Los nuevos padres de la Patria
Una de las expresiones más repetidas por los llamados constitucionalistas es que el juicio sobre el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 demuestra que el Estado funciona. Pero, lamentablemente, no es así. Lo que demuestra son dos cosas, y ninguna de ellas es esa. La primera; que la Justicia resiste. Y la segunda; que ha fallado todo lo demás. En consecuencia, este juicio no es síntoma de que el Estado, pese a todo, funciona. Es síntoma de que no funciona. Así que no debería ser motivo de celebración sino de preocupación, por más que a muchos ciudadanos les suponga una cierta satisfacción ver sentados en el banquillo a algunos secesionistas.
La Justicia resiste, en efecto, pero los jueces sólo pueden actuar a hechos consumados, cuando el delito ya se ha producido. Y sus sentencias suelen suponer un resarcimiento parcial que, muchas veces, no repara los daños. Es verdad que, en este caso, una sentencia ejemplar supondría un desincentivo poderoso y un punto de inflexión. Pero el aspecto político de la causa añade un factor de incertidumbre, porque no es descartable que un futuro gobierno pudiera indultar a los culpables y neutralizar la acción de la Justicia. En cualquier caso, es importante entender que la labor de los jueces, por meritoria que resulte, no consiste en cambiar un modelo político, ni siquiera mitigar sus fallos, sino juzgar unos hechos que jamás debieron producirse. Ese es el quid de la cuestión.
Además de confundir la meritoria acción de la Justicia con el buen funcionamiento del Estado, existe otra confusión. Lo escuchamos a diario: el principal problema de España es el desafío secesionista. Y ahí, nos dicen, es donde debemos centrar la mirada. Pero no es exactamente así. El desafío secesionista no es causa sino consecuencia de un problema mayor: el exceso de poder de los partidos.
Este exceso de poder es lo que les ha permitido mercadear entre bambalinas con los nacionalistas, usando como moneda de cambio las competencias del Estado y los dineros de los contribuyentes
Este exceso de poder es lo que les ha permitido mercadear entre bambalinas con los nacionalistas, usando como moneda de cambio las competencias del Estado y los dineros de los contribuyentes, hasta convertir la identidad española en algo residual; y la presencia del Estado en determinados territorios, en testimonial. Y eso tiene ahora difícil solución. Si nos atenemos a que las generaciones se suceden cada 15 años, Cataluña llevaría más de dos, casi tres generaciones, siendo aleccionada por el diktat nacionalista. Por lo tanto, el problema tendría un aspecto político, pero sobre todo cultural. Este aspecto cultural hace que muchos ciudadanos catalanes resulten inasequibles al principio de autoridad del Estado español.
Los militares norteamericanos, tras la experiencia de Vietnam, comprendieron que, si bien la victoria militar es condición necesaria para ganar una guerra, no es, sin embargo, condición suficiente para derrotar a un régimen. Descubrieron que era necesario, además, tal y como ellos lo expresaron, “ganar las mentes y los corazones” de la población. Esa contienda incruenta, pero a la postre decisiva, requeriría de una estrategia que garantizara la seguridad, promoviera la prosperidad y asentara el principio de justicia. Estos tres ejes necesitarían además un cierto tiempo para que la población pudiera percibir con nitidez la mejoría y se desligara del viejo régimen.
Evidentemente, ni España es los Estados Unidos, ni Cataluña es Vietnam; mucho menos existe algo parecido a una guerra. Pero sí existe un conflicto institucional promovido por una oligarquía local que ha penetrado amplias capas de la sociedad catalana. Así pues, desconcetar a los catalanes de esa oligarquía será difícil de lograr sin antes ganar sus mentes y sus corazones. Algo que requiere inteligencia, voluntad política y, sobre todo, una estrategia de largo plazo. Pero ¿existe algún partido que contemple algo parecido? Más aún, ¿en qué situación se encuentra la confianza de la propia sociedad española respecto de su clase dirigente?
La crisis del modelo bipartidista
En muchos países occidentales hay una gran cantidad de partidos políticos, pero la mayoría no obtienen representación. El poder se suele dirimir entre dos grandes formaciones que, en teoría, ocupan posiciones contrarias: un partido progresista y otro conservador. El partido progresista promete más políticas sociales y limitar la libertad económica; el conservador, justo lo contrario. La idea es que ambos se alternarán en el poder, proporcionando consecutivamente más políticas sociales y más libertad económica.
