Ernesto Psichari. Biografía de un centurión. “La Mansión de todos mis anhelos” (IV/IV)
«Dichosas las espigas y los trigos segados» (Charles Péguy)
El ingreso a la Mansión. Bautismo solemne y confirmación.
Como quien cambia de piel, Ernest ha perdido los vestigios de su espíritu pagano. No ha sido una conversión paulina la suya. No hay rayo, ni caída del caballo, ni visión celeste. Es un tránsito arduo, una suerte de monólogo consigo mismo que, gradualmente, ha dado paso a un diálogo con Dios. Y es que, aquí sí se impone cierto relativismo, hay tantos caminos de conversión como hombres.
A Ernest ya no le atosiga la inquietud enfermiza de la incertidumbre. Su espíritu ya no sufre el desorden de no estar allí donde debe. Siente al fin que ha llegado a ser un hombre entero “y cuando, con su espada desnuda clavada en el suelo, jura sobre las cenizas de sus compañeros ser un buen servidor, es ya cristiano y participa ya en la gracia de la santa Iglesia”.
Ernest sabe que ha de alimentar esa certeza beatífica con la ayuda de la gracia y de los instrumentos que ésta pone a su alcance. Por eso es también significativa la presencia de algunas personas que le enseñan a andar el nuevo camino. Además de Maritain, es el P. Humbert Clerissac quien le acompaña en el traspaso del Umbral y el definitivo retorno al Redil. Maritain se lo presenta a fines de 1912 y Ernest vive el encuentro como obra de la Providencia, “para aproximarse más a Dios y para enseñarme todo lo que ignoraba hasta entonces”.
Vendrán entonces largas jornadas catequéticas, conversaciones y retiros espirituales. Poco a poco, el catecúmeno Ernest se prepara para el momento más importante de su vida.
Finalmente, el 1 de enero de 1913, el bautismo que propiciara la religiosa abuela, valido de toda validez, se realiza ahora con toda solemnidad. Poco después, tras una peregrinación a Chartres, la Primera Comunión y finalmente, el 9 de febrero de 1913, el Sacramento de la Confirmación de manos de Monseñor Gibier, Obispo de Orleáns. Narra Mons. Olgiati que, al finalizar la ceremonia Ernest exclamó: “¡Monseñor, me parece tener otra alma!”.
El inicio de la vida sacramental, la asiduidad de las lecturas espirituales, la dirección espiritual del P. Clerissac, todo converge en el alma de Ernest en beatífico torbellino: “Hay que ser santos -le escribe al dominico- no puedo menos que temblar cuando pienso en la enorme desproporción entre lo que merezco y lo que deseo”.
Va acercándose a la paz de espíritu que Santo Tomás llamó quies animi, es decir “esa calma que invade lo más íntimo y profundo del ser humano, una paz que es ‘sello’ y fruto de orden”. Es la tranquilidad en el orden que se desenvuelve naturalmente en la Iglesia, del mismo modo que en el hogar cuando éste es sano y fecundo.
Ernest ha vivido errabundo la mayor parte de su vida, sin poder asirse al orden que tanto ha ansiado. Por eso al entrar al Redil siente que vuelto al hogar. Lo explica bellamente: “Nosotros los desterrados sabemos mejor que nadie lo que es la Casa. A ella se dirigen todos nuestros pensamientos cuando vagamos por el desierto; es ella la que, bajo la carpa, desean nuestras tiernas añoranzas. En ella depositamos nuestra fe.
Comienza a comprender la Iglesia y la esencia de su misión salvadora en el mundo. Y adquiere conciencia cabal de que el mundo mundano, del que ha logrado desasirse, será de ahora en más su enemigo, del mismo modo que lo es de Cristo. Con el P. Clerissac cree que “si toda alma cristiana es un cántico, la Iglesia es el Cántico de los Cánticos, la patria del lirismo sagrado, el preludio de las sinfonías eternas”. Y razona también que la Iglesia es el freno de la injusticia, que en medio de los avances del demonio, del crimen y la iniquidad “se alza el Obispo, en pie sobre la piedra inconmovible, y con el sólo gesto de sus dedos levantados detiene el avance de la multitud aulladora y la invasión de la barbarie.
