“Maquis”: crimen y castigo en Manilva (Málaga). Sangre inocente (II/III)

Manilva, calle del Mar, en la época

El lugar.-

Pegada al mar, en la provincia de Málaga, donde mueren las últimas estribaciones de la Serranía de Ronda, se encuentra Manilva, pequeña localidad que en 1945 apenas llegaba a los 3.000 habitantes. Un dato: mientras que en Casares, a 19 kilómetros de Manilva hacia el interior, durante los escasos cuatro meses que permaneció en manos frentepopulistas tras estallar la guerra fueron asesinadas 56 personas, en Manilva no lo fue ninguna.

Las víctimas.-

En su calle principal denominada “del Mar” –aunque ya se la comenzaba a conocer como calle General Franco–, en su número 55, tenía su residencia la familia González Jiménez compuesta por Antonio González García de 41 años, su esposa Ana “Anita” Jiménez Jiménez, de 40, y sus hijos: Antonio de 10 años, Mariana “Marianita” de ocho, Juan José de siete y María teresa de cuatro. El matrimonio regentaba en propiedad un comercio, lo que les confería cierto nivel económico para la época, pudiendo vivir con algo de desahogo bien que a costa de no pocos esfuerzos. El matrimonio tenía dos personas empleadas: Ana Herrera Castillo, soltera, de 23 años, que hacía las veces de criada, y Juan Andrades Sánchez, soltero, de 63 años, analfabeto, hombre de campo encargado de los múltiples y variados trabajos que surgían constantemente fuera en la casa o el comercio. En la misma Manilva, en una casa cercana, residía Agustín González García, hermano de Antonio.

La vivienda, propiedad del matrimonio, era de dos plantas, teniendo su entrada principal por la citada calle y número. La planta baja constaba de un vestíbulo y una sala anexa utilizada como despacho. A continuación, un salón dividido en tres cuerpos siendo más grande el central en el cual había una puerta que daba a la cocina y a un pequeño comedor. Debido al ligero desnivel del terreno, desde ese mismo salón intermedio, descendiendo por una corta escalera, se accedía a un primer patio –en uno de cuyos lados había un pozo– desde el cual, y por una rampa se llegaba a otro en el que existía una cochinera donde se criaban algunos cerdos, una gran higuera y, en su fondo, una “puerta falsa” –denominación típica de Andalucía– que permitía salir directamente al campo con el cual lindaba la casa por su parte trasera en aquellos momentos; hoy pasa justo por ahí la calle Pedreta. En la planta alta estaban los dormitorios. Con todo, la casa no era ni muy grande ni ostentosa, con su fachada encalada, su aspecto era el típico de Andalucía.

La familia González Jiménez era, desde luego, conocida de todos. Personas pacíficas, de orden, sociables, muy religiosas, sobre todo Ana y especialmente también ella extremadamente caritativa; ya entonces era legendaria su caridad con los más necesitados, pues no sólo les fiaba lo que compraban en su comercio a la espera de que pudieran pagar cuando llegara el tiempo de la recolección y hubiera más trabajo, sino que incluso rompía las “cuentas” de aquellos que a pesar de todo no podían pagarlas. Los críos eran una maravilla, no sólo por su edad, sino, también, porque habían heredado el carácter de sus progenitores. Por lo dicho eran todos personas especialmente queridas en el pueblo.

Los asesinos.-

Pablo Pérez Hidalgo (a) Manolo El Rubio en la época

Dicha comarca sufría en aquellos momentos las tropelías de una partida de bandoleros/terroristas (“maquis”) cuyo nombre lo dice todo: Agrupación Stalingrado. Liderada por Pablo Pérez Hidalgo (a) «Manolo el Rubio» y “Rubio de Bobadilla”, de 34 años, comunista acérrimo, la partida acumulaba un dilatado y especialmente cruel y sangriento historial delictivo (AQUÍ), triste currículum que se prolongaría hasta 1950, pues sería una de las más longevas.

