Felipe VI cumple 50.

Un rey, un jefe de Estado y jefe supremo de las FFAA que no es capaz de dar la cara por su patria, por su nación y por sus símbolos sagrados cuando la cosa se pone fea, es que todo ello le importa un bledo, sólo piensa en sobrevivir y perpetuarse en el sillón para legar a su descendencia el chiringuito.

Cuando su padre, el emérito Juan Carlos I, acaba de cumplir ochenta años, su hijo, Felipe VI, ha cumplido cincuenta; pues felicidades para él y… nuestro pésame a España y a los españoles de pro; y es que en los borbones lo de «de tal palo tal astilla» ha sido siempre exacto.

Felipe VI se viene caracterizando desde su acceso al trono por seguir las mismas pautas que su padre, pero aún más radical y descaradamente; salvo, que se sepa, en lo de engañar a su mujer por ahora. Claro que qué se puede esperar de alguien que ha asumido como normal y único aquel invento de que el «rey reina pero no gobierna». ¿Y qué es eso de reinar y no gobernar? Pues parece que tener por único trabajo el de inaugurar el año parlamentario, judicial y alguno más, visitas protocolarias a algunas instituciones y viajar por aquí y por allá siendo la «imagen» de España; vamos, ser un completo irresponsable.

De Felipe VI conocemos ya que está dispuesto a defender el chiringuito monárquico con uñas y dientes, pero siempre de perfil, sin que se note, sin que lo parezca. Tanto, que no ha tenido inconveniente alguno en permanecer impertérrito ante las múltiples pitadas y abucheos de que ha sido objeto por razón de su cargo y, peor aún, a nuestro himno y bandera; total qué más da. También, que está dispuesto a permitir y contemplar el descuartizamiento de España mientras a él se le conserve, cual florero, en algún rincón o mesita; y a su descendencia igual.

Su falta de agallas, de dignidad, de patriotismo y de hombría la hemos visto todos. No cabe en cabeza humana que un rey, que un jefe de Estado que se precie, admita, impasible el ademán –con perdón–, tamaño escándalo, vergüenza y oprobio para con él –por lo que es y se supone que representa, y desde luego, cobra–, para con el himno y con la bandera de la patria. Quien así ha actuado ha renunciado de facto al trono, no es digno de él y debería haber abdicado de inmediato si tuviera un mínimo de coherencia; que no parece que tenga.

Un rey, un jefe de Estado y jefe supremo de las FFAA que no es capaz de dar la cara por su patria, por su nación y por sus símbolos sagrados cuando la cosa se pone fea, es que todo ello le importa un bledo, sólo piensa en sobrevivir y perpetuarse en el sillón para legar a su descendencia el chiringuito.

Porque además bien fácil lo tenía y qué gran rédito hubiera sacado del gesto, por otro lado obligado, de impedir dichos insultos. Fácil porque ya se sabía que le iban a pitar, abuchear y demás, luego no le ha cogido nunca de sorpresa, por lo que ya debería haber tenido preparada, coordinada y ensayada la respuesta: se llama previamente a los interfectos y se les avisa con toda claridad ue o lo impiden o él se va del palco, de la «mani» y de dónde sea, pero después, sólo después, de que la autoridad competente hubiera suspendido el evento y desalojado a los apátridas; podemos asegurarles que en el extranjero no salen todavía de su asombro, aunque se callen como es natural. Y cuánto rédito habría sacado para él mismo y para España, porque todos los españoles de bien, presentes y no presentes, hubieran secundado su gesto con frenesí; cuántos puntos hubiera ganado quien así hubiera procedido.

Pero no, Felipe VI siempre ha optado, y lo seguirá haciendo, por despreciar a los españoles y congraciarse con los apátridas separatistas de todo pelaje porque al fin y al cabo son los más audaces y los que mandan.

Para qué decir también de esa marcada predilección por la anti-España, así como por encabezar el régimen –que su padre construyó previa la demolición de la legalidad y legitimidad anterior, a la que además debía todo– y seguir permitiendo que con él se descuartice España delante de sus narices. LO de la aparición en televisión no cuela porque no llegó ni a la altura del mínimo exigible, por mucho que lo hiciera a pesar del Gobierno; tras ella, sus discurso no se ha vuelto a repetir y ha reculado hasta lo indigno; peor para él.

Pues bien, que no olvide Felipe VI que las monarquías pueden verse afectadas por dos graves enfermedades que acaban, antes o después, con ellas. Una es el absolutismo, hoy totalmente erradicado. Otra la vaciedad, que es en la que cayó ya el emérito y que Felipe VI va por el camino de agravar y con ella acelerar su propia extinción. Si como pasa, su papel es meramente protocolario, si permite que la nación y la patria desaparezca convertida en una amalgama absurda de mini-repúblicas, si sus «éxitos» se reducen al papel couché  –las imágenes que hemos visto son patéticas, cursis y horteras, eso sí, propias para esa masa mediocre, pero más que inestable, ojo, que sólo ve, juzga y se conduce por la superficialidad y la estulticia–, entonces, cuánto piensa Felipe VI que va a tardar la mayoría del pueblo español, de cualquier tendencia, en llegar a la conclusión de que para lo que sirve y lo que hace, serviría lo mismo y lo podría hacer igual, y más «democráticamente», un presidente de república.

 


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