La democracia orgánica de Franco

En la etapa de gobierno de Francisco Franco, la participación de los ciudadanos en las decisiones políticas se articuló a través de la llamada “democracia orgánica” o mejor decir «democracia ordenada», sistema en virtud del cual la representación de los individuos se ejerce a través de las denominadas “entidades naturales”: la familia, el municipio y el sindicato. El propio Franco defendió en infinidad de ocasiones que esta fórmula participativa permitía calificar el nuevo régimen como Estado de Derecho representativo y democrático, plasmación de la “verdadera democracia”.

Lejos de ser un movimiento ideológico bien definido, el denominado Movimiento Nacional fue una síntesis de las diferentes posturas ideológicas que se agruparon en torno al Generalísimo y cuya influencia varió en las distintas etapas de su gobierno. Así, los pilares ideológicos estaban formados por fuerzas distintas que comprendían desde la Falange Española hasta el carlismo, tanto como el catolicismo y ciertos sectores procedentes de la desaparecida CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), que, sobre todo en sus primeros momentos, constituyó un régimen de “familias” que se materializaban incluso en la composición de las instituciones, donde se respetaba un equilibrio entre dichos diversos sectores.

Estos grupos ideológicos estaban vinculados entre sí porque ante todo y todos ellos se oponían a lo que había significado la Segunda República, su quiebra con la tradición, con la historia de España, su radicalismo, el comunismo que la dominó y el anticlericalismo que la había caracterizado. En un plano más intelectual también rechazaban en mayor o menor medida el régimen parlamentario, el sistema de partidos y, como corolario, la democracia “inorgánica” que en aquellos momentos hacía agua en toda Europa.

El sistema de democracia orgánica contaba ya con una larga trayectoria; no fue invento de Franco. España, como el resto de Europa, llevaba desde finales del siglo XIX inmersa en la llamada “crisis del parlamentarismo”. Unos opinaban que era preciso purificar y perfeccionar dicho sistema. En este sentido, proponían una maniobra doble que consistía, primero, en un saneamiento de la representación individual, erradicando los males propios de la Restauración (caciquismo, turno oficial de partidos, falseamiento electoral) y, segundo, en complementar dicha representación individual con la introducción de la representación orgánica o “de intereses”, que permitiera la participación de sindicatos, patronal, Universidades y otras corporaciones.

Otros sectores, como el tradicionalismo, consideraban que los defectos del régimen parlamentario no se reducían a una cuestión de aplicación práctica, sino que se hallaban en la misma médula teórica del sistema. Por tanto, no cabía más que acabar con el parlamentarismo y reemplazarlo por un nuevo sistema representativo de composición exclusivamente orgánica. La soberanía se predicaba del Estado, pero también de las entidades sociales o “cuerpos intermedios” que lo componían. Todas estas entidades –por su cualidad de soberanas en el sentido mencionado– debían participar de la vida pública; y lo harían a través de unas Cortes orgánicas, donde representarían los diversos intereses sociales en un “organismo» (Cortes) cuyas funciones se reducirían a auxiliar al rey –verdadera fuente del poder– y cuyos procuradores se hallaban ligados a las entidades que les eligieran a través de mandato imperativo.

El catolicismo de la CEDA partía también de esta idea, pero añadía un toque de modernidad. Compartía el rechazo hacia el parlamentarismo, al que consideraban “plaga espantosa”, en la que los partidos políticos alteraban el ordenamiento jurídico a voluntad, sin respeto alguno a la identidad nacional. La solución consistía, a su juicio, en suprimirlo e instaurar en su lugar un régimen representativo orgánico que, sobre todo, sería acorde con la filosofía tomista.

Por último, el falangismo también era un acérrimo detractor del régimen parlamentario y la democracia inorgánica que lo acompañaba. José Antonio Primo de Rivera veía en la democracia de partidos una continua fuente de conflictos, no sólo por la corrupción electoral que la acompañaba, sino porque rompía la unidad entre los españoles. José Antonio proponía como solución la democracia orgánica, cuya base no se hallaba en el concepto de soberanía manejado por el tradicionalismo, sino en la idea del individuo. Éste debía considerarse en su dimensión social, en sus relaciones con otros individuos, integrando organismos o “unidades naturales” como eran el municipio, la familia y la corporación o sindicato.

El rechazo del parlamentarismo se incrementó durante la Segunda República, cuyo desastre fue evidente desde prácticamente su implantación, ya de por sí plagada de ilegalidad e ilegitimidad.

