante contexto, es lógico que Ernest siga el derrotero intelectual señalado por su padre y su abuelo. Hace sus primeras letras en el Liceo Montaigne y más tarde en el Liceo Henri IV donde aprende los rudimentos del latín. Luego comienza el estudio sistemático del griego, la lengua que también se habla en su hogar.
Es el auge del cientificismo, de los Taine y Michelet, Larouse, Zola y Renan. Es el esplendor del racionalismo, la secularización y el naturalismo, del liberalismo ataviado de ciencia positiva. De modo que las instituciones educativas de la elite francesa confluyen en el positivismo “científico” emergente del caletre de Augusto Comte.
Por supuesto, el Liceo en el que estudia nuestro joven Ernest confluye en ese ambiente de positivista y se define por un fin concreto: el socavamiento de la tradición en el espíritu de sus alumnos. Las glorias del pasado, las ideas y creencias que sustancian a Francia, en suma todo el orden tradicional, ha de quedar desfigurado en el fárrago de la deformación ilustrada que etiqueta toda la tradición con la categoría de Ancien Regime.
Los efectos de dicha educación se ven claramente en nuestro joven: “¿Hay algo más hermoso para un país -pregunta retóricamente en carta a su padre- que producir hombres tales como los Picquart, los Havet, los Scheurer –Kestner, los Zola? ¡Qué enseñanza la de este asunto Dreyfuss!”.
Pues, ¿cómo no ha de dejar huella en el juicio de nuestro joven esa saturación ideológica que además, en el caso de Ernest, se complementa con una crianza de igual jaez? Una carta a su padre nos da muestra de ese sesgo: “¡Ah -exclama- si el pueblo no estuviera cruelmente envenenado como está, cuál no sería su nobleza! Pero ¡ay! El catolicismo y el clericalismo, el antisemitismo, la estrechez de ideas invaden a Francia”.
Y con el desorden de la inteligencia, llega el abandono de la voluntad, la entrega al frenesí de las pasiones. Con cierta ingenuidad -y un matiz de escondida tristeza- el joven Ernest justifica sus excesos:
Por cálculo, y por hedonismo, me entregaré a todos los torbellinos y borrascas de mi alma (…) dejo que la ola me invada, sin oponer resistencia. Qué me importan las tristezas, las desilusiones, los derrumbes del corazón si llego a conocer por un segundo tan sólo la dicha perfecta.
Tal el estado espiritual de nuestro héroe, apenas cumplidos los 19 años.
Amigos. Maritain

No obstante, más allá del agobio ideológico, la circunstancia escolar prodiga un motivo de gozo al joven Ernest pues traba amistad con uno de sus compañeros, un joven de familia protestante que blasona su agnosticismo con irreverencia. Se llama Jacques Maritain y mucho después será instrumento de la Providencia en la conversión de Ernest.
Los dos jóvenes entablan firme amistad. Es lógico pues ambos provienen de familias burguesas donde la increencia y el materialismo son el pan de cada día. Comulgan en intereses y preocupaciones, pero además poseen un temperamento parecido, con cierta oscilación entre la melancolía y el frenesí activista. Ernest, que huye de su padre cuanto puede, pasa largas temporadas en la rue de Rennes, donde está la casa de los Maritain. No tarda en establecer un fuerte lazo de amistad con la señora de la casa, Geneviéve Favre, mujer profundamente imbuida en el espíritu de la época, y que le prodiga especial afecto.
Son los años del affaire Dreyfuss y su mejunje ideológico de laicismo socialista, masónico y antimilitarista, en cuyo remolino se ve peligrosamente envuelto el jovencísimo Ernest. Con cierta audacia asiste a las reuniones que, convocadas por su padre, incluyen a dreifusards y miembros del grupo de Clemenceau y del periódico L’aurore. A pesar de sus pocos años Ernest no duda -haciendo gala de un fuerte temperamento- en expresarse en tales tertulias pero “sus opiniones se corresponden absolutamente con la época y los ánimos del salón”.
Lee y estudia sin pausa. A instancias de uno de sus profesores, el reputado filósofo judío León Brunschvicg, frecuenta la lectura de Condocet, Spinoza, Fichte y Kant. Lee también a Descartes y a Pascal y pasa, sin solución de continuidad, del Dickens de “Tiempos difíciles” a “Mi juventud” de Michelet. Lee también a su abuelo, con emoción pero sin pasión pues no se impresiona con el “aparato crítico y científico” del autor de L’ Avenir de la Science. Ya maduro, llega a decirle a su amigo Maritain que “no había aprendido absolutamente nada con los libros de su abuelo”.
A sus veinte años y oscila entre la deriva y el afán del orden, los excesos y la búsqueda del sosiego, las amistades pérfidas y los amigos de ánimo noble. La crianza, la formación intelectual y el ambiente cultural en el que ha crecido han forjado en él un alma pagana. Formado entre clásicos y modernos, con prescindencia de lo cristiano, sufre lo que Molnar describe como la tentación pagana, es decir el “desafío periódico lanzado a la visión del mundo cristiano por los cultos y los mitos populares y por la teorías elaboradas en el seno de las elites”.
