¿Memoria histórica? Continuemos: Gibraltar y los socialistas

Este año se han cumplido diecinueve del accidente del «Tireless”, un submarino nuclear inglés que, tras sufrir una muy grave avería, atracó en Gibraltar y allí se mantuvo durante el dilatado tiempo –más de seis meses, si no recuerdo mal- que los técnicos tardaron en repararlo. Es innecesario recordar el escalofriante riesgo que afrontamos los españoles, especialmente los avecindados en la región adyacente, debido a dicho suceso.
En un principio los ingleses trataron de restar importancia al daño, pero en vista de que la amenaza era muy seria, el propio Gobierno de Londres acabó confesando el peligro, si bien impidiendo en todo momento que especialistas españoles comprobaran lo inquietante del desperfecto, supongo que con la argucia de que el submarino nuclear se hallaba en un lugar de titularidad inglesa según el Tratado de Utrecht.

Tampoco los ingleses consideraron conveniente trasladarlo a un puerto de su país para que fuera reparado, porque calcularon que era mejor arriesgar la salud y la vida de los andaluces que la de sus compatriotas. Esto, naturalmente, no lo reconocieron así, sencillamente argumentaron que no existían procedimientos que hicieran factible tal pretensión, contrariamente a la opinión de algunos ingenieros navales españoles, que demostraban lo contrario.
Cualquier aficionado a la Historia sabe, a estas alturas, las fórmulas inglesas en su trato con el resto de la humanidad. Abusa mientras puede, y engaña si las circunstancias le impiden abusar. Pero los políticos españoles, salvo Franco, aparte de incompetentes y serviles desde hace muchas décadas en política exterior, carecen de dignidad patriótica, entre otras dignidades.

La cuestión, volviendo a aquel suceso, fue que el Gobierno español ni tuvo resolución para exigir explicaciones, ni firmeza para lograr el traslado del submarino, ni eficiencia para aprovechar internacionalmente el incidente cara a la reivindicación de un pedazo inalienable y vital de su territorio.
Ninguna autoridad española fue capaz de evidenciar que la jurisdicción esgrimida por Gran Bretaña, amparándose en un tratado de hace cuatrocientos años, cuando no existían submarinos nucleares ni amenazas de radiación, conculcaba los derechos a la seguridad, a la salud y a la vida de la población española, poniéndola en evidente peligro. Una injerencia que claramente incumplía cualquier norma objetiva de Derecho, en concreto las de la Unión Europea.

Los ingleses tienen usurpada una parte de nuestro territorio y, amparados en su expolio, nos parasitan, amenazan y vejan permanentemente. La reivindicación de Gibraltar debe ser cotidiana y firme, si bien es cierto que con la corrupta y traidora casta partidocrática que nos ha traído hasta esta ciénaga, vendida a los intereses exteriores y colaboradora servil del país invasor, ello no es posible. Sólo en VOX -en Algeciras ha sido el partido más votado, y el segundo en La Línea- hay esperanza y debemos espolear a sus dirigentes para que se involucren en dicha exigencia de modo preferente y sostenido.
Entre los muchos ámbitos sociales e institucionales que hay que regenerar en nuestra patria, es imperativo incidir en el tema de Gibraltar, por ser fundamentales su simbolismo y su trascendencia, además de que civilmente sirve para contrapesar el agitprop antiespañol y marxista. Todas las actuaciones vindicativas en este sentido son objetivamente virtuosas, y nunca deben detenerse.
Un desafío a la prepotencia inglesa exigiendo con sereno vigor lo que nos corresponde, daría a España el impulso internacional preciso para reforzar el respeto que por historia, logros a favor de la humanidad y posición geoestratégica le corresponde, y que nuestros políticos de la Transición han despilfarrado con su hispanofobia y cobardía.