Franco iba a coger de cada una de las posturas citadas lo mejor y lo más factible de cada una de ellas; siempre teniendo en cuenta las circunstancias internas y externas de cada momento de su largo periodo de gobierno. Autores como Víctor Pradera, José Calvo Sotelo o Ramiro de Maeztu se convirtieron en referentes –además de mártires de la causa, pues los tres fueron asesinados por los rojos–; otros, como José María Pemán, que sobrevivió a la contienda, le sirvieron también de guía intelectual.

El concepto de democracia orgánica.-

Las diversas intervenciones y discursos de Franco muestran mejor que ningún otro documento hasta qué punto las corrientes de pensamiento antes citadas orientaron el concepto de democracia orgánica que funcionó durante su etapa de gobierno, caracterizada por su anti-republicanismo, anti-comunismo y anti-liberalismo, tanto como por su anti-totalitarismo. Franco rechazó siempre todas las premisas individualistas a las que conducía el régimen liberal, tanto en su aspecto económica, o sea, el capitalismo, como político, es decir, los partidos y el parlamentarismo. Económicamente, el liberalismo se iba a superar mediante el Estado nacional y católico; políticamente, mediante la democracia orgánica.

Franco entendía que el parlamentarismo, agonizante, encauzaba la participación ciudadana exclusivamente a través de los partidos políticos que encarnaban todos los males del sistema. Eran asociaciones artificiales en las que prevalecían únicamente la lucha y la confrontación con el objetivo de satisfacer espurios intereses partidistas. Todo ello repugnaba al espíritu nacido el 18 de julio de 1936 que enarbolaba la bandera de la unidad en todos los ámbitos de la vida nacional.

Frente al sistema parlamentario disgregador, Franco opuso el Movimiento Nacional. Un Movimiento que no era un partido, ni un mero programa político, sino que tenía una triple naturaleza de organización, de institución social y de principios. En primer lugar, el Movimiento era una organización con una estructura en cuya cúspide se hallaba el Jefe del Estado y en el que se admitía una participación ciudadana “ordenada”. En cuanto institución social, el Movimiento canalizaba dicha participación mediante cauces orgánicos que eran la familia, el municipio y el sindicato, y a la vez limitaba el ejercicio de los derechos y libertades inorgánicos. Finalmente, el Movimiento contenía unos principios intangibles, basados en la tradición nacional. Estos principios admitían la existencia de opiniones diversas, o sea, de un pluralismo, bien que siempre dentro del marco general del Movimiento, consecuencia de la existencia de las diversas “familias” ya citadas; lo cual fue fuente de que el propio régimen no fuera estático, inamovible, sino evolutivo con el pasar de los años, adaptándose a las circunstancias internas y externas.

Franco consideraba que la democracia orgánica era un elemento propio del Movimiento, cuyo fundamento teórico se hallaba, ante todo, en el falangismo y el catolicismo. Franco no identificaba la democracia con las instituciones parlamentarias liberales (sufragio universal inorgánico, Parlamento sin distinción de clases, separación de poderes, etc.). Para él, democracia no era sino un modo de hacer política, consistente en el diálogo entre gobernante y gobernados. Este diálogo implicaba una limitada participación ciudadana en los asuntos públicos, que debía ser directa a través de referéndums y representativa a través de cauces orgánicos como eran la familia, el municipio y los sindicatos.

Sesión de Cortes orgánicas

Frente al individualismo liberal era preciso considerar al sujeto en su capacidad de integración en grupos. Se buscaba una recuperación de la persona, abandonando el aislamiento al que la habían conducido las teorías liberales. Asimismo, con ello se perseguía revitalizar la tradición, o sea, resucitar las parte de las instituciones en las que se habían organizado los españoles antes de que el liberalismo las abandonase.

De esta forma, la democracia orgánica lograba un equilibrio entre participación política, orden y unidad, eliminado los factores de discordia y disgregación que habían caracterizado a las etapas históricas anteriores. La familia eliminaba el pernicioso individualismo, haciendo innecesaria la participación a través de partidos políticos. Los municipios erradicaban el nefasto regionalismo y, por consiguiente, los separatismo y tendencias secesionistas. Finalmente, los sindicatos verticales eliminaban la lucha de clases y la tentación marxista, fuera socialista o comunista. En definitiva, la democracia orgánica era antiliberal, anticapitalista, antiseparatista y antimarxista.