Ernest vive desbordado por la alegría de la fe, por el gozo que hace nuevas la hace nuevas todas las cosas en su vida, el júbilo de encontrarse al fin en Casa. Sólo una desazón le desgarra: la incomprensión de su familia respecto de su conversión.
Resulta tristemente paradojal que mientras él descubre al Padre Celestial, se distancie cada vez más de su padre terreno, de quien se aleja cada vez más.

Jean Psichari tiene un temperamento violento y cada vez más despótico lo que genera frecuentes encontronazos con Ernest que no le admite ya los egoísmos malsanos a los que los ha acostumbrado.
Pero todo se desbarranca cuando Jean, a principios de 1912, atenazado por la lujuria, se atreve a llevar al hogar familiar a una joven amante. Como es lógico Noemí, a pesar de que sigue amando a su esposo, no tolera la cohabitación escandalosa y los Psichari se divorcian. Mientras abandona a su esposa, y ante el escándalo social generado, Jean Psichari escribe una suerte de descargo en un mamotreto titulado Le crime du poete.
Ernest siente desgarrársele el corazón ante esta situación. No se acongoja como un burgués farisaico preocupado por el escándalete, sino por la mella espiritual en su familia, por la dureza de corazón de su padre -cada vez más ofuscado en su ideología- por su madre abandonada y por sus hermanos, que no quieren vivir la fe.
A Ernest le pesa enormemente la incredulidad de los suyos. Como en el caso de Péguy, su familia no puede aceptar su conversión. Su madre, que no abandona su agnosticismo raigal y no comprende la conversión de su hijo. Y sufre también por sus hermanos: por Michel y Henriette, pero sobre todo por Corrie, su predilecta.
En marzo de 1913 viaja a Bélgica junto a su apenada madre. En el periplo, que incluye varias ciudades, conversa con ella como nunca antes. Quiere mostrarle la luz que acaba de descubrir. Y las conversaciones parecen dar frutos: “Creo que no hay que desesperar de ver volver un día al redil a esta alma de elección”.
En esos meses, los últimos de su vida, retoma el contacto con Jeanne Maritain, que también ha abrazado la fe. Ella, que en la primera juventud le ha negado su amor, expresa un ahora afecto que él encauza en el amor a Dios.
Terciario dominico. Discernimiento sacerdotal
Ernest intenta recuperar el tiempo que considera perdido. En los momentos que le dejan sus deberes militares hace todo lo posible por insertarse en la vida de la Iglesia: ingresa en la Sociedad de San Vicente de Paul, concurre a retiros ignacianos, envía óbolos para la construcción de la Catedral de Dakar.
Pero el contacto primero con los dominicos -especialmente con el P. Clerissac pero también con los PP. Hebert y Augier- le predispone de manera especial hacia la Orden de Santo Domingo. No tarda en llegar la invitación para su ingreso en la Tercera Orden, lo que se formaliza el día 19 de octubre de 1913, en ceremonia presidida por el P. Clerissac.
Ahora Ernest está pensando en el siguiente paso: el discernimiento sacerdotal. Así se lo dice a su director espiritual, manifestando su especial interés en ingresar a la Orden de los Predicadores a quienes admira por los pilares en los que se sostienen: la oración, la comunidad, el estudio y la predicación compendiados en el lema: contemplata aliis tradere; contemplar y dar a los demás lo contemplado.
En bellos versos, Claudel afirma esa vocación:
Dentro del uniforme aún me encuentro a mí
mismo y estos galones ¿qué hacen en mi manga?
Necesito el capuchón sobre la nuca para
perderme en él, y el hábito profundo de lana blanca.