La Agrupación Stalingrado estaba compuesta entonces por una treintena de bandoleros/terroristas, entre ellos dos mujeres, pues acababa de ser reforzada por varios fugados de la cárcel de Málaga, destacando por su radicalidad: Manuel Uceda Lucas (a) “Gordito” y “Gordillo de Casares”, Juan Valader Mena (a) “Pabuceno” y José Blanco Trujillano (a) “Blanquito de Casares”.

Su modus operandi preferido eran los atracos y secuestros, tras los cuales se repartían el botín y se dispersaban hasta que llegaba el momento de dar otro golpe; o sea, puro bandolerismo.

Los prolegómenos.-

Hacia finales de Septiembre de 1945, Pablo Pérez Hidalgo (a) «Manolo el Rubio» recibía una información de uno de sus “enlaces” habituales, según la cual los González Jiménez disponían de considerable dinero en la casa o, al menos, podían hacerse con él rápidamente; el “enlace” era un vecino de Manilva que llevaba tiempo suministrándole además de noticias e informaciones, alimentos, herramientas, etc., más que por afinidad ideológica, aunque también, por el beneficio que le suponía, toda vez que Manolo el Rubio le recompensaba generosamente a costa de los botines que obtenía en sus golpes; hay que reseñar que este “enlace” llegó a hacer bastante dinero con tal “negocio”. Nos es imposible dar su nombre porque, aún conociéndolo, no hubo nunca causa judicial contra él.

Decidido a dar el golpe, y como era su costumbre, Manolo el Rubio reclamó la presencia de aquellos a los que consideró más idóneos para este “trabajo”: Gordito, Pabuceno y Blanquito de Casares. Tras analizar el asunto, decidió atracar al anochecer en su propia casa a Antonio González o, en su caso, llevárselo secuestrado para pedir posteriormente un rescate caso de no tener suficiente dinero en la vivienda. Después de varias cábalas fijaron el viernes, día 5 de Octubre del año en curso, 1945, para llevar a cabo la fechoría.

El crimen.-

El citado día, sobre las nueve de la mañana, Antonio González acudió al café del pueblo, regentado por José López Ledesma, porque un tratante habitual de ganado, de apodo “El Guita”, quería saber si Antonio estaba dispuesto a vender o trocar a un tal Serrano un borrico que poseía, encontrándose al llegar al café, además de a los dos citados, con Francisco Muñoz Martínez, de 59 años, natural de Estepona pero residente en Manilva, junto con Bartolomé Pavón. Tras visitar a su hermano, Agustín González, en su casa, que era según Antonio quien tenía que dar el visto bueno a la operación, y dado que éste se negó a ella, cada cual tiró por su lado.

Sobre las cuatro y media de la tarde, al pasar Antonio González por delante del mismo café, fue requerido de nuevo por los ya citados, más Juan Montes y otro de apellido Temprano, que intentaron otra vez convencerle para que vendiera o trocara al animal, no llegándose a ningún acuerdo ante la persistente negativa de Antonio.

La casa hoy prácticamente como ayer

Serían las nueve y media de la noche, ya prácticamente oscurecido, cuando Antonio González regresó a su casa tras haber ocupado la tarde en varias gestiones y visitas. En ella se encontraba su familia al completo, mujer e hijos, así como la criada, Ana Herrera, que ya había dado de cenar a los cuatro niños –habiendo cenado con ellos–, y su otro criado, Juan Andrades, que había comenzado a cenar en la concina como era habitual. El matrimonio hizo lo propio en el salón, mientras la criada volvía a la cocina comenzando a fregar los platos y los niños correteaban por la casa.

Poco antes de dicha hora, y amparándose en la oscuridad, Manolo el Rubio había llegado al lugar disponiendo a dos de sus hombres en la parte trasera de la casa, en el campo, atentos a la “puerta falsa” como medida de seguridad y escondidos convenientemente entre la maleza, mientras él y el tercero de sus hombres se habían apostado ocultos en dos puntos distintos de la calle del Mar.

