Ernesto Psichari. Biografía de un centurión. Nace un Centurión. (II/IV)
En ocasiones, la verdad sólo esplende en el filo de una espada.
El Congo
En septiembre de 1906 llega Ernest al Congo, a las órdenes del Comandante Lenfant, “el mejor jefe que se pueda tener en la marcha”.
Ebrio de espacio, anhela recorrer el país en búsqueda de bélicas aventuras. No tiene descanso en sus viajes junto a Lenfant, que es tan aventurero como él. Explora, se adentra, registra, inspecciona todo con curiosidad y deleite. África le prodiga algo nuevo, un espacio que se abre ante él -paradojalmente inhóspito y acogedor, mortal y redentor- e incrementa las posibilidades de sondear las profundidades interiores. Ejercicio doloroso sí, pero al que le ve prontos frutos.
La tierra -dice bellamente- por su parte no sirve, visiblemente, sino de soporte a este cielo, y por ese mismo papel de esclava que asume, ensancha el corazón del viajero y lleva su ánimo a la contemplación silenciosa.
Ernest busca el vasto silencio del África. Su espíritu convulsionado anhela el reposo, salirse de la náusea de la blasfemia y la mentira, someter el alma inquieta a la serenidad de la obediencia. Pero la obediencia, ¿a quién? Todavía no lo sabe. Por ahora, sólo aspira a la vida nueva que sigue al asentimiento del llamado de las armas.
¡Vita nouva! ¡Vita nouva! Vida aérea y saltarina, como salta el saltamontes sobre la corteza del globo -combates, mandobles, una acción violenta rompiendo la rigidez de la envoltura corporal, un espíritu flexible en un cuerpo ágil-, tardes de batalla, los musulmanes perseguidos hasta sus guaridas, el odio; y después (…) largas meditaciones, con la frente entre las manos, sobre las causas y el efecto.
En esos primeros tiempos en campaña un feliz y libre Ernest, novato soldado raso, disfruta las misiones por el interior del país y el contacto con los nativos (“¿No son acaso los días más hermosos de mi vida los que estoy viviendo…?”).
Surge en él una particular estima por su jefe, que se mantendrá hasta el fin de sus días y ciertamente llama a atención, por lo sugerente, cómo le caracteriza al escribirle a su madre:
Es un hombre que mantiene durante el camino una jovialidad constante, un humor parejo y un carácter afable: un verdadero padre de familia, pero con un vuelo, con una pizca de poesía latente que le da un encanto inapreciable”.
Meditaciones sobre la vida militar
Ernest anhela el combate. “Estoy hecho para la guerra y la deseo como un pintor desea pintar”, dice con cierta afectación. Le fascina la prueba viril, la superación del miedo, la posibilidad del testimonio heroico. Desea formar parte de la “misteriosa comunión de la sangre vertida”.
Quiere forjarse en el servicio a los otros, a la patria, en el cultivo de las virtudes que son exigibles para todo hombre de guerra: “el valor, la alegría, el espíritu de iniciativa y el honor”.
Su anhelo de peripecias bélicas tiene además otro componente: es un modo más de alejarse definitivamente del Ernest de otros tiempos en los que aspiraba a una vida intelectual desprovista -hoy lo sabe- de un vínculo auténtico con lo real. Si aquél hubiese sido su derrotero, hoy estaría en París, o en Ginebra, como tantos de sus contemporáneos, ajenos a la vida auténtica, la vida en todo el esplendor de su dramática y maravillosa realidad.
Ernest no es un necio. Sabe que hay algo más en ese oficio suyo de mandar y obedecer. Sabe que es preciso elegir y que no alcanza con abandonarse al cómodo expediente de la verticalidad del mando. En lo que a su metier respecta, reconoce sólo dos opciones: o rechazar la autoridad y el ejército -que es su fundamento- o aceptar toda la autoridad: la humana o la divina.
En el sistema del orden hay el sacerdote y el soldado. En el sistema del desorden ni hay sacerdote ni hay soldado (…) Es preciso estar con los que se rebelan o contra ellos. Pero, ¿qué hacer si el objeto de la fidelidad resulta inaprehensible y el espíritu permanece impotente?
De a poco Ernest comprende la trascendencia de la institución de la que forma parte. Comienza por reconocer a la milicia como el ámbito del orden, pero también como esfera de certezas. Al observar una sencilla fortaleza enclavada en el desierto, Ernest concluye la sustantiva relación entre el orden y la verdad.