Sin embargo, Ernest piensa que esa vocación que ha de discernir está sujeta a no pocas dificultades interiores y exteriores. Entre esos escollos “una de las más grandes es la pena inmensa que mi decisión le ocasionaría a mi madre, y la obligación que tendría de vivir lejos de ella”.
Pero el principal obstáculo es el gran interrogante que aún no puede responder: ¿quiere Dios que sea sacerdote? La respuesta definitiva la dará la Providencia con el curso de los acontecimientos. Lo cierto es que su vocación cumplida, llevada a la cima de la entrega, fue la del centurión cristiano.
El soldado de Cristo: la guerra y el fin del peregrinaje
El 28 de julio de 1914, el Imperio austro húngaro apoyado por Alemania declara la guerra a Serbia y el sistema de alianzas se pone en marcha: Rusia, aliada de Serbia, declara la guerra a Austria-Hungría; y el 1 de agosto Alemania declara la guerra a Rusia y dos días más tarde a Francia. Al día siguiente, el ejército alemán abre el frente occidental invadiendo Bélgica y Luxemburgo, con un ataque a la ciudad de Lieja y obteniendo el control militar de regiones industriales importantes del este de Francia.
Ernest ha permanecido en el cuartel de Cherburgo a la espera de órdenes. Tiene ansiedad por presentar combate junto sus entusiastas muchachos, de los que está orgulloso: “Tengo a mi alrededor -le escribe a su madre- una pandilla de mocetones muy orgullosos de marchar contra el enemigo y muy decididos a portarse como bravos.
Ernest siente la felicidad de aquél que, limpia la conciencia, se dispone a entregarse en el cumplimiento de su deber. Es feliz de estar aquí con los suyos, con algunos de los cuales comparte la esencia de su misión: para él, combatir por Francia es combatir por la Fe: “¡Ay, qué hermosa sería Francia si fuera cristiana!”.
Siente la tranquilidad de estar donde el deber lo llama y no lejos, a salvo de la guerra, exiliado entre placeres mundanos y escribiendo libros malos, como tantos otros de su generación. Es lo que señala Ernest Junger al referirse a los literatos que miraron la guerra desde la comodidad de un club, en medio de las diatribas pseudoliterarias, ajenos al drama magnifico de la contienda.

Ellos han quedado desconectados, mientras en nosotros vibra el gran sentido de la vida (…) el último soldado alemán de uniforme gris o el último soldado francés de poblada barba que disparaba y recargaba en la batalla del Marne es más relevante para el mundo que todos los libros que puedan apilar esos literatos.
El 19 de julio, ante la inminencia de la guerra, parte con su regimiento, en el que comanda la 3° batería. En la marcha, “confiados y gozosos” los soldados entonan alegres marchas y canciones, mientras piensan en las madres, esposas y novias que dejan atrás.
Ernest marcha confiado en la victoria. No triunfará el mal, se dice. Su patria lo llama y él ha respondido con solicitud. Cree firmemente que seguir sirviendo a Francia es el deseo de Dios y sólo ambiciona “ser un soldado de Cristo, miles Christi”.
No le teme a la muerte, tampoco la anhela: «la muerte gloriosa del cristiano, pues ese día el cielo también se alegra. ¡Qué hermoso ha de ser eso, y qué dicha, la de pensar en ello desde ahora, maguer el peso terrible de nuestra miseria humana!”.
Las órdenes a su regimiento son lacónicas: contribuir a detener el avance de los alemanes, que han invadido Bélgica y prosiguen su marcha hacia Francia. La unidad se despliega entonces en las inmediaciones de un desfiladero que a Ernest le resulta familiar, pues lo ha visitado el anterior invierno, de viaje con su madre. El paraje se llama Saint Vicent de Rossignol y es allí donde el Sambre fluye en dos cristalinas vertientes que, internadas en el valle boscoso, parecen transitar hacia la eternidad.
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