No habían pasado ni diez minutos, y cuando Antonio y su mujer iniciaban el segundo plato, cuando vieron que entraban en la casa dos individuos; para ello no tuvieron pega alguna toda vez que la puerta estaba abierta, costumbre habitual en aquellos días y comarcas. Amos vestían casi igual: camisa kaki y gris, respectivamente, pantalones oscuros de pana, boina tipo bilbaína y zapatos de campo, al tiempo que empuñaban sendas pistolas, siendo Manolo el Rubio –que portaba anillo y reloj de oro producto de anteriores atracos– más alto que el otro.

Como puede comprenderse la sorpresa del matrimonio fue mayúscula, máxime al identificarse ambos como “Somos los de la Sierra” y completar diciendo “No asustarse, que somos los rojos”, a lo que mientras Antonio replicaba “Ya nos hemos dado cuenta”, Ana lo hacía más vivamente diciendo “¿Pero tenéis el valor de venir al pueblo?”, obteniendo como respuesta un seco “Sí, lo tenemos”. Inmediatamente Manolo el Rubio inquirió a Antonio si tenía armas y, ante su negativa, ambos intrusos guardaron sus respectivas pistolas. Mientras Manolo el Rubio se llevaba al matrimonio al despacho junto al vestíbulo, el otro concentró a los niños y a los criados en la cocina, advirtiendo a éstos: “Cuidado porque jugamos con pólvora”, mientras se llevaba un dedo a la boca en señal de que guardaran silencio y enseñaba la culata de su pistola introducida en el cinturón del pantalón, incorporándose a continuación al despacho.

En él, Manolo el Rubio, siempre muy tranquilo y hablando pausadamente, sacó del bolsillo del pantalón una carta que quiso entregar a Antonio, quien al saber que contenía las intenciones de sus atacantes, rogó que se las resumiera de palabra: debía entregarles 80.000 pesetas inmediatamente.

Grupo de bandoleros/terrorista

Comenzó entonces una nerviosa y agria discusión, comunicando Antonio que no disponía de tal suma, pudiendo sólo facilitarles unas 7.000 pesetas que era lo que tenía en la casa. Entre tiras y aflojas, y como quiera que pasaba el tiempo sin llegar a un acuerdo, Manolo el Rubio ordenó a la esposa de Antonio a que fuera a buscar dinero con la advertencia de que si daba cuenta a alguien de lo que estaba ocurriendo mataría a su familia. La mujer, intentando mantener la compostura, fue a la casa de su cuñado que estaba cerca, consiguiendo de él, con excusas para no delatar lo que ocurría, unas 7.000 pesetas, regresando rápidamente, con las cuales, más las otras tantas que había en la casa, el matrimonio intentó convencer a los asaltantes para que se conformaran y se marcharan, a lo que Manolo el Rubio se negó en redondo; su compañero pareció en un principio estar dispuestos a aceptar, pero se plegó a la decisión de su jefe.

Es muy significativo que, mientras la mujer estuvo fuera, el acompañante de Manolo el Rubio preguntó a Antonio si no le había visto en la café de José López, a lo que Antonio contestó que no, al tiempo que le preguntaba que dónde estaba él para tener que verle, contestando el asaltante que en el propio café mientras Antonio en compañía de otros se tomaba un “aguardiente”. Y es que la maniobra había sido necesaria para que Manolo el Rubio y los suyos se aseguraran de identificar con exactitud a su víctima para que cuando entrara en la casa, no errar el golpe; así pues, al menos uno de asaltantes estuvo en el café mientras Antonio trataba sobre la venta o truque del borrico.

Como quiera que el tiempo seguía pasando y no había forma de llegar a un acuerdo, Manolo el Rubio urgió a Antonio a que hiciera lo mismo que su esposa y fuera a buscar más dinero con la misma condición de no delatarles, así como que si en media hora no estaba de vuelta igualmente mataría a su familia.

