Isabel II: sacerdotisa druídica
Y además de pertenecer a dicho movimiento esotérico, recuerden que es la «papisa» de la herejía anglicana, o sea, toda una anticatólica de tomo y lomo. Ahora dedíquenle días de luto y elogios los «católicos» españoles.

Es sabido en los círculos elitistas de poder, que muchos reyes europeos desde hace siglos han practicado estas «religiones» y entre otras el satanismo también. Cabe mencionar que hace años un diputado de la Cámara de los Lores del Reino Unido manifestó hablando de estos temas, que durante el gobierno de Winston Churchill, en su gabinete de gobierno había más brujos, médiums y espiritistas que políticos, y que el mismo Churchill era miembro destacado de una sociedad secreta Druida.
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Los druidas eran muy venerados por el pueblo; llevaban una vida austera y alejada del consorcio con los demás hombres; vestían de un modo singular; por lo común usaban una túnica que les llegaba hasta más abajo de la rodilla. Dotados del poder supremo, imponían penas, declaraban la guerra y hacían la paz; podían deponer a los magistrados y aún al rey, cuando sus acciones fueran contrarias a las leyes del Estado; tenían el privilegio de nombrar a los magistrados que anualmente gobernaban las ciudades, y no se elegía a los reyes sin su aprobación. César dice que únicamente los nobles podían entrar en el orden druídico, mientras que Porfirio sostiene que bastaba gozar del derecho de ciudadanía. Es, sin embargo, difícil creer que un cuerpo tan poderoso como el druídico admitiera en su seno a individuos que no pertenecieran a una casta determinada. Formaban los druidas el primer orden de la nación; eran los jueces en la mayor parte de las cuestiones públicas y privadas; conocían de todos los delitos, del asesinato, de las cuestiones hereditarias, de las cuestiones sobre la propiedad, y sus sentenciados a esta pena estaban considerados como infames e impíos; se veían abandonados de todos, hasta de sus parientes; todo el mundo huía de ellos, a fin de no verse manchados con su contacto, y perdían todos sus derechos civiles y la protección de las leyes y de los Tribunales. La veneración que se daba a los druidas era tan grande, que si se presentaban entre dos ejércitos combatientes cesaba el combate inmediatamente, y los combatientes se sometían a su arbitraje.
Como antes se dijo, según opinión de los escritores de la antigüedad, la doctrina druídica no estaba escrita, se transmitía oralmente, y los novicios estaban obligados a estudiar durante veinte años para poseer la ciencia. Parece, sin embargo, que este aserto es erróneo, y que el error proviene del cuidado con que los druidas ocultaban su ciencia a los profanos. Con la edad se debilita la memoria inevitablemente, y si nada hubieran escrito, tendría que resultar, forzosamente, que los jefes, es decir, los más ancianos, se encontrarían inferiores a los más jóvenes en los detalles de su doctrina. Los druidas tenían una escritura sagrada que, según la tradición, se llamó Ogham. Es, pues, probable que tuvieran libros escritos con aquellos caracteres, que quizá fueran, como se indicó más arriba, caracteres griegos, pero esto no quiere decir, como han creído algunos, que escribieran en griego. Desgraciadamente, no ha llegado hasta la época presente ninguno de aquellos libros. Los que escaparon a los edictos de los emperadores romanos en la Galia y Bretaña fueron destruidos por los primeros propagandistas cristianos, por San Patricio en Irlanda y San Colombán en Escocia.
El cuerpo de los druidas se dividía en varias clases: los druidas propiamente dichos, los adivinos, los saronidos, los semnoteos, los siloduros y los bardos. Respecto a estos últimos, opinan algunos autores que no deben figurar entre los druidas, y otros afirman que los bardos fueron una corporación de ministros dedicados al culto religioso, que precedió al orden o corporación de los druidas. Los bardos, lo mismo que los escaldos de los germanos, no eran sino poetas agregados a los jefes, y que estaban encargados de cantar los grandes hechos de los héroes, de improvisar alabanzas y elogios, oraciones fúnebres y cantos de guerra. ¿Celebraron también los misterios de su religión como hicieron los escaldos? Pregunta es esta a la que no es posible contestar, porque entre los cantos de los bardos que se han conservado no hay ninguno que contenga nada relativo a los dogmas ni a las ceremonias de religión alguna. La adivinación era el atributo común de los druidas, todos eran adivinos, y no hay razón para dividirlos en clases, bajo este aspecto, a no ser por el ejercicio de las diferentes funciones que desempeñaban. Los semnoteos, palabra derivada de sainch (éxtasis) eran los extáticos o contempladores; los siloduros eran los instructores o institutores, y tomaban su nombre de la palabra realadh, que significa enseñanza, y por último los saronidos no debieron formar una clase especial, sino que debió llamarse así a los jefes, pues el nombre saronidos se deriva de sar-navidh o sar-nidh, que significa muy venerable; es, pues de creer que saronido fuera un título y no una clase nueva en el orden druídico.
Hubo también druidesas, ora fuesen las mujeres o hijas de los druidas, ora simplemente agregadas a la corporación, pues no es posible admitir que los druidas permitiesen el ejercicio de la magia, adivinación y sacerdocio a mujeres que no pertenecieran al cuerpo druídico y estuviesen sometidas a su disciplina. Y es indudable que las hubo, pues la Historia habla de vestales galas de la Isla de Sen, adivinadoras y magas. Las que predijeron a Aurelio y a Diocleciano que serían emperadores, y a Alejandro Severo su funesto destino, eran druidesas. Una inscripción hallada en Metz da el nombre druidesa a la sacerdotisa Avete (Druis antistisa).
Según opinión de Thierry el druidismo estaba ya en decadencia antes de la época de César. Desde hacía algún tiempo, los nobles, por una parte, y el pueblo, por otra, celosos del gran poder de los druidas, consiguieron ir reduciendo paulatinamente su influencia política.
Reynaud, uno de los escritores que mejor han ido estudiando el druidismo, sostiene que los antiguos druidas fueron los primeros que enseñaron con gran claridad la doctrina de la inmortalidad del alma, y que tenían una concepción tan perfecta de la verdadera naturaleza de Dios, como los mismos judíos. Si después transigieron con el culto a otras divinidades, fue con el objeto de conciliar el druidismo con las ideas profesadas por las clases ineducadas más dispuestas a creer en semidioses y divinidades que a concebir un solo Dios. Según el mismo Reynaud, declinó y desapareció al fin el druidismo, porque le faltaba un elemento de vida necesario en toda religión: el amor o la caridad. El cristianismo dio ese elemento y desapareció el druidismo; pero desapareció después de haber cumplido una misión importante: la conservación en una parte de Europa de la idea de la unidad de Dios. Si esta teoría, apoyada en datos muy incompletos, o en razonamientos más o menos acertados para probar entre los galos de ciertas ideas sobre la verdadera naturaleza de Dios y su relación con el hombre, que degeneraron después en grosera superstición, es o no cierta, es cuestión de cada uno en su discernimiento.
Extracto de un libro
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