La gran estafa del Neomarxismo… y su secreto

La dictadura del bien ha penetrado en nuestras vidas galopando a lomos de conceptos como “justicia social” o “interseccionalidad”. Estas expresiones determinan por sí solas el marco conceptual de una nueva batalla ideológica iniciada y mantenida exclusivamente en Occidente. Antes, las ideologías como el marxismo eran hasta cierto punto argumentativas. Hoy, sin embargo, han degenerado en expresiones aparentemente poderosas, pero intelectualmente, no ya falaces, sino vacías.

Esta sustitución de los tradicionales fundamentos ideológicos de la izquierda por expresiones atractivas, pero que no resisten el más elemental análisis, arrancó al mismo tiempo que en Occidente, y especialmente en los entornos de la izquierda, se empezó a constatar que los experimentos comunistas, tan elogiados durante décadas, no habían proporcionado los ríos de leche y miel prometidos, sino las más despiadadas y ruinosas distopías.

La disyuntiva entre asumir la muerte del comunismo o resucitarlo, aun como parodia, suponía la diferencia entre seguir acaparando privilegios en las universidades, en las administraciones, en los entornos culturales y en las instituciones públicas, o perder su inmerecido estatus

La llamada Primavera de Praga marcó el punto de inflexión. Las reformas emprendidas por Alexander Dubček, Primer Secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia (KSČ), como la descentralización parcial de la economía, la reducción de las restricciones en los medios de comunicación, la libertad de expresión y de desplazamiento, habían sido bien recibidas por los izquierdistas europeos que no estaban sometidos a la férrea disciplina propagandista soviética. La forma violenta en que Moscú sofocó ese modesto intento de apertura supuso el final de la conformidad generalizada de la izquierda respecto del relato oficial soviético.

La Escuela de Frankfurt

En previsión de que la idílica imagen del comunismo terminara desvaneciéndose, como finalmente sucedió, aquellos que, gracias a su popularidad anterior, habían hecho carrera en las universidades, administraciones públicas y entornos culturales, no ya de la URSS, sino de los países occidentales, buscaron la manera de embellecer la deteriorada imagen del comunismo mediante nuevos aderezos.

La sensación de desvalimiento y angustia de los izquierdistas más ingenuos, similar a la que experimentan los niños cuando descubren que los Reyes Magos son los padres, permitió al ejército de ideólogos bordear la razón y promocionar nuevas teorías que, a pesar de ser disparatadas, prendieron en todos aquellos que se negaban a sumir que el mundo feliz era un imposible. Dicho de otro modo, el neomarxismo, pese a ser una parodia, supo conectar con la corriente de desencanto que trajo consigo la imagen de los tanques soviéticos invadiendo Checoslovaquia.

Pensamiento Matrioshka

Hoy, cuando en un debate aparecen los conceptos “justicia social” o “interseccionalidad”, inmediatamente el marco de discusión se vuelve inaccesible al entendimiento. Todas las convenciones desaparecen. El debate sufre una distorsión similar a la desencadenada por la Teoría de la relatividad en la Física. La lógica y la razón dejan de servir para distinguir lo verdadero de lo falso porque en el neormarxismo nada es evidente, todo está sujeto a fuerzas invisibles, misteriosas. Fuerzas que operan en base a leyes tan complejas que sólo los intelectuales neomarxistas pueden identificarlas y desentrañarlas.

En realidad, esta complejidad del marco postmarxista es un artificio. Es como una Matrioshka o, si se prefiere, una cebolla. Una vez eliminadas todas sus capas, o extraídas las muñecas que anidan unas dentro de otras, lo que queda es el vació, la nada. Una estafa.

Douglas Murray

Así, como denuncia Douglas Murray en The Madness of Crowds (2019), lo único que estos ideólogos tienen en común es que sus textos son incomprensibles. Utilizan ese estilo deliberadamente opaco que se emplea cuando, o bien uno no tiene nada que decir, o bien necesita ocultar que lo que dice no tiene fundamento. Para demostrarlo, el escritor británico elige como ejemplo este texto de la filósofa posestructuralista Judith Butler, pero hay miles de ellos, una ingente bibliografía deliberadamente opaca:

“El alejamiento de un relato estructuralista en el cual se concibe que el capital estructura las relaciones sociales de manera relativamente homóloga a una imagen hegemónica en la que las relaciones de poder se hallan sometidas a repetición, convergencia y rearticulación introdujo la cuestión de la temporalidad en el pensamiento sobre la estructura y marcó el paso desde una forma de teoría althusseriana que entiende las tonalidades estructurales como objetos teóricos a una en la que el vislumbre de la posibilidad contingente de la estructura inaugura una concepción renovada de la hegemonía como algo ligado a los lugares y estrategias contingentes de la rearticulación el poder”.

