Falsa utilización de «No juzguéis y no seréis juzgados»
No hace mucho recibimos una queja sobre una actuación nada ortodoxa de un sacerdote de la parroquia de Ntra. Sra. de la Esperanza de Madrid, sita en el colegio Valdeluz, así como del párroco que, amparándole, consideró lo sucedido producto de una «actitud» de dicho sacerdote. Comprobada la veracidad de la queja publicamos un artículo titulado «Un cura que no cree». Pues bien, a raíz de ello, varios parroquianos nos han remitido sus comentarios que pueden ver al final del artículo en cuestión. Como es nuestra norma, hemos admitido incluirlos todos, a excepción de uno por considerarlo, como explicamos en correo privado al remitente, nada apropiado, ni al caso ni en sus términos potencialmente ofensivos.
Si leen dichos comentarios, de los que lo son en contra de nuestro proceder en general la frase que más han utilizado para intentar desacreditarnos ha sido aquella de «No juzguéis y no seréis juzgados»; ninguno de ellos ha tenido en cuenta ni los hechos fehacientes, ni el proceder del sacerdote, ni del párroco, hechos objetivos y gravísimos que a tales personas parece que les da igual, que disculpan hasta incluso ni mentarlos.
Pero con ser malo lo anterior, que en realidad es el núcleo de lo ocurrido, es decir, el hecho de que un sacerdote no crea en la confesión individual –lo que equivale a rechazar un sacramento–, se negara a confesar a un feligrés y, para más inri, intentara despacharlo con un «ya estás perdonada», vamos a analizar aquí la famosa frase citada, que casi todos los contrarios han esgrimido contra nosotros y que muchos suelen esgrimir siempre que o se ven cogidos y censurados en alguna falta o no quieren censurar al prójimo cuando le ven caer, sea por una mal entendida amistad o por respeto humano.
Avisamos de antemano que para respaldar lo que vamos a decir disponemos de muchas más citas evangélicas de las que vamos a incluir, pero que no lo hacemos por no alargar en exceso el artículo.
Para interpretar correctamente lo dicho por Nuestro Señor, además de no sacar de contexto la frase y dejarla así, sola, desnuda, no basta con leer los Evangelios, como se limitan muchos, sino que los católicos debemos, además de en ellos, apoyarnos en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia. Basándonos en esas tres fuentes, es como únicamente obtenemos la certeza de no errar.
Debemos tener en cuenta de antemano dos cuestiones, primera, que juzgar es sinónimo de discernir, y que si en vez de aquel vocablo utilizamos este último la cosa se nos simplifica bastante toda vez que juzgar suena como más duro; segunda, que sólo se juzga cuando se emite una sentencia, sea absolutoria, sea condenatoria, pero que decir de alguien que lo que ha hecho está mal no implica su condenación, sino sólo la calificación de su acto. Por decir de alguien que ha hecho algo mal no lo estamos condenando –eso queda siempre sólo para Dios–, sino advirtiendo o censurando un comportamiento; si a continuación nos ponemos manos a la obra para ayudarle a que se corrija, eso se llama caridad.
Cuando Nuestro Señor dijo «No juzguéis y no seréis juzgados» no lo dijo para que se cogiera tal frase literalmente como se deduce del contexto en que lo dijo. Con ella, Nuestro Señor lo que quiso es exhortarnos a corregir y reducir a sus justos límites la propensión maléfica y pertinaz que tiene el mundo, que se suele tener, a pensar mal del prójimo.
De ningún modo pretende Jesucristo que renunciemos a juzgar, a discernir, es decir, a conocer la verdad, pues renunciar a la verdad significaría que por sistema juzgaríamos bueno al malo, o que por sistema no admitiríamos la verdad de que el malo es malo. ¿Cómo podría ser auténtica una religión que por sistema renunciara a las verdades? ¿Una religión que produjera necesariamente simplones que tomasen por bueno lo malo? ¿O una religión que nos imposibilitara para saber, para juzgar, para discernir si los circundantes son buenos o son malos?
Lo que pretende Nuestro Señor es que no juzguemos mal a la ligera, o por apasionamiento, o porque el otro es del bando contrario, o porque pertenece a ideología diferente o porque nos ha afeado nuestro proceder; y desde luego que no dictemos sentencia.
