Ingente labor espiritual entre los penados en la inmediata postguerra

Una de las más importantes e incuestionables preocupaciones del Caudillo una vez terminada la guerra fue impulsar la recristianización de España, consciente como profundo católico que siempre fue de que al serle concedida la máxima responsabilidad en el gobierno de nuestra nación, un día Dios le pasaría cuenta de si, además del bien material de los españoles, había procurado el espiritual. Por eso, desde los primeros instantes puso todo su empeño en poner a disposición de los españoles cuantos asideros espirituales fueran posibles, intención que se plasmó no sólo en los libres, sino también en los penados.

En año tan temprano como 1940 –imagínense aquel momento– en todas las prisiones se consolidaba una acción religiosa y espiritual intensa y encomiable, a pesar de las circunstancias, realizada por Instituciones Penitenciarias a través de los capellanes –210 que además de su labor regular impartieron 8.592 conferencias de cultura religiosa a los penados, realizaron 110 «misiones», más otras 799 conferencia a cargo de sacerdotes no capellanes de prisiones–, monjas y Acción Católica todo ello de forma voluntaria, abnegada y metódica, bien organizada y mejor ejecutada. Y con instrucciones rigurosas y muy severas tanto a los citados como a los funcionarios para que en ningún caso se forzara a los presos en tal sentido. Durante dicho año de 1940, tal labor consiguió que comulgaran en toda España una media del 50 por ciento de los presos (variando del 30 por ciento en Madrid al 80 por ciento en Barcelona).

En el interior de las prisiones se logró el bautizo de 40 presos, siete de ellos mujeres; la Primera Comunión de 1.286 y el matrimonio canónico de 1.948, de los cuales 1.803 lo fueron de reclusos con mujeres en libertad, 100 de reclusos con reclusas y 45 de reclusas con hombres libres. Dicho apostolado en las prisiones logró también sus frutos en el exterior con el bautizo de 1.023 hijos de reclusos.

Además, la hora de la muerte natural o por ejecución también consiguió sus frutos espirituales. En 1940 fueron 1.904 los presos asistidos en su último momento por capellanes, de los cuales 1.071 consintieron en recibir los Sacramentos, muriendo sin ellos 203; es decir, el 89,4 por ciento murieron confesados, suponiendo un aceptable incremento sobre el 75 por ciento del año 1939. Se registraron conversiones de reclusos masones –se dio el caso de uno que renegó de la secta en público, se convirtió en el más eficaz auxiliar del capellán y llegó a estudiar latín, hebreo y griego escribiendo algunas obras de apologética cristiana– y de protestantes.

Pero junto a lo anterior, hay que destacar varios casos de extraordinaria conversión precisamente de aquellos que iban a ser ejecutados por pesar sobre ellos la pena de muerte.

Entre dichos casos, citaremos tres sobresalientes como botón de muestra:

  • J. B. B., anarquista, activo líder de las juventudes libertarias, chequista y asesino de varias personas, quien antes de su ejecución se reconcilió con Dios, mandó llamar al Arcipreste de la población donde se ubicaba el penal, escribió una carta verdaderamente apostólica a su familia y otra a la población reclusa, manifestando que su vida había sido una ficción, que sólo había una verdad: Dios, e invitándoles a acogerse como cristianos en sus brazos, muriendo así como verdadero católico apostólico y romano.
  • R.B. escribió en sus últimas horas lo siguiente: «Ya que el Sagrado Corazón, creo me pide el sacrificio de no veros más, ni siquiera en esta noche de mi vida, sólo le pido que me dé fuerzas para hacerle dignamente la ofrenda de ella… Os digo esto para que penséis que no me siento triste, mucho menos desesperado, pues ni un momento desde que tuve la pena de muerte me sentí desgraciado; antes por el contrario: fui más feliz que nunca… Si tenéis verdadera devoción al Sagrado Corazón y a la Virgen Santísima, no seréis nunca desgraciados como no lo soy yo… Me pasaría la noche escribiendo; pero aunque sé que con ello os consolaría algo, lo dejo para ocuparme de mi alma».
  • M.T. dijo que le disgustaría el indulto, pues se consideraba bien preparado y quería ofrecer la vida por el perdón de sus pecados. Antes de morir pidió permiso para rezar una oración en público.

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