No me parece necesario añadir por mi parte comentario alguno porque el texto se comenta por sí solo. Sin embargo, sí quiero aportar mi particular contribución a la tesis de Murray citando a nuestro entrañable Íñigo Errejón, uno de los innumerables charlatanes universitarios que ha engendrado esta parodia del pensamiento:

“La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales. Afirmación – apertura”.

Bastaría con encerrar en un aula a los más jóvenes y obligarles a recitar una y otra vez estos textos para que, al cabo de pocas semanas de tan cruelísima pero eficaz terapia, estuvieran inmunizados frente a las Butler de este mundo. Así, cada vez que escucharan los términos justicia social e interseccionalidad, en sus rostros se dibujara una mueca de asco.

Pero precisamente ahí radica el problema, que el público en general no hace demasiadas averiguaciones sobre qué significan realmente estas expresiones tan fantásticas. De forma que quien no participe de la idea de justicia social, será etiquetado como partidario de la injusticia. Lo que resulta bastante disuasorio. ¿Quién quiere parecer una mala persona?

Vivir del cuento eternamente

Pero la clave oculta de este nuevo impulso está en la vehemencia de los intereses de sus ideólogos. Para ellos, que el comunismo triunfara o fracasara era secundario, lo verdaderamente dramático era el aseguramiento de su estilo de vida.

Judith Butler

Los charlatanes como Judith Butler sabían que el comunismo había fracasado mucho antes de que cayera el Muro de Berlín. Lo sabían porque vivían de él, estaban dentro de él y podían ver y tocar sus miserias. Eran pues conscientes de la imposibilidad de engañar a todo el mundo todo el tiempo y de que sus días de vino y rosas tocaban a su fin. Debían anticiparse, prepararse para lo que finalmente ocurrió el 9 de noviembre de 1989: el hundimiento del imperio comunista.

Y lo hicieron, primero, convirtiendo el triunfo de los derechos civiles de finales de los años sesenta, no en la apoteosis de una idea de progreso con veinticinco siglos de recorrido, sino en el punto de partida para la destrucción del marco común de entendimiento que esa idea de progreso había proporcionado. Y, después, recreando el marxismo, concretamente transformando la vieja lucha de clases en el identitarismo posmoderno. Una doctrina que, lejos de eliminar las diferencias, la institucionaliza mediante la segregación forzosa en identidades colectivas que se alimentan de agravios, odios y envidias. Sentimientos, por otro lado, fáciles de exacerbar en unas sociedades cada vez más infantilizadas e irritables.

Con todo, lo que animó a los postmarxistas a pervertir los logros que había alcanzado Occidente sin necesitar utopías ni campos de concentración, no fue tanto un sentimiento de revancha como la propia supervivencia. La disyuntiva entre asumir la muerte del comunismo o resucitarlo, aun como parodia, suponía la diferencia entre seguir acaparando privilegios en las universidades, en las administraciones, en los entornos culturales y en las instituciones públicas, o perder su inmerecido estatus. Tenían muy presente que, si el público descubría que eran personajes perfectamente prescindibles, por cuanto sus “teorías” se demostraban, no ya falsas, sino burdas estafas, se verían expulsados del Olimpo y abocados a ganarse el pan como lo hacía la gente corriente, con el sudor de su frente; no ya expoliándola, como era su costumbre. Y eso no podía suceder de ninguna de las maneras.

Desgraciadamente, es muy difícil combatir a estos charlatanes de forma racional porque sistemáticamente expulsan el razonamiento de la contienda. Y lo hacen hábilmente, primero apelando a la creciente angustia y desvalimiento de las sociedades modernas; después suministrando placebos como la “justicia social”, conceptos vacíos que, en realidad, no significan nada… salvo, claro está, la posibilidad de vivir a costa de otros; y finalmente arrojando a la hoguera a los críticos.

Lo que quizá pueda marcar un punto de inflexión en esta lucha sea denunciar lo evidente: que esta idea de progreso es una estafa mucho mayor que el viejo marxismo, por cuanto no es que adolezca de errores que conduzcan inevitablemente a la tiranía, sino que surge originariamente con este propósito: convertir el Estado en un entorno en propiedad que pueda ser expandido sin límite, que penetre en todos y cada uno de los entornos privamos, en los más íntimo de cada sujeto. Un artefacto con poderes absolutos, con capacidad para confinar, expoliar y empobrecer a cualquiera… menos a sus ideólogos. A estos, por supuesto, debe asegurarles su estilo de vida y sus privilegios.

Para Disidentia


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