Guardias civiles en la época

Sobre las once y cuarto de la noche, cuando Antonio salió de su casa marchando rápidamente por la calle del Mar en dirección al café, se topó con el guardia civil Jaime Álvarez Arias, de 33 años, destinado en el Destacamento de San Luis de Sabinilla –una pedanía a tres kilómetros de Manilva–, al que conocía, el cual volvía a su casa tras visitar a su novia. Sin dudarlo, Antonio informó al agente de lo que ocurría, el cual le instó a no regresar a la casa bajo ningún concepto, urgiéndole a que buscara un teléfono desde el que avisar a la Comandancia mientras él corría a casa de un compañero, Fabián García Navarro, de 33 años, casado, que vivía en Manilva y perteneciente como aquél a Sabinilla.

Llegado a la casa de este último, los dos guardias civiles recogieron sus respectivos armamentos –sendas pistolas y mosquetones–, dirigiéndose velozmente hacia la casa de Antonio quien, mientras tanto, no había logrado encontrar forma de telefonear a la Comandancia de la Guardia Civil por lo que deshizo el camino y fue a la vivienda de su hermano Agustín junto con el cual, puesto ya éste al tanto de lo que ocurría, se dirigieron a su casa, coincidiendo con los guarda civiles que llegaban a ella en ese instante, los cuales les ordenaron que se quedaran en la calle a resguardo.

Mientras sucedía todo lo relatado, en la casa, Manolo el Rubio había llevado a Ana Jiménez al segundo patio, permaneciendo con ella en la oscuridad junto con dos de los críos, el mayor, Antonio, y la niña, Marianita, quedando Juan José y María Teresa, el más pequeño, con los criados y el otro asaltante en la concina.

Serían ya las doce menos veinte de la noche cuando el guardia civil Jaime Álvarez llamó a la puerta de la casa, mientras su compañero se situaba en posición tal que, cubriéndole, pudiera responde a una posible agresión.

Al oír los golpes en la puerta, el asaltante que estaba en la cocina indicó a la criada que abriera suponiendo que sería Antonio González de vuelta, bien que no por ello, y como precaución, sacando su pistola la empuñó, lo que visto por el criado llevó a éste a colocarse acurrucado junto con los niños en una zona de la cocina donde creyó que, caso de producirse un tiroteo, estarían a salvo.

La casa sigue en el mismo sitio, sólo que por detrás pasa ahora la calle Pedreta que la separa del campo

Nada más abrir la criada la puerta, los acontecimientos se desataron adquiriendo inusitada velocidad.

Jaime Álvarez preguntó a voz en grito “¡¿Quién va?! ¡¿Dónde están?!”, obteniendo por toda respuesta un disparo desde el dintel de la puerta de la cocina que milagrosamente no acertó a nadie. Mientras el asaltante corría hacia el patio, el guardia civil tiró hacia afuera de la criada urgiéndola a que se marchara, lo que esta hizo sin dudarlo corriendo hacia su casa.

Los dos guardias civiles corrieron entonces a su vez hacia la parte trasera de la casa dando la vuelta por su exterior con la intención de evitar que los asaltantes pudieran escapar al campo, presuponiendo que es lo que iban a intentar, pero al torcer la esquina tuvieron que pararse en seco al recibir varios disparos desde la oscuridad producidos por los que precavidamente Manolo el Rubio había dejado en el campo como ya se dijo. Aunque los guardias respondieron al fuego, no pudieron llegar a la “puerta falsa” de la casa para evitar la tragedia que se consumaba en ella en esos instantes.

Y es que Manolo el Rubio, al oír el disparo de su compañero en el interior de la casa, si dudarlo ni un instante abrió fuego repetidas veces sobre los que mantenía con él a modo de “escudos humanos” desde que Antonio González saliera a por dinero.

La escena, máxime en la confusión de la oscuridad, alumbrada sólo por el destello de los disparos, debió de ser terrorífica.

