La  mediocridad

La mediocridad es una mezcla de verdad y falsedad. Esta mezcla la gestionará el mediocre según su capacidad, pues los hay vulgares y los hay con talento, y éstos podrán engañar de forma más sutil y profunda. El mediocre vulgar, no exento de oportunismo, se queda en la mezcla trivial del bien y del mal, desconoce lo profundo y elevado. La verdad y el bien queda subordinado al error y al mal, y es que el mediocre vulgar es tibio, dulzón, conciliador, nunca dirá sí o no, siempre “depende”. Nunca se decantará por este o aquel, por esta idea o aquella, siempre intentará quedar a salvo, sin ser encasillado en ninguna postura o ideología. Es tan mediocre que nunca expresará una idea personal. Siempre mirará por salir indemne allí donde se encuentre situado.

El mediocre más elevado, con talento, ya es otra cosa, sabe mezclar con inteligencia la verdad y la falsedad, o al menos lo pretende. Estamos ante el gran armonizador del bien y el mal, el que pretende llegar a la síntesis a la que nadie ha llegado. Con sus pretensiones, el mediocre con talento tiende a confundirlo todo, a embrollarlo todo. Se sitúa a igual distancia del bien que del mal, de esta forma se granjea el favor de todos, propio de todos los mediocres. Quiere ser amigo de todos, sin distinción, quiere conciliarlo todo.

El mediocre elevado, con caché, no es cualquiera, habla con convicción, al menos es la impresión que da a quien le escucha. Pone al mismo nivel misericordia y justicia, y no se inmuta al perdonar al impenitente, al no arrepentido, ni se ruboriza al reconocer al error los mismos derechos que a la verdad. Al fin y al cabo el mundo busca un dios que actúe de esta forma, es el único camino para la “paz”. Todos deben ser perdonados, pues esa es la misericordia del dios que hoy el hombre necesita, según dice.

El mediocre elevado, no es cualquiera, habla con autoridad, la suya personal, por lo cual impone su verdad infalible, impone las normas, las suyas, las que conviene al hombre de hoy, porque así lo ha decidido. No combate el mal, al fin y al cabo todo depende de como se interprete lo bueno y lo malo; porque todo es cuestión de interpretación, no hay dogmas dados que haya que obedecer sin “rechistar”. Es tan difícil distinguir el bien del mal que es muy difícil separarlos.

Habla constantemente de moderación, de diálogo, de prudencia; no le gusta mucho el celo y la fidelidad a las normas, por tanto las minusvalora. Es el más ferviente pacifista, busca a toda costa la “paz universal”; no importa a qué precio, aun a costa de la misma Verdad. Para el mediocre de postín no hay más verdad que la “paz universal”. Y porque así lo cree y lo vive, nunca verá al mundo como un enemigo, todo lo contrario, del mundo hemos de aprender: tolerancia, diálogo, lo bueno que la diferencia nos muestra… Afirmará convencido su fe en la humanidad, su cercanía a todos los hombres, pues todos somos iguales.

La Iglesia, para el gran mediocre, debe dejar de defender la fe aun a costa de lo  que fuere, por encima de todo hay aceptar  el espíritu del mundo; lo que ha de conducir a lo que llama la caridad conciliadora con todos los hombres.  No le importa, al mediocre elevado, que la verdadera caridad sea el amor de Dios sobre todas las cosas y del prójimo en Dios y por Dios, lo que implica un santo odio del mal, por lo que Dios no puede amar al pecador sin detestar el pecado.

En definitiva, al mediocre de categoría no le importa que la nueva moral esté haciendo hombres de poca fe, de esperanza dudosa y de caridad tibia[1]; es que el mediocre no conoce otra cosa que la mediocridad y no puede brotar de él la excelencia.

Ave María Purísima. 

[1] Dios. Su naturaleza. R. Garrigou-Lagrange. Ediciones Palabra. Madrid 1977.

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