Las entidades naturales tenían, según Franco, una virtud de la que carecían los partidos: estos últimos se movían por sus propios y contrapuestos intereses, mientras que familia, municipio y sindicato acumulaban elementos comunes y se dirigían hacia un mismo fin: la “unidad de destino en lo universal» como definiera José Antonio. Entre estas entidades no cabía confrontación, sino integración, ya que consideraban al individuo en sus diversas dimensiones sociales complementarias: el miembro de una familia, el vecino de un municipio y el trabajador de un sector profesional.

Estructura jurídica de la democracia orgánica.-

Apenas comenzada la contienda se inició la paulatina institucionalización del “Nuevo Estado” cuya expresión “constitucional” quedaría consagrada en las denominadas Leyes Fundamentales. Éstas incluirían la fórmula participativa de la democracia orgánica. Todos los españoles participarán en él a través de la familia, el municipio y los sindicatos. Nadie a través de los partidos políticos que no existirán; así como tampoco el sufragio inorgánico. En el discurso pronunciado en 1937 con motivo de la unificación de las fuerzas sublevadas en el seno del Movimiento, Franco insistió en que “nada de inorgánico, fugaz, ni pasajero es lo que yo pido” y recalcó el rechazo de los partidos.

La implantación de la democracia orgánica a través de las Leyes Fundamentales atravesó varias fases, pues nunca fue algo inamovible, granítico. A comienzo de la década de los cuarenta se aprobaron las Leyes Fundamentales que constituirían la democracia orgánica. Norma básica fue la ley por la que se crearon las Cortes en 1942 como “órgano superior de participación del pueblo español en las tareas del Estado” y cuyos miembros serían nombrados por los españoles a través de la familia, el municipio y el sindicato. Ésta se complementó con la Ley de Referéndum Nacional de 1945, que garantizaba la consulta a los ciudadanos “en los asuntos de mayor trascendencia o interés público, la voluntad de la nación no pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios”. La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947 declaraba que el Estado español era “representativo”. Finalmente, la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958 añadía que “las entidades naturales de la vida social: familia, municipio y sindicato, son estructuras básicas de la comunidad nacional”, precisando que “la participación del pueblo en las tareas legislativas y en las demás funciones de interés general se llevará a cabo a través de la familia, el municipio, el sindicato y demás entidades con representación orgánica que a este fin reconozcan las leyes. Toda organización política de cualquier índole, al margen de este sistema representativo, será considerada ilegal”.

Inauguración de las Cortes en 1943

Las Cortes fueron la institución más significativa de la democracia orgánica. En su preámbulo se indicaba la necesidad de que “los elementos constitutivos de la comunidad nacional” estuviesen presentes a la hora de adoptar decisiones estatales. Por tal motivo, el Jefe del Estado se auto-limitaba, sometiendo en lo sucesivo los proyectos de leyes que elaborara el Gobierno a cuya cabeza estaba a la consulta de las Cortes. Desde luego, la presencia de las Cortes reducía la importancia del Consejo Nacional del Movimiento y, por ende, la idea de dominio del partido único, alejándose así el régimen del modelo totalitario y por ello dictatorial; lo que hoy maliciosamente se le achaca.

Las Cortes de 1942 se componían de siete “grupos de procuradores”, según expresión consagrada por la Ley de Sucesión, susceptibles de ser clasificados en tres mayores y cuatro menores. Los mayores eran el “grupo sindical”, integrado por los representantes de los sindicatos verticales, que no superaban la tercera parte del total de procuradores; el “grupo local”, formado por los alcaldes de las cincuenta capitales de provincia, los de Ceuta y Melilla y un representante por todos los demás municipios de cada provincia, designados por la Diputación Provincial respectiva; y el “grupo político», formado por los consejeros nacionales de FET y de las JONS cuya cantidad llegó a superar con el tiempo el centenar. Los grupos menores eran cuatro: el integrado por los elegidos directamente por Franco en número no superior a cincuenta, extraídos de entre la jerarquía eclesiástica, militar, administrativa y social; el de representantes de las profesiones liberales (abogados, médicos, farmacéuticos, veterinarios, arquitectos; elegidos por los decanos y presidentes de los respectivos colegios); el de altos cargos (ministros, presidentes del Consejo de Estado, del Tribunal Supremo y del Consejo Supremo de Justicia Militar); y el cultural (rectores de Universidad, canciller de la Hispanidad y presidentes del Instituto de España y de las Reales Academias).