Ana «Anita» Jiménez Jiménez

El primer disparo tenía por objetivo la cabeza de Ana Jiménez, pero la mujer, en un gesto involuntario la giró al oír el disparo en la casa, lo que hizo que la bala no le acertara de pleno, entrándole por la mejilla, destrozándole la mandíbula inferior y el paladar, y saliendo por el otro lado de la cara. Los siguientes disparos, no menos de cuatro, fueron directamente a Marianita, impidiendo a la criatura completar la carrera que había comenzado en dirección a la casa, cayendo acribillada junto a la higuera, recibiendo su pequeña espalda los impactos que terminaron saliendo por su pecho; el hecho de que llevara un vestido todo él blanco pudo ayudar a que, a pesar de la oscuridad, la puntería del criminal fuera más certera. Más suerte tuvo el chaval, Antonio, que a pesar de oír el zumbido frío y asesino de una bala rozándole uno de sus oídos, logró llegar indemne a la casa, cruzándose, paradójicamente, con el asaltante que salía de ella buscando la “puerta falsa”.

Marianita González Jiménez

Cesado el estruendo de los disparos, y con los asaltantes en franca huida, el extraño silencio que se hizo durante unos segundos sólo quedaba roto por los estertores y llanto de Ana Jiménez que se arrastraba por el patio dejando un abundante reguero de sangre en su intento por llegar al interior de la casa, mientras el niño, que había vuelto sobre sus pasos, miraba atónito y estupefacto a su hermanita inmóvil en el suelo.

Llegados a este punto, permítasenos hacer un alto para retomar aliento, porque dos puñales se nos han clavado en el alma hasta lo más profundo. Uno, de emoción; el otro, de indignación. Emoción, al contemplar el vil y cobarde asesinato de una niña de tan sólo ocho años, de un ángel por ello, cuya sangre inocente regaba la tierra junto a la higuera en la que yacía inerte, de costado, en posición casi fetal, como si en su último suspiro hubiera querido volver a la seguridad de las entrañas de la mujer que le dio la vida, la cual se arrastraba retorciéndose de dolor y chorreando sangre tan inocente como la de su hija. Indignación, al contemplar hoy en día como se quiere hacer pasar a criminales tan brutales y cobardes por “luchadores por la libertad y la democracia” y a sus viles actos por heroicos. No hay forma humana de perdonar ni lo uno ni lo otro. Porque si imperdonable es el asesinato de un niña de ocho años –¡quién puede jamás matar a un niño!–, tampoco se puede perdonar el actual enaltecimiento de sus asesinos.

A partir del instante relatado, el drama, la tragedia, ya no tuvo parangón.

Antonio González y su hermano Agustín entraron en tromba en la casa por su puerta principal, al tiempo que los guardias civiles lo hacían por la trasera, la “falsa”. El criado, Juan Andrades, intentaba socorrer a la mujer. Juan José, con sus tan sólo seis añitos, y su hermano, permanecían en la cocina asustados, perplejos, agarrotados, llorosos. Los vecinos salían de sus casas gritando. Todo eran alaridos, carreras, nervios, pánico, indignación, ira y cólera desatadas. Como mejor pudieron evacuaron a Ana Jiménez a Málaga en estado grave. Regueros de sangre inocente derramada empapaban el patio y parte de la casa. Todo eran llantos. Nada volvería a ser igual en aquella familia hasta entonces feliz. Su reloj vital se había parado.

Aunque los guardias civiles consiguieron por fin encontrar un teléfono y alertar a toda la Guardia Civil de la zona, nunca se pudo detener a los criminales; bien que, como veremos en la próxima entrega, no quedarían impunes, aunque para ello tuviera que pasar tiempo y la “justicia” recayera sobre ellos de forma tan sorprendente r inmisericorde como fue su fechoría.

Sobre Ana Jiménez Jiménez.-

No queremos cerrar este capítulo sin exaltar la memoria y el recuerdo de quien fuera hija, esposa y madre ejemplar: Ana Jiménez Jiménez, “Anita”, porque se lo merece, es de rigor y de justicia.

