La soledad de Pablo Casado

Es de lamentar que el en quehacer político de un líder –vergonzoso y repugnante, incluso- el que cuando los vientos no le son favorables, sino tormentosos y adversos, aquellos que lo jaleaban, coreaban y se mostraban prestos a evidenciar públicamente su apoyo incondicional, desaparezcan de la escena convirtiéndose en invisibles. La máxima de Bertrand du Guesclin, célebre mercenario solamente fiel a sus propios intereses, de “Ni quito ni pongo, pero ayudo a mi señor”, en aquella celebérrima escena en la que traiciona a Pedro I, “el Cruel”, cuando es asesinado por su hermano bastardo, Enrique de Trastámara –Enrique II-, mientras le sujetaba para que pudiera ser apuñalado.  Así es, aunque sin asesinato, literalmente hablando, pero con cadalso y picota política levantada.

La lealtad, la integridad, la honestidad, la honradez, la honorabilidad, la rectitud, la decencia, la moralidad, la dignidad, el honor, la entereza o, sin ir más lejos, la respetabilidad, deberían ser las cualidades sobreentendidas en aquellos que hacen de la política una vocación, no una profesión. Todas ellas fueron atesoradas por santo Tomás Moro, patrón de los políticos y de los gobernantes, venerado tanto por católicos como anglicanos. Debería ser el espejo en el que mirarse cuando alguien decida caminar por los senderos de la actividad política, entendida como servicio, no como un beneficio personal. Frente a tales indispensables virtudes –bastante escasas en la arena del albero del ruedo político-, abundan los vicios y las oscuras inclinaciones de los dirigentes del Partido Popular, tanto a nivel nacional, como regional, provincial, comarcal y local.  La traición, la deslealtad, la impostura, la indecencia, la deshonra, la deshonestidad, la indignidad, la injusticia o lo indecoroso, ético y estético, definen muchas de las actitudes de no pocos jefes, jefecillos, régulos o caciques populares.

¿Ubi sunt? ¿Dónde están aquellos que se apremiaron para cobijarse a la sombra del liderazgo de Pablo Casado? ¿Qué fue de aquellos palmeros que, con brios arrebatadores, quisieron inmortalizarse para la posteridad en las instantáneas fotográficas? No están muertos, están desaparecidos, instalados en el silencio cobarde, no quieren verse salpicados por el barro del lodazal en el que se ha convertido la guerra fratricida en el seno de la organización azulona. Más pendientes de mantener sus poltronas, sus aposentamientos institucionales –ricamente retribuidos-, se ponen de perfil y hacen el “Don Tancredo”, evitando caer en la refriega en la defensa del líder que les promovió para sus lucrativos puestos. Es, sencillamente, deleznable, repugnante, detestable, repulsivo y nauseabundo.

En el conflicto interno, también externo, que se viene librando entre los populares –cada vez más impopulares-, tengo una posición personal por descontado, tengo claro con quién está mi devoción y admiración, pero me resulta vomitiva, hedionda, infecta y pútrida la felonía de los apesebrados y paniaguados  beneficiados por quién ahora se encuentra al pié del cadalso. Cuántos y cuántas deben su sueldo de fin de mes a su jefe, hoy condenado a su muerte política. Qué miserables y cobardes, qué mezquinos, rastreros y desgraciados. No me merecen ningún respeto, menos aún consideración y cortesía, deferencia o admiración. Encarnan lo más execrable que en la vida política uno pueda ser –permítaseme la expresión- unos comemierdas a jornada completa y fiestas de guardar.