Apenas cuatro años más tarde, en 1946, la Ley de Cortes fue modificada y se incrementó la cuantía del grupo local (añadiendo un representante por cada Diputación Provincial y Mancomunidad Interinsular canaria), el profesional (merced a la incorporación de nuevas profesiones liberales: licenciados y doctores en Ciencias y Letras, notarios, registradores de la propiedad y procuradores de los tribunales), el sindical (se otorgó una representación propia a las Cámaras Oficiales de Comercio) y el cultural (incorporando tres procuradores procedentes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas).

Desde el punto de vista organizativo su ley constitutiva (art. 7) previó el nombramiento directo de su presidente –también de sus dos vicepresidentes y sus cuatro secretarios– por parte del Gobierno. Por último, en cuanto a sus funciones, desde el comienzo las Cortes se concibieron como una Cámara de consulta con capacidad para modificar las leyes que propusiera el Gobierno –proyectos de ley–, así como también la tenía para elaborar las propias, denominadas «propuestas de ley».

El año 1967, a raíz de la aprobación de la Ley Orgánica del Estado, llamada a ser la última de las Leyes Fundamentales que pretendía coronar el edificio institucional del régimen, supuso una importante transformación en la composición y funciones de las Cortes marcando el máximo nivel de aperturismo. Funcionalmente las Cortes vieron ampliadas sus competencias en materia legislativa, ya que se les encomendaba aprobar las leyes. Desde el punto de vista organizativo se produjo un sensible avance en la autonomía política de la Cámara al permitir que ésta eligiera de entre sus miembros a sus dos vicepresidentes y cuatro secretarios, si bien la figura del presidente de las Cortes continuó siendo de libre nombramiento por el Jefe del Estado previa propuesta del Consejo del Reino. Respecto a la representatividad de los procuradores, a partir de la Ley Orgánica del Estado, se especificó que éstos, a pesar de ser elegidos por los distintos grupos orgánicos, en realidad representaban a toda la nación, y no sólo a los sectores que los habían designado.

La composición de la Cámara también se alteró de forma sustancial, restringiendo el control que el Gobierno ejercía sobre la designación de procuradores. Por una parte, se reducía a la mitad el número de representantes elegidos ad libitum por el Jefe del Estado que ahora no superaban los veinticinco; por otra, dejaban de existir miembros natos en el grupo local: los integrantes de dicho sector serían designados por los Plenos de los órganos municipales y provinciales respectivos. El gran cambio se operó a través de la presencia de los procuradores familiares elegidos a través de “sufragio igual, directo y secreto».

Las asociaciones políticas.-

El Movimiento Nacional no se concebía como un sistema de principios cerrado, sino evolutivo. De ahí que Franco utilizase en ocasiones el término “Constitución abierta» para referirse a la flexibilidad de las Leyes Fundamentales, tan distinta de la rigidez de los textos liberales. Ello explica que, a raíz de las circunstancias –tanto externas como internas– el régimen evolucionara siempre, sobre todo en sus años finales; lo que Linz llamó “pluralismo limitado”

Un primer paso fue la aprobación de la Ley Orgánica del Estado en 1967. El segundo fue a través de la ardua y laboriosa aprobación de una normativa de asociaciones políticas.

Franco con el Consejo Nacional del Movimiento

Desde la aprobación de la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958 y más aún desde la reforma de 1967 ya citada, desaparecen las menciones a FET y de las JONS y el Movimiento se identifica con una “comunión de los ideales que dieron vida a la Cruzada”, lo que permitió que se admitiera formalmente la presencia de diversas ideologías dentro de los principios medulares del régimen. En este sentido, la Ley Orgánica del Estado reconocería que el Movimiento promovía la vida política “en régimen de ordenada concurrencia de criterios”, haciendo suya una idea contenida en una repetida frase de Franco expresada en 1961 “repudiar el sistema de partidos por lo que tiene de disgregante y envilecedor no es desconocer la diversidad de opiniones, sino hacer que se expresen por sus legítimos cauces representativos».

Este pluralismo se trató de canalizar a través del derecho de asociación. El Fuero de los Españoles de 1945 ya había reconocido el derecho de los ciudadanos a asociarse libremente para fines lícitos. Pero, además, parte del soporte ideológico del régimen –en especial la Iglesia– había defendido que el derecho de asociación era una libertad natural. Así, el propio régimen no tardó en hablar de las asociaciones voluntarias como el ejercicio de un derecho, lo cual fue en seguida recogido por la normativa: la Ley de Asociaciones de 1964 establecía que “es el derecho de asociación uno de los naturales del hombre, que el positivo no puede menoscabar, y aún viene obligado a proteger, ya que al propio Estado interesa su mantenimiento y difusión como fenómeno social e instrumento de sus fines”.