La planta cuadrangular, la unidad en la materia -muros y techos iguales-, el sistema métrico, todo indica el orden, la medida en la fuerza. La regla armoniosa. Todos los que en su construcción intervinieron, todos eran soldados. Pero estos constructores improvisados han realizado una obra henchida de una singular significación. La morada que se han dado a sí mismos es en cierto modo la morada de lo absoluto.
Él sabe que el espíritu militar no está sujeto a lo geométrico y cuantofrénico -que todo lo mide, pesa y calcula- sino al afán de concreción del camino trazado, al orden que el soldado se impone en el cumplimiento del deber. Es aquello que Chesterton dice a través de Syme, el poeta de Saffron Park: “lo raro, lo extraño, es llegar a la meta; lo vulgar, lo obvio, es no llegar. El militar cumple con su misión menos por ánimo de obediencia que por fidelidad al orden, por amor a lo ordenado.
Ernest -que viene del caos y la rebeldía- necesita este orden como el alimento de cada día. Está por ello orgulloso de su condición de soldado. En ese sentido, como en otros, se verifica el contraste con el pensamiento de Alfred de Vigny, cuyo Servidumbre y grandeza militar ha sido tan sobreestimado a la hora de estudiar la vida militar.
La mochila del teniente Psichari, que trae siempre tres libros (los Sermones de Bossuet, los Pensamientos de Pascal y el Reglamento para la artillería de Campaña) no incluye a Servidumbre, al que objeta con cierto desdén. Porque es mucho lo que le distancia de su predecesor. En éste la vida militar es limitación sin sentido, en aquél se torna vocación al modo del sacerdote. La propia esencia de lo militar los separa irremediablemente. Mientras de Vigny dice que “es triste que todo se modifique entre nosotros y que el ejército sea lo único inmóvil”, Psichari reconoce al ejercito como “la antigua institución que nos ata al pasado, siempre parecida e idéntica a sí misma y cuya belleza reside en su inmutabilidad”.
Es cierto que, en esta época, en los albores de su vocación militar, Ernest le adjudica al ejército un rol supletorio al de la Iglesia. No ve, no puede ver todavía, que una y otra institución, tan lejos pero tan cerca, se complementan. Para él, el ejército allí “plantado, nada moderno, con el papel, la misión superior de vanguardia que tenía antes la Iglesia y que ésta ya no puede tener…
Por esa época, antes de comprender la íntima relación entre la espada y la Cruz, Ernest comparte con Péguy la idea de que “el ejército es la única realidad que el mundo moderno no había podido envilecer, porque ella no pertenece al mundo”.
Ernest no es un mero “soldado profesional”. Aspira a mucho más, y de ahí su búsqueda constante, en la que permanece y no ceja. No le es suficiente conocer los rudimentos de su oficio, ni le desvelan los ascensos ni los premios. Ni siquiera le conmueven en demasía las medallas que obtiene en el cumplimiento estricto de su deber, en el campo de batalla, con la vida puesta en riesgo. No. Busca nuestro héroe algo más. Se cuestiona a sí mismo. Procura salirse de los lindes de la mera observancia militar y se proyecta hacia otras preocupaciones, hacia nuevos interrogantes:
¿Por qué, si es un fiel soldado, -se pregunta Maxencio- ha consentido tantos abandonos y se ha hecho culpable de tantas negaciones? ¿Por qué, si detesta el progreso, rechaza a Roma, que es la piedra de toda fidelidad? Y si contempla con amor la espada inmutable, ¿por qué aparta sus ojos de la inmutable Cruz?
En la soledad de los campamentos, luego del agobio del día militar, “con la cabeza entre las manos”, Ernest medita sobre las virtudes ínsitas en su vocación y su vinculación con la pietas patriótica y religiosa. No teme al prurito del mero activismo ni a la supuesta contradicción entre el soldado y el contemplativo.
Se asemeja en tal sentido a la reflexión de Junger, el literato héroe que combatió toda la Gran Guerra, respecto del recogimiento en el campo de batalla: “En estos páramos -dice el teniente Sturm, su alter ego– los de la vida contemplativa están más a gusto. (…) Pues también puede considerar uno los acontecimientos con los ojos de la Edad Media, y entonces tendrá el fragor de las armas en los castillos y la soledad del monasterio, será al mismo tiempo monje y guerrero”.