Anita (con un cesto de flores) de joven con su familia

Nacida en Estepona, el 15 de Junio de 1904, era hija de Juan Jiménez Vázquez y Mariana Jiménez Ponce, ambos parientes y naturales de Igualeja, dedicados a la agricultura y ganadería. Aunque tenían casa en Estepona, su trabajo de labradores les obligó siempre a vivir en el campo. Después de trabajar en distintas fincas, con sus ahorros se decidieron a arrendar el cortijo Cortesin en el término municipal de Casares, donde su vida se desarrolló con la sencillez inherente a su ocupación, empleándose en trabajos propios de labranza y ganadería, y siempre haciendo gala de un profundo espíritu religioso, emblema distintivo de toda la familia.

Entonces, en aquella comarca, a falta de escuela, había una señora entrada en años que, a pesar de no poseer título oficial alguno, dado su nivel cultural, iba por los cortijos impartiendo clases a los niños a cambio de un sobrio estipendio. Aquella buena mujer puso siempre a Ana Jiménez, a la que todos y siempre llamaron cariñosamente Anita, como modelo ante sus hermanos y otros niños por su aplicación, humildad y espontánea generosidad para con los demás.

Cuando Anita cumplió los quince años, tomó contacto con el convento de las monjas Mercedarias de Estepona, las cuales profundizaron en la enseñanza religiosa y cultura de la chiquilla quien, de intelecto despierto y gran inteligencia, supo aprovechar tal oportunidad.

Al cumplir los veinte años, su extraordinaria belleza, simpatía y bondad, le granjearon numerosos pretendientes que rechazó pues por aquel entonces pensó tomar hábitos religiosos, lo que finalmente desechó por consejo de su confesor, ya que su papel en su familia era esencial, no sólo en las labores domésticas –era la tercera de diez hermanos–, sino también porque Anita, dada su formación espiritual y cultura, era la que se ocupaba de ambas materias con sus hermanos y los hijos de los trabajadores a todos los cuales enseñaba a leer y escribir, a la vez que les narraba pasajes de la vida de Cristo desgranándolos luego a modo de catequesis; todas las noches sin falta, además, leía algo del Nuevo Testamento o la vida de un santo, momento al que no pocas veces se unían padres y trabajadores embelesados por su bondad y dulzura.

En 1934, recién cumplidos los 30 años, se casó el 8 de Junio con Antonio González García, natural de Manilva, hijo de un comerciante de esa localidad. Con motivo de tan feliz acontecimiento Anita dejó escrito (me caso) con mucho cariño, con toda la paz y alegría y en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús”.

El nuevo matrimonio se instaló en Estepona, regentando ambos el comercio de comestibles propiedad del esposo sito en los bajos de su casa en la calle Sevilla, pudiendo llevar una vida desahogada, aunque austera y sencilla; la cercanía de la casa y negocio a la iglesia de Nª Sra. de los Remedios era motivo de particular gozo para Anita.

La guerra civil, que con tanta rudeza mordió la práctica totalidad de las familias españolas, se empleó con especial crueldad en la de Anita, porque, como ya relatamos en un artículo anterior (AQUÍ) cuatro de sus nueve hermanos –Cristóbal, Juan, José “Joselito” y Salvador– fueron vilmente asesinados el 2 de Octubre de 1936 por militantes frentepopulistas “…a estos días se sucedieron otros de mucha inquietud, sobresaltos, angustia, hasta que mes y pico después, el día dos de octubre, fueron asesinados mis cuatro hermanos de mi alma. Lloré su pérdida con todo el dolor y sentimiento de mi corazón, pero procuré resignarme, como cristiana, comprendiendo la voluntad de Dios” (Anita).

Cristóbal

Juan

José «Joselito»

Salvador

La guerra supuso para el matrimonio, entonces con tres hijos, su huida de Estepona y estancias en distintos lugares “No es para decir las penalidades que pasamos, las privaciones y disgustos; todo mi consuelo eran Jesús y la Santísima Virgen a quien pedía de todo corazón nos sacara a bien de todas estas pruebas” (Anita).

