Muchos los llamados, pero pocos escogidos
Como de todos los evangelios, del de este Domingo, la parábola del banquete de bodas, se podrían extraer multitud inacabable de enseñanzas y de motivos para la meditación….
Como de todos los evangelios, del de la parábola del banquete de bodas (Mateo 22:14) a la que muchos fueron invitados pero sólo uno se presentó, se podrían extraer multitud inacabable de enseñanzas y de motivos para la meditación. Pero de este en particular parece que ha quedado como frase icónica precisamente la última, aquella con la que Nuestro Señor cierra la parábola: «Porque muchos son los llamados y pocos escogidos».
Y es que, sin duda, la frase nos golpea una y otra vez cuando la leemos. Tanto, que durante unos instantes se nos hace difícil olvidarnos de ella; sólo lo conseguimos cuando nos sumergimos de nuevo en el mundanal ruido. Pues bien, hagamos lo contrario y quedémonos con ella unos instantes más y reflexionemos sobre su aparente dureza, que sin duda la tiene pues lo que suscita en nosotros es la sensación de que sólo unos pocos, literalmente, conseguirán alcanzar la meta, provocándonos una gran desazón, casi un impulso por rendirnos de inmediato.
Y es que la cosa es así de clara: muchos, prácticamente todos los seres humanos están llamados a la conversión, a la salvación, a lograr ocupar ese lugar que Nuestro Señor ha preparado en la Gloria para cada uno de nosotros, de manera que, como Dios no nos puede pedir aquello de lo que con su Gracia no seamos capaces de alcanzar, a todos se nos da por adelantado esa Gracia en proporción justa, e incluso de sobra, a lo que Dios nos pide para salvarnos. Así, Él cumple a la perfección con nosotros entregándonos de una u otra forma los medios necesarios para convertirnos y por ello para salvarnos, que es su más íntimo y insaciable deseo.
La cuestión están en ver quiénes de nosotros estamos dispuestos a ser escogidos, es decir, quiénes de nosotros estamos dispuestos a poner de nuestra parte, de nuestra voluntad, lo que Dios nos exige para que, junto con su Gracia, nos salvemos. Ahí está la clave no sólo de esta parábola, de este evangelio, sino de prácticamente todos: Dios no nos pide imposibles, por mucho que a veces nuestra debilidad lo quiera así presentar. Lo que ocurre es que siempre va a respetar nuestro libre albedrío, nuestra voluntad. Él nos adelanta gratuitamente su Gracia, el noventa y nueve por ciento de lo que precisamos para salvarnos, pero ese noventa y nueve por ciento no funcionará si no se completa con el uno por ciento que necesaria y obligatoriamente debemos poner nosotros. Por eso, en caso de no ser escogidos, no es culpa de Dios, sino nuestra.
Muchos los llamados y pocos los escogidos o como se dice en otras partes del Evangelio: «Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán» (Lucas 13-24) o «Amplia es la puerta y ancho el -camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran»(Mateo 7,13-14).
Así pues, aprestémonos al combate diario, varonil, sin descanso, sin desmayo, con ilusión, con fuerza, con tesón, sin dar cuartel al enemigo, seamos soldados esforzados, sufridos, inasequibles al desaliento, no demos ni un paso atrás, pues si contamos, como sabemos que contamos, con la Gracia de Dios más que suficiente, sólo con que pongamos de nuestra parte lo poco que Dios mismo nos pide tenemos asegurado el triunfo, seremos contados entre los escogidos. Nada vale más la pena que lograr ocupar ese lugar que Nuestro Señor nos tiene reservado y nada importa lo rudo del combate que cada cual tenga que disputar. Pongámonos manos a la obra y dejemos de quejarnos, pues es seguro que nada como nuestra salvación vale más la pena.

Vale, querido Juan, pero no te olvides descontar de ese uno por ciento de esfuerzo que nos corresponde realizar, la actividad permanente en sentido contrario de quien «ronda como león rugiente, buscando a quién devorar». Si fuese relativamente fácil, el mundo y la historia de la Iglesia estarían abarrotados de santos. Y el Diablo, medalla al «mérito» en el trabajo a escala universal, hace cuanto puede -o se le permite- para que nos resulte bien difícil alcanzar la santidad. Dicho lo cual, ello no es óbice para que procuremos dar todos los pasos que nos sea posible en el camino correcto, hasta el último día de nuestras vidas.