Sin embargo, al final no sucede así. Después del turno progresista, se habrá favorecido a contadas minorías, con un coste bajo, pero no se habrá proporcionado al conjunto las políticas sociales prometidas. La excusa para este incumplimiento suele ser una coyuntura adversa. Pero, con el fin de distraer a los votantes y conservar su lealtad, el partido progresista lo que sí hará será disminuir las libertades económicas.
Con el turno conservador sucede lo mismo, pero a la inversa. La promesa de una mayor libertad económica no se cumplirá (de nuevo, la excusa de la coyuntura desfavorable), pero sí se limitarán las políticas sociales en alguna medida, aunque solo sea de viva voz, con idéntico fin que el partido progresista: no perder la lealtad del votante.
Así, la alternancia no conlleva una mejora significativa, ni en políticas sociales, ni en libertad económica. Muy al contrario, lo que se produce es una disminución progresiva de las expectativas de los votantes según se suceden las citas electorales. mientras que los partidos turnistas crecen sin tasa y colonizan las instituciones.
Esta dinámica puede paliarse con la aparición de nuevas alternativas que compitan con las existentes o, inclusos, las reemplacen. Aunque con el tiempo los nuevos partidos caigan en la misma dinámica que los viejos debido a la fuerza de atracción del Gran Estado, su irrupción supondría una renovada competencia que abriría una ventana de oportunidad. Y durante un tiempo se forzaría un mayor cumplimiento de los compromisos de los partidos con los electores.
Sin embargo, en el caso de España, esta posibilidad afronta serias dificultades debido a que la Ley electoral invierte la relación entre políticos y ciudadanos: los candidatos no rinden cuentas ante los electores sino ante sus jefes de filas. Es la llamada partidocracia, donde las instituciones estatales se convierten en meros instrumentos al servicio de las decisiones adoptadas en las cúpulas de los partidos, es decir, son las oligarquías partidistas, y no el pueblo soberano, las que asumen la soberanía efectiva.
Esta circunstancia hace que el empuje de las nuevas formaciones decaiga rápidamente y que las ventanas de oportunidad resulten demasiado estrechas. Los nuevos partidos son rápidamente capturados por los mismos grupos de interés que están vinculados a los viejos partido, produciéndose en el mejor de los casos un cambio cosmético, cuyos resultados son en esencia idénticos a los del turnismo bipartidista.
Así, el modelo político degenera en un sistema cuyo fin es la autoconservación. Un círculo vicioso que se retroalimenta y que es incapaz de proporcionar una solución a la crisis política.
La nueva división
España, con la Gran recesión perdió el punto de equilibrio de los últimos 40 años. Y no termina de encontrar ese nuevo centro de gravedad permanente sobre el que cantaba Franco Battiato. Muy al contrario, la desestabilización política se hace cada vez más patente. Las heridas causadas por la crisis económica no solo no se han cerrado, sino que han degenerado en el secesionismo y puesto en evidencia la decrepitud de un modelo que necesita de cirugía mayor. Lamentablemente, el escaso nivel de la clase política impide tal operación. No hay especialistas cualificados, solo líderes más preocupados por sobrevivir que afrontar la realidad. Sea como fuere, Pedro Sánchez, Santiago Abascal, Pablo Casado, Albert Rivera son los nombres propios que con más o menos fortuna se postulan para ser los nuevos padres de la patria. Es lo que hay.
Pero más allá del posible resultado electoral, lo inquietante es que detrás de la división izquierda derecha se vislumbra otra división más profunda. La de quienes confían en el Estado y la de quienes, conscientes del enorme poder de los partidos, cada vez le temen más.
A propósito de este inquietante asunto, dice un buen amigo que, en España, para que se produzca un verdadero cambio, haría falta tal cataclismo que el remedio podría ser peor que la enfermedad. Sin embargo, como dice el aserto, cualquier salvación que no proviene de donde nace el peligro es en sí misma una desventura. Es decir, que nos guste o no, así no podemos seguir. Porque si España no cambia, tarde o temprano el temido cisne negro aparecerá. Y, a su lado, el secesionismo catalán parecerá una broma.