Ahora bien, el reconocimiento de este derecho de asociación debía moverse siempre dentro de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, que, como dijimos, prohibía toda organización política al margen de la familia, el municipio, el sindicato y demás entidades “con representación orgánica” que se reconociesen en las leyes. Reconocer el asociacionismo suponía, en realidad, dar cobertura jurídica a las distintas “familias políticas” que convivían desde siempre en el régimen.

El debate en torno a la aceptación o rechazo de las asociaciones políticas generó dos posturas enfrentadas. Sus detractores consideraban que la única vía de participación en el régimen eran las entidades orgánicas. Eran posibles las asociaciones, pero nunca las políticas, puesto que instaurar esta forma de participación supondría el regreso de los partidos políticos desde el destierro al que habían sido condenados.

Por contra, los partidarios de las asociaciones políticas consideraban que éstas no tenían por qué identificarse con los partidos políticos. Se trataba de agrupaciones que se moverían dentro de la legalidad del régimen con escrupuloso respeto hacia los principios del Movimiento. Se trataba, simplemente, de dar cuerpo al contraste de pareceres que las propias palabras de Franco legitimaban.

El Estatuto Orgánico del Movimiento de 1968 contemplaba que los españoles podrían participar en las tareas del Movimiento mediante la constitución o integración en asociaciones “en el ámbito establecido por el régimen jurídico del Movimiento”. El fin de estas asociaciones políticas debía limitarse a estudiar y mejorar los principios del Movimiento a través del “legítimo contraste de pareceres”, ajustándose en todo caso “a la doctrina contenida en los Principios Fundamentales”.

José Solís Ruíz

Al amparo de lo preceptuado en el Estatuto Orgánico del Movimiento, el Consejo Nacional el Movimiento aprobó en 1969 un primer anteproyecto de Bases del Régimen Jurídico Asociativo. El texto solo admitía las “asociaciones de opinión”, cuyos organizadores debían reunir 25.000 firmas con el fin de registrarlas legalmente, mientras que el Consejo Nacional se garantizaba el control sobre su autorización, no habiendo especificación alguna sobre las metas o funciones de tales asociaciones. El propio Franco recelaba de las asociaciones por considerarlas “antesala” de los partidos políticos, por lo que ejerció su derecho de veto; además, destituyó al ministro secretario general del Movimiento responsable del texto, José Solís Ruíz.

Fernández-Miranda

Su sustituto en el cargo, Torcuato Fernández-Miranda, presentó un nuevo anteproyecto de Asociaciones de Acción Política en 1970 al Consejo Nacional. Éste estipulaba que toda propuesta de asociación debía sumar no menos de 10.000 miembros firmantes. A los organizadores de cada asociación se les exigiría que firmasen un documento notarial declarando que respetarían los Principios del Movimiento y las Leyes Fundamentales y, por añadidura, estar sujetos a la supervisión de un comité nombrado por el Consejo Nacional. El anteproyecto siguió en debate a lo largo de los tres años siguientes tras de lo cual Franco ordenó a Fernández-Miranda que lo retirara.

José Utrera Molina

El largamente discutido Estatuto Jurídico del Derecho de Asociación Política no fue aprobado por las Cortes hasta fines de 1974. El alcance de la ley no fue otro que retrotraer a las “familias” del régimen a la situación anterior a la creación de FET y de las JONS, permitiendo a las organizaciones integradas en el Movimiento recuperar su propia personalidad jurídica. El ministro secretario general del Movimiento impulsor del proyecto, José Utrera Molina, actuó en el tema de las asociaciones movido por un profundo sentimiento de desconfianza hacia quienes consideraba que solo tenían como objetivo último la legalización de los partidos políticos. Por eso se preocupó mucho de la cuestión, no tanto para mejorar la representatividad de las asociaciones como para crear un muro de contención ante “posibles desviaciones ideológicas»; para su constitución se requería un mínimo de 25.000 miembros distribuidos al menos en quince provincias, y todas ellas quedaban restringidas a la órbita ideológica del Movimiento y al control organizativo del Consejo Nacional. 


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