La identidad nacional
Para entender lo que denotamos cuando decimos de alguien que tiene una identidad nacional hemos de clarificar primero qué son las naciones. Para empezar, resulta obvio que las naciones no son cosas que existan en el mundo de forma independiente de las creencias que las gentes tengan acerca de ellas, en la forma en lo que lo son, por ejemplo, los volcanes o los elefantes. En el caso de los volcanes y los elefantes, una vez que conocemos los criterios que los constituyen, se convierte en una simple cuestión de identificación el decidir si un objeto dado es un elefante o un volcán, o el establecer cuántos elefantes, o volcanes, hay en una parte de la tierra. Plantear una pregunta análoga acerca de las naciones nos sumerge en dificultades de un tipo completamente distinto. No sólo es que los criterios sean más complejos; ocurre también que las creencias de la gente acerca de su propia nacionalidad se incluyen en esa definición. Así, si decimos de unas personas que componen una nación, no sólo estamos diciendo algo acerca de sus características físicas, si las hubiera comunes, o de su comportamiento, estamos diciendo algo acerca de cómo se conciben a si mismos.
Para entender mejor aquello que abarca la nacionalidad puede ser de gran ayuda el clarificar dos equívocos comunes que problematizan la cuestión. El primero es la confusión de “nación” con “Estado”. En el lenguaje coloquial “nación” es utilizado con frecuencia como sinónimo de Estado: cuando uno se refiere a “las naciones emergentes del tercer mundo”, es muy probable que se esté refiriendo a Estados de reciente creación. Este uso no es de mucha ayuda si lo que estamos intentando es clarificar el principio de nacionalidad, puesto que uno de los principales problemas que hemos de considerar es precisamente el de la relación entre naciones y Estados, y en particular la cuestión de si cada nación tiene derecho a su propio Estado.

Cuando se plantea esta cuestión, “nación” ha de referirse a una comunidad de personas que aspiran a autodeterminarse políticamente, y “Estado” ha de referirse al conjunto de Instituciones políticas que aspiran poseer para sí. Digamos, siguiendo a Weber, que el Estado es un cuerpo que se reclama con éxito el monopolio de la fuerza legítima en un territorio particular. Algunos Estados son multinacionales, en el sentido de que ejercen su gobierno sobre un número determinado de naciones. La Unión Soviética era uno de esos Estados; de forma harto inusual reconocía abiertamente que los pueblos sobre los que gobernaba pertenecían a diversas nacionalidades, término utilizado en nuestra Constitución de 1978.
La confusión de nación y Estado es un error elemental, aunque reforzado y estimulado por el uso cotidiano en los medios de comunicación de masas. La confusión entre nacionalidad y etnicidad es más comprensible porque aquí tratamos con fenómenos que son de hecho del mismo tipo. Tanto las naciones como los grupos étnicos son cuerpos de personas unidos por características culturales comunes y por el mutuo reconocimiento; más aún, no hay una línea divisoria entre ellos. Digamos, de nuevo de forma algo estipulativa, que un grupo étnico es una comunidad formada por una misma ascendencia y que comparte determinados rasgos culturales que los distinguen de las comunidades vecinas; de ahí que los catalanes impulsen su lengua excluyendo la de la nación española, el castellano o español, e incentiven el Islam para diferenciarse religiosamente de la religión católica o cristiana, mayoritaria en el resto del territorio nacional. Al mismo tiempo, hay aquí dos cuestiones. La primera es que para entender las identidades nacionales de los distintos pueblos presentes en España, si los hubiera, necesitamos examinar sus orígenes étnicos. Estudio que realicé en mi tesis doctoral, estudiando las migraciones interiores, exteriores, la hologamia y heterogamia y la aloctonía y autoctonía de los residentes en todo el territorio español, siendo las conclusiones científicas que el pueblo español más puro habita en Ciudad Real y el menos puro en aquellas regiones que, precisamente, exigen su independencia en base a su pureza de sangre: los índices de heterogamia, aloctonía, e inmigración son los mayores de toda la Peninsula.
La segunda es que la etnicidad continúa siendo una fuente posible de identidades nacionales. De hecho, esto puede formularse de forma más fuerte: cuando un grupo étnico siente que su identidad está amenazada o que son rechazadas sus aspiraciones políticas legítimas, sería muy sorprendente que no empezara a verse a sí mismo como una nación y a expresar sus aspiraciones en términos nacionalistas.
Pero concedidos algunos de estos puntos debemos insistir también en sus contrarios. Incluso naciones que originariamente tenían un carácter étnico exclusivo pueden llegar a abarcar, con el paso del tiempo, una multitud de etnicidades diferentes. El ejemplo más claro de esto es la nación norteamericana, en sus orígenes étnicamente anglosajona, pero que ahora incorpora irlandesesamericanos, italoamericanos y muchos otros grupos. Este ejemplo también revela los límites del segundo punto. Parece perfectamente posible que la etnicida se siente seguro y confortable con su identidad nacional y con las instituciones políticas que le corresponden. Por tanto, decir que la fronteraentre nacionalidad y etnicidad es porosa no es lo mismo que decir que los dos fenómenos deban fundirse. Ernest Gellner, por ejemplo, define el nacionalismo como “una teoría de la legitimidad política que exige que las fronteras étnicas no sean atravesadas por las políticas” circunstancia que se da en Cataluña y Vascongadas, y rápidamente extrae de esta inferencia que , dado que “hay un gran número de naciones potenciales en la tierra”, y sólo hay sitio para un número pequeño de unidades políticas, “no todos los nacionalismos pueden ser satisfechos en la misma medida y al mismo tiempo”. El fallo se encuentra aquí en la premisa, que asume que la nación ha de entenderse como una comunidad étnicamente homogénea. Una vez que reconocemos que puede haber naciones multiétnicas, ya no puede realizarse esa inferencia.
Pero debemos centrar nuestro interés en lo que con probabilidad ocurrirá, no en lo que pudiera ocurrir. La afirmación crítica de Gellner acerca del nacionalismo hace tanto daño como la observación de que el sistema telefónico se bloquearía si todos los abonados decidieran llamar al mismo tiempo. Es más sencilla la explicación histórica-económica en el caso Catalán de lo que puede suceder con más probabilidad si se aplica la Constitución de 1978: artículo 155, Ley de Estados.