Pero esa mentalidad moderna, que le ha sido inoculada como un veneno, tiene según Belloc una característica esencial: la estupidez; pues “ese espíritu no piensa, y ¡esa es la verdaderamente extraña debilidad de algo que se llama a sí mismo una mentalidad!”.
Quizás por esa debilidad intrínseca Ernest recorre el obligado itinerario modernista con cierta inquietud y progresiva desconfianza. Es mucho lo que no le convence y su alma se encuentra próxima al hastío. Es el suyo un espíritu en búsqueda, en movimiento en pos de lo verdadero, que no permanece cómodo en la insolencia del error y la mentira.
Por esos primeros años del siglo -tal vez como prematuro testimonio de la náusea que le provoca la sofística racionalista- escribe sus primeros poemas, que permanecerán inéditos hasta muchos años después, cuando vean la luz editados por su hermana Henriette.
Colapso e inicio del peregrinaje
A poco de iniciar estudios universitarios sufre un colapso nervioso que lo aleja de todo y le postra durante un año. Le han abandonado las fuerzas, ya no posee el entusiasmo por la diatriba en los clubs, el frívolo regodeo del debate intelectual, la pasión por las lidias de los dreifusards.
Está agobiado por la pena, que es “el mayor de los desenfrenos”, según Péguy. Años después, ya católico, recordará esa época aludiendo al “lodo pestilente” en el que se ahogaba.
No menos que asombro producen los intentos de diversos autores por explicar este penoso pero fundacional episodio. A los que hablan de una decepción amorosa, se suman los que señalan stress estudiantil e incluso quienes, sin razón alguna y quizás con aviesa intención, aventuran el argumento de las tendencias homosexuales.

Sí existió una gran desilusión sentimental pues Ernest se enamoró de Jeanne Maritain, la hermana mayor de su amigo, sin ser correspondido. Pero no es suficiente explicación -ni ésta ni mucho menos las anteriores- para comprender el abatimiento que le abrumó durante ese tiempo. Bien miradas las cosas, no es tan difícil comprender este derrumbe de nuestro héroe. Baste comprender la metanoia que empieza a operarse en él. Sufre en carne viva la contradicción moral y espiritual que lo atormenta, la tensión entre el alma naturalmente cristiana -orientada ya en la búsqueda de la Verdad- y el pensamiento enjaulado neopagano, en el que ha sido formado. Se reconoce enfermo. Sabe que algo está mal, pero no puede adquirir la certeza de qué es: “Maxencio había sido educado lejos de la Iglesia. Era, pues, un enfermo que de ningún modo podía conocer el remedio”.
Aún no ha leído a Bloy pero más tarde sabrá con él que “Dios nos hace la gracia de no dejarnos impregnar por la tristeza, ella vagabundea solamente a nuestro en rededor”. Mientras combate la tristeza sin conocer aún la Alegría, lee ávidamente todo lo que llega a sus manos y sueña con otros horizontes, otros deberes, otras verdades.
La recuperación de la crisis espiritual le lleva largo tiempo pero, para cuando retoma sus estudios de filosofía, un cambio ineluctable se ha iniciado en él. Casi sin darse cuenta, ha iniciado su peregrinaje.
En 1900, luego de terminar sus estudios en el Condorcet, en las antiguas instalaciones del convento de los capuchinos de Saint-Louis-d’Antin, ingresa a la Sorbonne para estudiar filosofía. Junto a Maritain asiste en el College de France a los cursos de Bergson y queda impresionado por la reacción espiritualista ante el positivismo reinante.
El maestro. Péguy

No obstante, el gran acontecimiento de esos tiempos universitarios es la aparición de Charles Péguy, a quien siempre llamará “mi buen maestro”. Péguy, que es diez años mayor que él, ha fundado los Cahiers de la Quinzane en 1900 y es por esos días un reconocido publicista del socialismo.
Péguy, Maritain y Psichari, como tantos otros jóvenes de la época, son también exaltados dreifusards. Mas es necesario matizar aquí con las palabras de Eugenio D’Ors este dreyfusismo de Péguy y los suyos, incluyendo a Psichari: “fueron dreyfusistas porque en el dreyfusismo veían el instrumento para la realización de una sublime revolución moral. Fueron dreyfusistas por encontrar en el dreyfusismo un tema de religiosidad apto para dar contenido a las inspiraciones de orden ético que, recibidas de Proudhon sobre todo –y también del monarquismo y también del catolicismo- habían nutrido a aquellas juventud”. Diez años después, ya en manos de la izquierda y la masonería “que ocupaba el poder con todos los halagos, todos los compromisos, todas las tentaciones, todas las corrupciones, todos los abusos de poder “la revolución estaba ganada pero su religiosa espiritualidad, su exigencia moral, habían quedado en la puerta. Y, a esto, Charles Péguy llamaba traición”.
Esa traición, que trajo aparejado el profundo desengaño con los hombres e ideas que tan apasionadamente habían defendido, sumado a la soledad en que quedaron, fue una de las causas por las cuales Péguy y Psichari se acercan a la Iglesia -acercamiento casi total en el caso del primero, absoluto en el otro- y a un patriotismo por el que terminan ofrendando la vida en la Gran Guerra.