Conozco a Pablo Casado, a su familia y sé de sus cualidades, también de sus defectos. Nunca he sido casadista, más al contrario, he sido muy crítico con sus posicionamientos políticos. No soy votante del Partido Popular –ni lo seré jamás-, pero le juzgo como una persona correcta, educada, amable, extrovertida y cortés. Le he dado clases de Filosofía y Religión, amén de haber mantenido siempre una saludable amistad. Él sabe cómo pienso, conoce mi particular interpretación de la política y, nunca, nos hemos dejado de saludar. Sí que me habría gustado, a puerta cerrada, sin luz ni taquígrafos, sin declaraciones públicas ni privadas, abrirle los ojos para que se diera cuenta de la soledad en la que siempre se encontró, pese a las oportunistas declaraciones y muestras de afecto –absolutamente fingidas y sí muy interesadas- de los arrivistas que le rodeaban y le engatusaban, le siseaban al oído fétidos consejos autodestructivos y le reían las gracias a mandíbula batiente, aunque fueran conscientes de sus errores.  Los mismos que, hoy, han estado dispuestos a traicionarle sin escrúpulos, a conducirle a la puerta de salida y  a su suicidio político.

Su soledad es más que evidente, el “silencio de los corderos” pastoreados por los traidores es atronador. En una situación como la actual, TODOS y TODAS –con mayúscula-, presidentes regionales y provinciales, deberían haber salido en tromba a hacer declaraciones a favor de su jefe de filas. Tristemente, no ha ocurrido, pero no por qué se esté a favor de su adversario, sino porque no tenían ganas de implicarse con nada ni con nadie, tan sólo consigo mismos. La situación cobra tintes más angustiosos, si tenemos en cuenta que, en su propia tierra natal, Palencia, su organización, como durante las elecciones primarias, se mantuvo ausente del debate interno entre sorayistas, casadistas o cospedalistas. Nadie se mojó, salvo honrosas excepciones –hoy calladitas, por si acaso-. Después, convertido en jefe de filas, baste ver y consultar las hemerotecas para comprobar la grandilocuencia de los gestos –totalmente artificiales- con los que fue agasajado y aclamado cuando volvía por sus fueros. Ahora, algunos –incluso- se ausentan bajo cualquier pretexto inexcusable. Es indescriptible el rechazo que me provocan tales personajes, verdaderos corifeos de teatrillo político.

Así pues, su postura es la de estar “al sol que más calienta”. La vida interna de los partidos es aciaga, marcada por una sociedad de clanes y tribus enfrentadas entre sí. Los perdedores en la refriega son desterrados, condenados al ostracismo, discriminados, excluidos y maltratados. En una ocasión, el más impresentable político que he conocido en mi vida, refiriéndose a este tipo de vendetta,  me dijo: “En el campo de batalla no hay que dejar heridos”. Imagínense que personaje más siniestro, pero que  gozaba y sigue gozando de predicamento desde el ejercicio de sus responsabilidades institucionales.  Es vergonzoso y asqueroso. Lo malo es que –lo digo por mi dilatada experiencia política-, esta maquiavélica forma de proceder, en la que el fin justifica los medios, sigue instalada en el seno de los partidos políticos, en el Popular también.

El resultado de este fuego cruzado entre Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado ha sido una excusa bien calculada, no es casualidad  que se produzca cuando en el horizonte de las elecciones generales se aproxima con rapidez. Estoy seguro del daño causado a su base social de afiliados, votantes y simpatizantes; asumo que los principales beneficiados son terceros; me muestro convencido que en Moncloa, nuestro insufrible presidente, Pedro Sánchez, está dando saltos de alegría; que en Vox asisten complacidos al pifostio montado, sabedores de los amplísimos réditos electorales que le suponen y, que los “silenciosos”, calladitos en su sillón, han encontrado el momento para subirse al carro de los vencedores, enrolándose en la nueva red clientelar que tejerán alrededor del nuevo jefe. No les importa ser perjuros, pues son mercenarios de la política sin bandera,  mercaderes de sus raquíticas conciencias.  Prefiero mil veces la disputa y el debate leal, mirando a los ojos, que la daga “amiga” oculta, siempre traicionera y dispuesta a ser desenvainada por la espalda. Cuidado con el gallego, que como quien no quiere la cosa, se postula como redentor y pacificador. Veremos si consigue salvar su escuadra, diezmada y por todas las miserias azotadas.


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