Es por eso que Ernest no vacila en compartir el rebalse de sus contemplaciones escribiendo sus primeras novelas. En efecto, en esos días congoleños nacen sus Carnets de route y Terres de soleil et de sommeil, que constituyen una serie de impresiones sobre su viaje. Se atisban allí, en esos cuadernos de soldado nuevo y poeta antiguo, las preocupaciones metafísicas que van a caracterizar al resto de sus obras. Es ésta una contradicción sólo aparente entre la vida militar, pletórica de urgencias concretas y resoluciones inmediatas, y la contemplación de quien filosofa sobre sí mismo y el Cosmos. “Nada más acorde en este mundo que el espíritu religioso y el espíritu militar”, dice José de Maistre, a quien Psichari leyó asiduamente en sus Veladas de San Petersburgo.
Ernest comienza a serenarse, a dejar reposar su espíritu. En esas jornadas -en las que recorre el Congo en marcha a pie, navega el Alto Longone en piraguas o cabalga la sabana, sus pensamientos se dirigen, con renovado entusiasmo, hacia su Patria.
Francia. La política y la República
La Francia que “había muerto para él”, va develándose en su auténtico contorno, en la intimidad de su forma. Poco a poco, en el contraste con los moros y su religión herética, advierte la inmensidad del legado del cual es ahora representante.
El develamiento de Francia trae a los ojos de Ernest nuevas perspectivas y descubrimientos. Es cierto que por su condición militar – “la materia política está legítimamente vedada a los oficiales”- y sus empeños espirituales presta poca atención a los diarios aconteceres políticos.

No obstante, le llegan noticias y pensamientos a través de las grandes inteligencias del momento. Por supuesto, Péguy le mantiene al tanto a través de los Cahiers y su constante flujo de cartas. Pero también mantiene correspondencia con Maurice Barrés, que le contagia su ánimo nacionalista y que siente por Ernest una gran estima: en 1912 le dedica su libro de sobre El Greco y Toledo con una frase que emociona al joven oficial: “a Ernest Psichari, teniente de artillería colonial y coronel de las letras francesas”.
Pero la comprensión cabal de la política francesa la obtiene Ernest con su aproximación, acotada pero entusiasta, a Action Française.
Es usted el único hombre de nuestros días, -le escribe a Maurras en 1913- el único que haya construido una doctrina política realmente coherente, realmente grande; el único que haya aprendido la política, no el cotorreos y asambleas, sino en Aristóteles y Santo Tomás…
Como señala Molnar, “en una Francia todavía monárquica de corazón, Maurras no tenía gran dificultad en encontrar apoyos para la restauración. Desde el caso Dreyffus hasta la derrota de 1940, medio siglo, Maurras fue el indiscutible modelo de los oficiales del Ejército, del clero, de las señoras elegantes, de las clases burguesas e incluso de algunos patriotas izquierdistas que encontraban su ‘república’ no suficientemente militante”. Y, justamente el problema para Maurras y sus contemporáneos es encontrarse con una República a la que han crecido admirando y ahora les resulta extraña, intrusa, hostil.

El crimen de la República -escribe Ernest en carta a otro ex republicano, Henri Massis- es haber desorganizado la enseñanza y el ejército, las dos fuerzas de una nación; o más bien, haber querido rebajar el espíritu militar y el espíritu universitario, considerados ambos como antidemocráticos. No hay régimen más intolerante que la República, tal vez porque no hay nada más inestable. Todo lo que es de orden espiritual ha sido perseguido: el sacerdote, el soldado, el sabio. Y ese crimen ha sido querido, premeditado.
Ernest, con la objetividad que otorga la lejanía, advierte ahora las facultades disolventes de la República y su manía destructiva de todo orden natural. Aquél jovencito que otrora blasonaba de revolucionario se ha convertido en un hombre que detesta la irreverencia, la insurrección, la perturbación revolucionaria. Coincide en tal sentido con Chesterton en aquella pregunta esencial: “¿Qué hay de poético en una revuelta? Del mismo modo podría decirse que es poético estar mareado. Estar enfermo es una revuelta. En términos abstractos, rebelarse es como tener el estómago revuelto. No es más que un vomito”.
No se trata de plantear un imposible retorno al Ancien Regime, no. Pero, ¿no estaban acaso en esa época garantizadas, aunque atontadas, las virtudes que Ernest anhela?