Jesucristo sabe que es imposible para el hombre no juzgar y sabe que para poder conducirse rectamente en la vida tenemos la necesidad imperiosa de juzgar, de discernir. Así mismo, es imposible juzgar que tal o cual es bueno, si no somos capaces también de juzgar que tal o cual no lo es. Si soy capaz de decir de éste o aquél que es bueno, no puedo quedarme con un simple no sé cómo es cuando me tropiezo con uno malo; en tal caso lo mío sería o falsedad o hipocresía. Nos gusta mucho poder decir a alguien qué bueno es, pero nos asusta decirle que no lo es.
Es físicamente imposible no juzgar, hasta el punto de que una religión que lo prohibiese, no sería de Dios. Porque no es de Dios lo que va contra la verdad. Si algo es bueno, lo es, por lo mismo, si algo es malo, lo es.
Jesús vino a la tierra para darnos ejemplo y para que hiciésemos como Él hizo. Si Él oraba, quiere que oremos; si El sufría con paciencia, nosotros igual; si él amaba al prójimo, nosotros igual. Pues bien, ¿qué hacía Jesús en materia de juicios, juzgaba o no juzgaba? Sin duda juzgaba ¿Juzgaba únicamente a los buenos? No, juzgaba también a los malos. De ello hay mil ejemplos: «¡Raza de víboras! ¿quién os ha enseñado a huir del inminente castigo ¡A ver si os convertís!» (Mt 3,7); «¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! Que no entráis en el reino de los cielos ni dejáis entrar…»(Mt 23); «Quien me ha entregado a ti ha cometido un pecado mayor» (Jo 19); «Vosotros sois los que os proclamáis justos delante de los hombres, pero la realidad es que sois hediondos delante de Dios» (Lc 16,16).
En otros muchos pasajes lo que hace es que nos impulsa a juzgar, dentro de nuestra posibilidades, que no son las suyas, desde luego, pero con mesura y prudencia. Y, como sabe que vamos a juzgar y que debemos hacerlo, bien que como Él nos enseña, va más lejos y nos manda: «Si tu hermano pecare, ve y corrígele a solas, si te escucha, has ganado a tu hermano. Pero si no te escucha, lleva contigo a uno o a dos más, para que toda palabra sea confirmada.…» (Mt 18,5). Este pasaje nuestros críticos lo han obviado olímpicamente.
Como no podía ser de otras forma, siguiendo las enseñanzas de Nuestro Señor, acerca de «No juzgar y no seréis juzgados» los apóstoles también nos enseñan lo mismo que Jesús. Que tal frase no se puede tomar, ni mucho menos, al pie de la letra, ni fuera de contexto, sino como una corrección intensa de la funesta proclividad de la gente a pensar mal de los otros. Con facilidad escalofriante se juzga mal al adversario. Con facilidad horrible enseguida se piensa mal del otro, y en muchos casos ni hace falta que sea enemigo ni contrario ni opuesto, ni siquiera distinto en su forma de ser; para pensar mal, basta a muchos nada más con que sea «el otro». Esto es lo que Cristo y los apóstoles se empeñan en corregir; lo que no pretenden es que nos despojemos de la excelsa facultad y don humano del discernimiento, de juzgar en sus justos términos.
San Pablo practicó el juzgar: «En ciertos hombres los pecados son del todo notorios, aún antes de ser llevados a juicio; los de otros, en cambio, solamente por el juicio se descubre» (1 Tim 5).
Por eso ¿cómo pueden algunos superficiales sentenciar que no se puede nunca juzgar al prójimo, únicamente por la frase «no juzguéis y no seréis juzgados», cuando en este último texto y en tantísimos otros se nos enseña a juzgarlos? Lo que hace falta es echar amor en nuestros juicios para que sean conforme a la verdad. Porque malo es siempre el juicio del que juzga malévolamente, y necio es quién siempre se abstiene. El primero es un hombre sin caridad, el segundo es un hombre sin juicio; malo e idiota (sin juicio) no valen para el reino de los Cielos ¿Cómo estos hombres sin juicio podrán cumplir lo que encarga San Pablo?: «¡Ojo con los perros, ojo con los malos obreros del Evangelio!» (Fil 2,2).