En esos años de enconadas luchas sociales y políticas, de largas noches de tertulias en la sede de los Cahiers, en la Rue de la Sorbonne, Péguy comienza a representar para Ernest una columna vertebradora, la oportunidad de volver la mirada hacia las cosas trascendentes, una sujeción cada vez más firme a lo real. Es que tiene “una sed terrible de lo concreto”, como dice en carta a la madre de Maritain.
La llegada de las armas
Pero la vida de Ernest continúa plagada de excesos, de búsqueda epicúrea, de frívolos, tormentosos y fútiles regodeos. Es cierto que ha pasado sin dificultad los estadios académicos pues bachillerato y licenciaturas, con la formación recibida en el hogar, le resultan sencillos. Pero, al mismo tiempo, vive en el desorden y la confusión, aturdiéndose con poesía rebelde, relativismo filosófico y moral y un ateísmo rayano con el nihilismo. Él mismo describe este estado con palabras claras que denotan no poca angustia:
Vorágine: vuelvo siempre a esta triste palabra vertiginosa! Torbellinos internos del alma e la inmovilidad, o torbellinos de la agitación exterior: en eso consiste mi vida (…) El ser se derrama hacia afuera, parecería que uno está vacío.

Tiene 21 años, ha terminado sus estudios de filosofía y tiene ante sí, asegurado, un promisorio futuro académico y social. Todo indica -su origen, su propia historia- que será un hombre de las logias puesto al servicio del Progreso para erradicar los resabios del “prefacio de la Humanidad”, como gustaba decir su abuelo.
Sin embargo, para sorpresa de todos, Ernest decide abandonarlo todo. Quiere dejar atrás a los falsos amigos, le urge desaparecer del ambiente de los poetastros de la rebeldía, las tertulias de la intelligentsia petulante, las noches del frenesí, los matinales remordimientos. Anhela una nueva vida, aventurera, emocionante…real. Quiere “alejarse de las fuerzas del desorden” pero no ve, no puede ver aún, si existe un Orden al cual encaminarse.
En carta a su padre explica los motivos aparentes que lo mueven a la vida militar, su “deseo de acción, lo que me gustaría salir de campaña, la satisfacción de tener hombres bajo mi mando, ejercer sobre ellos una autoridad firme y al mismo tiempo hacerme querer”. Pero también, casi como al pasar, habla de la milicia “como si fuera un poco una liberación para mí de la vida civil”.
Durante algún tiempo piensa en incorporarse a la escuela de oficiales de Saint Maixent o quizás a Saint Cyr. Por su condición social puede optar sin problemas. Sin embargo, a mediados de 1903 se une al Regimiento 51 de Infantería, en Beauvais, como simple soldado de segunda clase.
Pasa su primer año en Beauvais, iniciándose en la milicia y adaptándose al proverbial tedio -y a la rudeza- de la vida cuartelera. Durante ese tiempo escribe algo, pero lee mucho más, con un sosiego que le resulta inédito. Le roba horas al sueño -al ansiado descanso de todo soldado- para acudir a Bossuet y al releído Pascal.
Pero Ernest no quiere un destino en Francia. Le urge viajar, consolidarse como soldado en la marcha. Anhela un destino colonial donde vivir aventuras “concretas”. Por eso al cabo del año de instrucción solicita el reenganche por cinco años y es transferido al 1° Regimiento Colonial, con base en Lorient. Hasta ese momento, sus padres y hermanos han visto su incursión en la milicia como una suerte de capricho temporal, un desliz juvenil. Sin embargo, con su decisión de convertirse en soldado profesional, se produce un escándalo familiar y se profundiza la distancia con su padre.
En Lorient conoce a un oficial, “el ilustre jefe de escuadrón Lenfant”, que tanta influencia tendrá en su formación como soldado primero y como oficial más tarde. Pronto se cumple su deseo: Lenfant le requiere para una misión en el Congo. Ernest está feliz.
Ese destino colonial le permite escapar de Francia, alejarse “para siempre de las blasfemias y las imprecaciones proferidas con la cabeza echada hacia atrás y tambaleando la frente en un movimiento convulsivo”.
Ha cumplido veintidós años hastiado de vivir recorriendo “los jardines envenenados del vicio (…), perseguido por oscuros remordimientos, turbado ante la ponzoña de la mentira, abrumado bajo la horrible inanidad de una vida entregada al desorden de las ideas y los sentimientos”.
El Ernest que huye es un joven aventurero que prefiere errar por el mundo a quedarse atado a las miserias que impone el círculo que le rodea. Por eso, al advertir “lo que de Francia conocía, la mentira y la fealdad, huía de continente en continente, de océano en océano, sin que ninguna estrella le guiase a través de las variedades de la tierra”.
No es por tanto un peregrino, no todavía, sino un soldado errante que camina sin asiento fijo, sin camino trazado, sin destino al cual enderezar la marcha.
Primera parte de cuatro
Para Razón Histórica