Ahora todos ellos, los que alejados de los bienpensantes finalmente piensan bien, comprenden que los tiempos modernos son “el reino inexpiable del dinero”, como ha dicho Péguy. Y Maurras en su lucha contra la III República y sus adláteres – el Estado, el Dinero y la Opinión- es el hombre en quien confiar la empresa urgente de la restauración.
Ahora, esa pléyade de la que forma parte Ernest, que contiene lo mejor de su patria, comprende que la salvación de Francia depende de la restauración de la Francia antigua y sus pilares esenciales: la Iglesia, la monarquía, el ejército.
A propósito, es claro lo que dice nuestro Anzoátegui: “la Francia de hoy debe ser rescatada de la Francia de ayer. Lo proclamó ya Psichari convocando a somatén: ‘Luchemos contra nuestros padres al lado de nuestros antepasados’.
Desde el silencio africano, entre bélicas jornadas y expediciones hacia la desértica lontananza, con el sólo contacto de los musulmanes, Ernest comprende por primera vez a su patria. Al fin se siente orgulloso de Francia y de ser francés. Está feliz en ese reencuentro. Pero entiende que tiene que luchar contra su padre, contra esa generación que ha corrompido a su patria pues “una, dos generaciones pueden olvidar la ley, y hacerse culpables de todos los abandonos, de todas las ingratitudes. Pero es preciso que, en la hora señalada, la cadena sea rehecha, y que la lamparilla vacilante brille de nuevo en la casa”.
Ha llegado la “hora señalada”, en la que es preciso emanciparse del pretérito infausto y contribuir en la restauración del hogar.
La “emancipación del pretérito”. El tránsito del centurión pagano al cristiano
Ernest siente cómo se ensanchan su espíritu y su inteligencia. África le prodiga el acceso a la belleza y al silencio. Accede aquí a la visión de su auténtica patria y también a una oración que sus labios aún no pronuncian pero que está en ciernes, ascendiendo desde los intersticios de su corazón. Su mirada se ha vuelto más clara. Ha transitado de la miopía causada por la ideología al esfuerzo por leer dentro de las cosas. Los hombres, la familia, la patria, la fe, la Iglesia, todo se le muestra ahora con mayor refulgencia. Ha llegado para nuestro héroe la hora de liberarse, de desatarse, de quitarse las viejas y carcomidas ataduras que lo sujetan al hombre según la carne: “Maxencio, silencioso, no sentía en su interior sino una inmensa emancipación de lo pretérito”.
Pero esta emancipación, menester es aclararlo, no es el grito descastado del revolucionario que deprecia toda creencia antigua. Por el contrario, Ernest se emancipa con el anhelo restaurador de quien se sabe objeto y sujeto de la transmisión de una tradición pretérita y permanente.
Los soldados no son hombres de progreso, -dice Ernest- su corazón no lo cambian ni los príncipes ni las ideas. No es el progreso lo difícil. Lo difícil, por el contrario, es seguir siendo uno mismo, como la roca que ningún huracán sacude.
En Ernest esta “emancipación de lo pretérito” conlleva la liberación, gradual y constante, de los despojos de su alma pagana: “¡Bendita esta definitiva emancipación mía de los hombres entregados a la mentira y a la iniquidad!”. Porque el alma, luego de conocido Cristo, no puede ser pagana: es cristiana y, si no, anticristiana.
El último día de 1906, mientras continúa de comisión en el Alto Logone, afluente del Congo, el Comandante Lenfant le nombra sargento. El tiempo en el Congo ha servido para forjar al soldado que Ernest ha querido ser. Ha respondido a la voz de las armas, la voz poderosa de la disciplina, la obediencia, la abnegación.
Pero otra Voz se hace presente en su espíritu. Ernest cree que se trata de un monólogo suyo, un mero ensimismamiento. Pero pronto caerá en la cuenta de que esa Voz en su interior es la de la Verdad que habita en él.
A mediados de 1907, Lenfant lo propone como aspirante a la Escuela de Artillería de Versalles. Regresa entonces a Francia, que ya es otra Francia para él, y durante dos años cursa sus estudios militares. En 1909 regresa como subteniente en 1909. Es ya un oficial del Ejército francés. Y también es, aunque todavía no lo comprende cabalmente, un centurión cristiano.
Para Razón Histórica