Por desgracia, Gibraltar, considerando en conjunto la realidad sociopolítica de esta España secuestrada, es hoy una colonia dentro de otra colonia: España. Y eso es así desde que el PSOE de Felipe González permitió que los inversores extranjeros entraran a saco en nuestra economía y se apoderaran de lo más rentable de ella, modificando básicamente la política económica del franquismo y traicionando al pueblo español.
Ya se sabe -y se dice- que las supuestas derechas españolas en general padecen papanatitis ante las tendencias foráneas de moda, sobre todo anglosajonas y francesas, pero se oculta que las izquierdas, que suelen llegar al poder mediante golpes de Estado en nombre del pueblo, se ciscan en éste al día siguiente de entronizarse y se mueren de ganas por acudir a los saraos de los ricos, porque la vida guapa resulta deslumbrante para las izquierdas casposas (todas lo son).
Cuestión de clase, porque también se sabe que es pisar moqueta por primera vez, acceder a un despacho, agenciarse una secretaria… y, de inmediato, los respectivos militantes de la cosa se divorcian o separan de la pareja de toda su vida y se lanzan – en los lupanares y reservados guapos de restaurantes u hoteles al uso-, a por las jineteras, las nécoras y la lubina, hoy ya tan desprestigiadas, y más aún después de esos ERES ante los cuales los informadores rumbosos se ponen de lado.
Y mientras cambian demagogia por comisiones subrepticias, o barricadas por mariscadas, en compañía de la nueva hembra que se adquiere con el cargo o de financieros de postín, o de ambos, dedican su tiempo a jugar a las intrigas de altura, que consisten siempre en patrimonializar el Estado, haciendo del país un cortijo para disfrute personal y del Partido y un palenque de negocios turbios para lidia y exhibición de plutócratas.
Cuestión, como digo, de elegancia ética y estética.

Pero volviendo a nuestro asunto principal, el PSOE de Felipe González, aturdido por el remolino de billetes que parecía llegar a cañonazos tras bajarse gustoso los pantalones ante las presiones y los promisorios cantos de sirena extranjeros, además de abrir de par en par la verja gibraltareña para dar vida al por entonces moribundo negocio de los llanitos, permitió la conversión de Gibraltar en un antro contaminante, y vendió todo y más a las grandes multinacionales, desde los miradores costeros con vistas al mar, hasta las fabadas de la abuela o los olivos y viñedos de las cooperativas nacidas en época de Franco.
Y el pueblo que yo he conocido, tan sacralizado por algunas mentes supuestamente bienintencionadas, sin enterarse de nada, como ahora, como casi siempre. Ni entendía que se entregaban sus riquezas a los invasores, ni que se estaba dando una crucial batalla para su futuro. De ahí que lo de la provinciana seducción del inglés que sufren los europeístas recién caídos del caballo, lo del parasitismo gibraltareño y hasta lo del absoluto entreguismo del Estado a Bruselas y, más allá, al NOM, no sean sino parte de las reglas de la libertad colonial. Los ricos compran, siempre a bajo precio, los políticos se envilecen, y los pobres se someten, tan felices.
Y ahora, vendidos ya el último racimo de uvas, la última boina, el último botijo y el último chorizo, carentes de iniciativa y estrategia exterior independientes, sin apoyo estatal a la ciencia ni a la investigación ni a la educación ni a la cultura ni a la justicia…, porque a nadie, salvo a cuatro gatos, parece importarles ni eso ni nuestra espeluznante deuda pública, ¿qué nos queda, sino soportar un Gibraltar refugio de mafiosos y ser el albañal donde chapotean los turistas extranjeros?
De ahí que nos preguntemos: ¿dónde está el pueblo? Porque, o despierta, o todo su destino en lo universal se reducirá a repartir el pedido del súper a los pensionistas de oriente y occidente, llegados a nuestros solares al reclamo del sol, de una servidumbre complaciente y barata, y de una legislación consentidora.
Y en cuanto a los ingleses -política e históricamente hablando-, relaciones las justas y convenientes; amistad, ninguna. Aunque tal vez sea cierto lo que la sagacidad popular advierte: «No todos los ingleses son piratas».