Por fin, después de tres meses deambulando, volvieron a Estepona donde se reunieron con inmensa alegría con el resto de la familia, instalándose más tarde, para entonces con un hijo más, el cuarto, en Manilva.

Y es en Manilva, como hemos visto, en 1945, cuando ocurre el suceso más terrible y lamentable de la familia: el asesinato de Marianita de ocho años y la gravísima herida de la propia Anita, la cual, evacuada a Málaga permaneció en el hospital durante un mes entre grandes sufrimientos físicos e inmensos dolores morales por la pérdida de su hija, siendo espacialmente atendida por una de sus hermanas, Sor María Luisa, monja de las Hijas de la Caridad en él. Aún así, tardaría todavía varios meses en quedar totalmente restablecida precisando de continuas curas, quedándole, no obstante, serias secuelas físicas, bien que las peores, más profundas e incurables, fueron las del alma por la pérdida de su niña, a pesar de lo cual, la profunda, sincera y firme religiosidad de Anita hizo que nunca se le oyera una sola palabra de odio o rencor. Eso sí, tras la tragedia Anita y su marido abandonaron la casa trasladándose a otra porque, lógicamente, les era ya imposible vivir en ella.

Santa Ana (Manilva)

Anita nunca hizo alarde de nada, pero todo el pueblo era consciente tanto de sus virtudes como de su labor callada en beneficio del pueblo. Disfrutaba enormemente al encargarse de la limpieza y mantenimiento del altar del Sagrario. Fue pionera en la organización del Apostolado de la Oración en Manilva captando a jóvenes y mayores. Compraba cientos de medallitas de la Santísima Virgen que repartía por doquier. Su intenso amor y devoción por la Virgen la impulsó a regalar un magnífico busto de Ntra. Señora de Fátima a la Parroquia de Santa Ana, que era la suya.

A finales de 1953 le diagnosticaron un cáncer. Prueba incuestionable de cómo sobrellevó su dura y larga enfermedad son las siguientes frases que reproducimos a continuación entresacadas de las cartas manuscritas que envió durante ese periodo a sus hermanas Paquita y Sor María Luisa, la Hija de la Caridad que tanto y tan bien la cuidó durante su covalencia a raíz de asalto a su casa:

  •  9-1-54.- “…dile al Padre Andrés que pida por mí que hasta ahora, con la gracia de Ntro. Señor, no me he quejado de mis males, solo se los ofrezco por el bien de las almas”.
  • 3-2-54.- “…todo sea por Dios, ya llegará el día que todo acabe y luzca para nosotros aquella felicidad sin fin, donde no habrá ni frío ni calor, ni temor a perderla (la vida). ¡Cuándo será!”.
  • 25-4-54.- “Dios mío, que no me falte tu gracia para poder vivir sin ofenderos”.
  • 3-7-54.- “En esta vida estamos para cumplir la voluntad de Ntro. Señor, el cual ha querido que pase por esta prueba, que he acatado con resignación por venir de sus Santas Manos. La vida es breve y pronto pasarán todos los trabajos y viviremos solo para gozar de su hermosura”.
  • 9-7-54.- “…así que no tengas pena que yo estoy bien, además tengo mucha paz y tranquilidad, confiada en la inmensa bondad de Ntro. Señor, que todo lo dispone para nuestro bien y su mayor gloria. Le he pedido que si es su Divina Voluntad me deje unos años para dejar colocados a mis hijos”.
  • 23-8-54.- “…ya pasó todo (las sesiones de radioterapia) sólo queda el recuerdo del dolor pasado por el amor de Dios, aunque tan imperfectamente ofrecido”.
  • Ana «Anita» Jiménez Jiménez

    2-10-54.- “Hace un año que no nos vemos, pero Ntro. Señor lo quiere así: Ya llegará el feliz día que nos reunamos para siempre jamás. ¡Qué feliz día!”.

