Las manos de Dios

¿Tiene acaso Dios manos? ¿Manos como nosotros? ¿Tiene, en ese caso, dos?

La primera vez que oí la expresión «las manos de Dios», pegué un brinco. Después, más sosegado, quedé impactado. Dios tenía, tiene, manos como nosotros… vaya. Y me puse a indagar.

Pues bien, sí, Dios tiene manos, dos en concreto, alegóricamente, claro, no como nosotros que las tenemos tangibles.

La expresión «las manos de Dios» es de San Irineo, uno de los primeros padres de la Iglesia. Y, según él, las dos manos son el Hijo y el Espíritu Santo.

Ahora queda todo claro y, además, que gran alegoría. Cuánto he meditado en ella desde entonces. Y cómo me gusta.

Dios, Dios Padre tiene manos, dos manos.

Una es el Hijo, Nuestro Señor, encarnado en hombre y nacido de la Virgen María. El Mesías anunciado y prometido, el Redentor, el Salvador. La Palabra. La mano de bondad y misericordia infinitas, cuyo amor por nosotros es el mismo que el del Padre que lo envió, gracias a Quién sabemos cómo hacer para salvarnos y volver al Padre y morar por toda la eternidad junto a Dios, Uno y Trino. El Hijo es la mano que siempre está con nosotros, que nos acompaña siempre, incluso cuando pecamos, incluso entonces nunca, nunca, nos abandona, todo lo contrario, porque aún cuando hemos roto los puentes con Él, hace lo imposible porque volvamos a Él.

La otra mano de Dios es el Espíritu Santo. Él no se encarnó, apenas lo figuramos como una paloma, pero también trabaja incansable por nuestra salvación, sólo que no por la Palabra, sino por Su soplo, infundiéndonos lo necesario para nuestra salvación, inspirándonos, sugiriéndonos. Y, como el Hijo, nunca nos abandona.

Sí, claro, Dios tiene manos, dos manos. Pero no son iguales, cada una tiene Su característica propia, su forma de ser y de actuar, pero actúan como una sola, porque se complementan, y, como nuestras manos, ambas, coordinadamente, trabajan para modelarnos, como las manos del alfarero hace con la arcilla, con el barro. Dios, con sus dos manos, el Hijo y el Espíritu Santo, trabaja para modelar esta arcilla, este barro, que somos todos y cada uno de nosotros. Y lo hace sea la arcilla, el barro, bueno o malo, y, además trabajan sin dscanso.

La cuestión es si nosotros, arcilla y barro, somos propicios a dejarnos trabajar por las manos de Dios, si nos dejamos modelar, si somos dóciles a Sus manos o, por el contrario, como el mal barro, como la mala arcilla, nos resistimos y lo impedimos de forma que, incluso, por mucho que las manos de Dios se empeñen, lo impedimos.


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