¡Y qué decir de lo siguiente! «No os mezcléis con quién llamándose hermano, es fornicario, o codicioso, o idólatra, o ultrajador, o ladrón. Con ese tal, ni comer. No me refiero a los paganos, a los de fuera. El juicio sobre éstos ahora no nos importa. A los de dentro es a los que tenemos que juzgar para no contaminarnos. Así pues, expulsad al malvado de vosotros (se refería en este caso a uno concreto) (1 Cor 5, 9-13).
Es muy de notar cómo insisten y coinciden los apóstoles en la necesidad de conocer a los malos de las pequeñas comunidades primeras, para resguardarse de sus influencias perniciosas.
San Pablo, anciano, tuvo que ir previniendo contra los disolventes del Evangelio, destructores de la fe y la caridad. No escatimaba sus juicios durísimos y los transmitía a sus discípulos. Pero no por durísimos dejaban de ser absolutamente verdaderos. Que no está la Verdad en dureza ni en blandura, sino en la verdad.
¿Se puede pedir más para convencerse abrumadoramente de que no se ha de volver a la necia y absurda interpretación con que nos salen algunos de «no juzguéis y no seréis juzgados»? Porque el caso es que todos, absolutamente todos, juzgamos, discernimos y no podemos por menos de juzgar. Lástima que no solamente en esta frase, sino en otras muchas, se interprete el Evangelio a la ligera y se lo emplee para lo que no es. ¿Cómo se podrían elegir a los obispos o a los diáconos, no juzgando las virtudes y los vicios o no vicios del candidato? ¿Cómo podría aceptarse a las monjas, a los catequistas, etc., etc., si no se les juzgase? ¿Cómo va a corregir un padre, una madre, un director, un superior, si no juzga? ¿Cómo vamos a saber si hemos o no pecado, sino no nos juzgamos a nosotros mismos?
Quede, pues, en conclusión, que lo que hay que hacer es corregir decididamente esta propensión maligna a juzgar mal del prójimo sin fundamento. Pero hay que mantener el juicio, el discernimiento, que es conforme a un puro corazón y a la verdad. Lo peor es ser propenso a juzgar mal. Mejor es pasarse de pensar bien, que de pensar mal. Lo perfecto es juzgar bien, cuando es bien; y juzgar mal, cuando es mal. La Religión es verdadera cuando ama la verdad, y es perfecta cuando conjuga la caridad con la verdad.
Por último, todos los que han escrito comentarios nos han juzgado, todos ¿o no se han dado cuenta? E insistimos: el P. D. Ángel dijo taxativamente que no cree en la confesión individual, por eso, y no por falta de tiempo, no quiso confesar a la joven y, peor aún, cuando se vio ante su insistencia le soltó aquello de «estás perdonada, ya te puedes ir», sin más; y el párroco amparó su comportamiento con un «es una actitud». Insistimos, ambos han actuado fatal, ambos, y, por caridad, mejor harían los partidarios de no juzgar al ultranza y literalmente en juzgarles y ponerse manos a la obra para que se corrijan de su grave falta. De lo contrario, están todos cayendo en el mismo grave error, y hace que huela a modernismo en esa parroquia y a falta de caridad.
Ya saben, no tengan miedo, ni hagan gala de una falsa amistad o respeto humano o no se consideren en deuda con aquel que les ayudó en algún momento pero que ahora puede andar errado «Si tu hermano pecare, ve y corrígele a solas, si te escucha, has ganado a tu hermano. Pero si no te escucha, lleva contigo a uno o a dos más, para que toda palabra sea confirmada.…» (Mt 18,5).

Obras de misericordia espirituales tradicionales:
1. Enseñar al que no sabe
2. Dar buen consejo al que lo necesita.
3. Corregir al que se equivoca.
4. Perdonar las injurias.
5. Consolar al afligido.
6. Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
7. Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
Alguno piensa que ahora están apolilladas y
practican mejor las
Obras de misericordia espirituales modernistas:
1. Dejar en el error al que no sabe, pobrecito no le juzgues.
2. Dar mal consejo al que lo necesita y lo pide, qué pesada esta chica.
3. Corregir bravamente al que acierta, qué soberbio es.
4. Contestar airadamente las posibles injurias, cómo se atreve, a mí.
5. Abroncar al afligido, te aguantas.
6. No tolerar los defectos del prójimo.
7. Para qué rogar a Dios por los vivos y difuntos, si todos se salvan!.