  • 3-11-54.- “Yo estoy bien, aunque el cuerpo algunas veces malillo, pero el ánimo contento de poder sufrir algo por el que tanto sufrió por nosotros”.
  • 7-11-54.- “…en todo debemos acatar gustosos la voluntad de Dios, que sabe lo que mejor nos conviene”.
  • 23-12-54.- “No te preocupes, reina mía, en todas las cosas de esta vida confiemos en Dios, que es el único que puede llenar nuestros corazones y te pone algunas veces esos pensamientos para purificarnos; además mirando las cosas en sentido cristiano, la muerte es el fin de todas estas inquietudes y padecimientos. ¡Oh que día más feliz será aquel en que veamos aquella inefable hermosura y para siempre jamás! Suspiremos por esa felicidad, sin mezcla de mal alguno, que aquí estamos de paso”.
  • 10-1-55.- “…mis males, que bien visto, es un tesoro que Dios Ntro. Señor ha puesto en mis manos para comprar la vida eterna. Créeme que no tengo más apego por la vida que por la muerte, me he entregado eternamente a Jesús y estoy confiada y contenta; mi martirio son mis hijos y Antonio, que el pobre no tiene consuelo, pero Dios que así lo ha dispuesto velará por ellos”.
  • 17-1-55.- “…cuando me parece doy un paseo por la casa y doy ordenes, y así paso estos tiempos de destierro, suspirando por la patria feliz. Pongamos nuestra confianza en Ntro. Señor, entreguémonos en sus brazos y Él, como padre amoroso, hará lo que más nos convenga”.
  • 2-55.- “…pide mucho por esta hermanita que quiere cumplir la voluntad de Dios y que aún no me ha faltado la paciencia y eso que he pasado unos días…”.
  • 2-3-55.- “Estoy deseando volar, pero no quiero sino cumplir la voluntad de Dios”.

Ana Jiménez Jiménez “Anita”, murió en la mañana del 9 de Marzo de 1955, a los cincuenta años de edad, en plenitud de sus facultades, con una entereza, serenidad y ejemplaridad dignas de encomio, y por todo ello en olor de santidad. La expresión angelical de su rostro así lo acreditaba también. Sus últimas palabras en el instante de entregar su alma a Dios fueron “Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo. Santa María Madre de…” y expiró.

Calle de Manilva

Como no podía ser de otra forma, el entierro de Anita fue multitudinario como no se había conocido otro; tanto que incluso se recordó siempre por los más mayores. A la mañana siguiente, su cuerpo fue llevado a la Iglesia para el funeral en procesión por todas las calles de Manilva, acompañado de la totalidad de sus habitantes de toda edad y condición; no se recuerda que faltara ni uno de ellos fueran hombres, mujeres o jóvenes. El pueblo entero desbordaba en lágrimas. A su paso le arrojaban flores desde los balcones. Asistió gente desplazada desde La Línea, San Roque, Estepona, Sabinillas y otros lugares cercanos.

El párroco, D. Diego, que la conocía mucho y al que tanto ayudó, expresó en una homilía sublime su profunda tristeza por su pérdida, alabando todo de ella, pero aún más si cabe su intensa y especial dedicación a los más pobres.

Era tal su fama de santidad en vida que a su muerte se intensificó de tal manera que todos los días durante meses acudían a su casa personas a solicitar algún recuerdo o estampita con su efigie para venerarlos como reliquia de santa.

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5 respuestas a «“Maquis”: crimen y castigo en Manilva (Málaga). Sangre inocente (II/III)»

  1. Comenzó ayer esta serie. Este segundo capítulo es alucinante. Esperemos el de mañana. Todo un alarde de verdad y valentía. Asesinos y ladrones eso es lo que eran. Las pruebas cantan

  2. Miles de gracias a esta web por este artículo que merece un Oscar. Nada mejor que entrar en detalles tan escalofriantes para saber la cruda y dura verdad que hoy tanto se esconde. No hay palabras

  3. Pido a todos los que lean este artículo y la serie que los envíen con profusión a cuantos más mejor, también a los partidos e instituciones. Se tiene que conocer la verdad de aquellos criminales

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