La pecaminosa vida del padre Arturo
Cuando el padre Arturo hizo su aparición en su nueva parroquia causó sensación. Tenía un gran atractivo, tanto personal como, diríamos, espiritual. Tenía un doctorado en teología, dos licenciaturas eclesiásticas y una civil. Su edad rondaba los cincuenta años. Su conversación era muy amena, polemizaba sobre cualquier tema, y sabía de cualquier materia, nadie le podía hacer callar, siempre tenía respuesta para cualquier asunto; y si no sabía, se las ingeniaba para quedar siempre bien.
¿Pero se presentaba el nuevo párroco tal como era?
Ejercía una fuerte atracción ante los jóvenes, y también menos jóvenes. En seguida organizó todo tipo de actividades en la parroquia. Supo satisfacer todas las exigencias de sus feligreses. Quería gustar a su nueva feligresía y bien supo hacer todo lo necesario para ello. Cualquier petición que le hicieran o cualquier idea que le sugirieran, tenía cabida y rápida respuesta.
No tardó mucho en salir con grupos de jóvenes de excursión, y de estar a la mesa de las familias más pudientes de la parroquia. Los jóvenes, atraídos por la gran personalidad de su párroco, siempre estaban dispuestos a lo que él sugiriera. Le escuchaban con suma atención. Las familias le llamaban para consultarle todo tipo de inquietudes, y hacerle participe de todo tipo de intimidades.
Bien se puede decir que el padre Arturo lo era todo en la parroquia, lo llenaba todo, supo hacerse imprescindible.
Al inicio hemos dicho que tenía cierta atractivo “espiritual”. Hablaba con delicadeza, y era sensible a los problemas ajenos; siempre tenía una palabra de ayuda o de consuelo; esta forma de ser suya agradaba mucho a sus feligreses y le sirvió para intimar con muchos.
Pero el padre Arturo no era quien parecía ser. Estaba dominado por un deseo irrefrenable de concupiscencia, no le importaba el sexo de la persona en la que se había fijado, ni siquiera la edad. Cuando estaba obsesionado con alguien, ya no existía para él más fin que el de satisfacer su morboso deseo.
Sabía acercarse a su víctima. Lo hacía con delicadeza. Creaba un ambiente propicio. Tenía predilección por los jóvenes. Nunca violentaba. Sabía cómo doblegar la frágil voluntad de ese joven que estaba fascinado con la personalidad de su párroco; y, así, a base de persuasión y constancia conseguía sus deseos. No se podía decir que había violentado o forzado, más bien en realidad eran relaciones consentidas. Pero relaciones que partían de la superioridad moral del sacerdote sobre la débil víctima.
El tiempo transcurría. Nunca hubo el menor comentario en la parroquia. Los jóvenes que habían caído bajo su fatal atractivo jamás dijeron nada, trataron de vivir como si nada hubiera pasado. Algunos se alejaron de la parroquia.
Verdaderamente el padre Arturo tenía cierto aire de sensualidad que él fomentaba vistiendo con elegancia. Y un trato muy agradable. Mantuvo una relación oculta con una señora de la parroquia durante bastante tiempo. Pero todo quedó sin que saliera a luz. No se sabe si era un inmoral o un amoral.
Pasaron los años. Se granjeó una excelente reputación. Era prácticamente imposible poderle acusar de algo. Había conseguido tejer una red de importantes amistades que le aseguraban total seguridad.
El padre Alberto se confesaba, pero quizá lo hacía para calmar su conciencia, porque no cambió, al menos mientras duró de párroco en aquella parroquia.
A los sesenta y cinco años pudo tener su jubilación de Estado, ya que había trabajo como profesor dando clases. Dejó la parroquia, y, con permiso del Obispo, se retiró a su pequeño pueblo a vivir su retiro.
Cuántas almas podía haber llevado a Dios. Cuántos jóvenes los podía haber conducido a la vida sacerdotal o a la vida religiosa. Se supo que de aquellos jóvenes hubo varias vocaciones tardías al sacerdocio. Vocaciones que de haber sido cuidadas por el padre Alberto hubieran ido al seminario siendo jóvenes. Cuánto bien espiritual dejó de hacer quien tanta ascendencia tenía entre sus feligreses.
No se sabe la vida que llevó desde entonces. Dios quiera que de verdadero arrepentimiento. Dios quiera que hiciera una verdadera y sincera confesión y dejara su vida oculta de pecado y de perversión. Dios quiera supiera llorar su pecado el resto de su vida.
Ave María Purísima.

¿Seguro que al Obispado no llegó alguna queja, y éste no hizo nada para investigar los hechos…?
¿Seguro que otros sacerdotes, o feligreses, no sabían lo que pasaba en esa parroquia, y no hicieron nada para evitarlo?
Lo dudo mucho, la verdad, pues estas «cosas» se acaban sabiendo siempre, o casi siempre.
Y, de cualquier manera, ¿este sacerdote podía dormir tranquilo por las noches?
¿Donde tenía la conciencia…?