Los debates de Jesús
Los denominados debates televisivos, como también los radiofónicos, esas «tertulias» que más parecen combates de boxeo y batallas campales que precisamente eso, debates o tertulias, están dominadas por el grito –mejor decir el rebuzno–, el insulto, la mala educación, el interrumpir al otro, el no dejarle hablar y… la mentira, la falsedad, la verdad a medias –mejor decir mitad de cuarto–, la malicia, la mala intención y, en definitiva, y para no alargar, la miseria y ruindad humana en toda su crudeza.
Cuando vemos –muy pocas veces– o asistimos a ellos –Dios nos libre–, nos vienen a la cabeza los «debates de Jesús», es decir, aquellos cruces de palabras entre Nuestro Señor y los fariseos, saduceos, escribas y demás gentes de mal vivir de su época. ¡Pobre Jesús!
En ellos, el Hijo de Dios, la Bondad y la Misericordia infinitas, el Salvador hecho hombre, guiado sólo y exclusivamente por su infinito amor a los hombres, se sometió, se rebajó y sufrió debatir con aquellos malditos. Mientras que Jesucristo les hablaba con Verdad y les decía la Verdad, ellos le lanzaban preguntas capciosas, le ponían constantes pruebas, le echaban lazos, emboscadas, zancadillas, buscaban por dónde cogerle para… ¿cerrarle la boca? sí, pero materialmente, o sea, para matarle. ¡Pobre Jesús!
Cientos de veces se las tuvo que ver con aquellos malvados. Las mismas que les rebatió con autoridad, educación, máxima corrección e incluso dulzura –pues a pesar de todo a ellos también los quería infinitamente–, y siempre con amor y verdad. Sólo en algunos momentos dejó entrever su santa ira, la cual, incluso entonces, más parece tristeza, decepción, cansancio, hartura: «hasta cuando tendré que soportaros», «si no me creéis a Mí hacerlo a mis obras», etc., etc. ¡Pobre Jesús!
En sus dos últimos debates, con Anás y Caifás y con Pilatos, después de unas cuantas y divinas contestaciones, Jesús optó por callar; ya no debatió más, a excepción de con el buen ladrón, bien que con él fue una verdadera tertulia, un sonado debate, un maravilloso diálogo de mutuo amor. ¡Pobre Jesús!
Aprendamos de Él, Divino Maestro, a debatir con los demás, especialmente con los que nos odian, con corrección, serenidad y calma; digamos siempre la verdad, pues no hay más eficaz espada que ella, aunque no sea aceptada, aunque no reluzca de momento; y, claro, también, como Él, porque no vamos a ser más que Él, cuando ya lo hayamos dicho todo callemos y, alegres por ser perseguidos por razón de la única y verdadera Justicia, asumamos la cruz si Dios no quiere favorecernos con la victoria sobre nuestros enemigos, que deben serlo siempre sólo y únicamente los suyos.
Recordemos que aquí abajo nada o muy poco se resuelve, ni mucho menos de forma absoluta o justa, ni para siempre; que eso sólo ocurrirá allí arriba… ojo, también lo correspondiente a nuestros pecados.
