Menéndez Pelayo: la conciencia de España (III/IV)
NOTAS PARA UNA FILOSOFÍA ESPAÑOLA (CATÓLICA)
Sobre las diversas ciencias o estudios que comprenden y constituyen el cuerpo de la Filosofía, comentaremos algunas de ellas, siquiera brevemente, en el contexto del pensamiento de Menéndez Pelayo. El objetivo de este desglose funcional no es otro que el de intentar sistematizar, concretando las partes, la filosofía del autor, así a la luz de un enfoque pasaderamente académico.
Así, la que conocemos como la ciencia de los principios de la moral, aparece en el pensamiento del autor profundamente vinculada -y subordinada- a la metafísica, hasta el punto de llegar a afirmar -o casi- la imposibilidad de la primera sin la segunda:
“Todo sistema sin metafísica está condenado a no tener moral. Vanas e infructuosas serán cuantas sutilezas se imaginen para fundar una ética y una política sin conceptos universales y necesarios de lo justo y de lo injusto, del derecho y del deber” (HHE, V 10)
Pero en el plano de lo meramente práctico, del vivir humano a pie de calle, Menéndez Pelayo quiere anteponer la ética a la metafísica, más que nada para salvaguardar la vida de esa aberración que supone “vivir sin moral”, algo que, si bien puede darse en el individuo concreto, resulta insostenible a largo plazo en una sociedad.
Asoma aquí el carácter anticipatorio de algunos escritos del autor: de haber llegado a conocer las secuelas de la era de las utopías despóticas, sacudidas por monstruos de poder del calibre de un Stalin o de un Mao, el juicio clarividente del polígrafo habría pasado a ser perogrullada inevitable; no obstante, en pleno siglo decimonónico esta visión de la ética aunada a la metafísica cobra renovado protagonismo, pues en esencia, el problema latente de la ética no es otro que el de la metafísica misma: todas las tentativas de abolir la metafísica e instaurar un monumento a la Ética como principio de la razón no han logrado sino saldarse en descomunales despropósitos. Y todo ello empezó a gestarse en el siglo ilustrado, consolidándose luego en el XIX:
“Desde el positivista que se refugia en el altruísmo (sic) hasta el pesimista que proclama la ley ascética como medio de emanciparse del universal dolor y aniquilar el funesto prurito de la existencia; desde el pensador estético que identifica la belleza con el bien hasta el neo-kantiano encastillado en el dogmatismo estoico del fin en sí, a despecho de su criticismo fenomenista, todos aspiran, de un modo o de otro, a salvar los penates de la moral en el espantoso incendio de la ciudad metafísica” (ECF, 305-306)
Sin metafísica, pues, los cimientos de la ética comienzan a tambalearse, hasta la quiebra inminente: un siglo tan inhumano como el XX, que apenas supuso una quinta parte de la existencia del santanderino, nos confirma tan desoladora evidencia. Los frutos perfeccionados de la razón y su continuidad práctica en la ética, despojados de metafísica, han degenerado dando al mundo algunos de los engendros más siniestros de la modernidad, desde los campos de concentración comunistas y nazis, hasta la aniquilación burocrática de pueblos enteros, como ha ocurrido en incontables ocasiones en los cuarteles de la China.

El polígrafo se enfrenta aquí, en su visión de una ética y una metafísica aunadas, al problema de toda una época (una época que, bien mirado, todavía es la nuestra): la del descrédito y desmantelamiento del idealismo por la dictadura ambivalente del relativismo de signo sionista, seña de identidad del siglo XX y principio motor del mismo, así desde el advenimiento de la Teoría de la relatividad de Einstein, al tiempo que Freud perfecciona sus investigaciones psicoanalíticas y la divisa de Marx comienza a fraguarse y tergiversarse en un proyecto terrible y sin precedentes: el comunismo soviético. No es posible dar la espalda a todos estos hechos que Menéndez Pelayo -como crítico en sus días de la precursora moral naturalista- no llegó a conocer plenamente realizados, ni ignorar tampoco cómo la ética, progresivamente desvinculada de la metafísica, ha decaído en nuestros días hasta sumergirse en terrenos tan neblinosos como el seudo-misticismo importado del bazar de Oriente, o bien en el pesimismo desesperado que conduce al quietismo indiferente.
Junto al relativismo, el otro factor transversal para con la degradación de la ética ha sido el utilitarismo, que en sí mismo supone la más estricta negación de cualquier metafísica. De este pensamiento, se desencadenarían dos tendencias (más que corrientes) en el ámbito de la experiencia, y que el tiempo ha terminado por confirmar como tales: por un lado, el hedonismo universal, que significa la idea del “interés extendido al mayor número”, y que “se impone como la categoría ética más elevada” en este mundo sin metafísica, propia de los espíritus más selectos; y por el otro, el hedonismo individual, que no es sino el más grosero y egoísta individualismo, y “que -al decir de Menéndez Pelayo- es materia de fácil comprensión y aplicación aun para los más rudos”.
Dos soluciones apuntará (que no desarrollará) el polígrafo para resolver el problema:
“La ética no puede ser el ideal de hoy o el de mañana, el de este momento o el del otro, negándose y contradiciéndose eternamente como nacida de un monstruoso contubernio entre el determinismo y la actividad mental. El problema ético no tiene más que dos soluciones: o el determinismo o la libertad” (ECF, 310)
La metafísica, o el conocimiento de las causas primeras, de los principios de las cosas, tiene, como acabamos de ver, una fuerte relación con la ética en la filosofía de Menéndez Pelayo. No obstante y con independencia de ésta, su concepción de la misma no presenta novedades de relieve, en cuanto aparece plegada a la más estricta ortodoxia escolástica. Pues, tal y como afirma:
“La metafísica o es ciencia trascendental o no es nada. Metafísica experimental es un contrasentido, y quien por el nuevo procedimiento regresivo aspire a construir la ciencia primera, caerá de lleno en aquel sofisma, que lo era a los ojos del mismo Augusto Comte, de explicar lo superior por lo inferior” (ECF, 310)

Consciente del aparente anacronismo de esta postura, liquidada ya por Kant, el polígrafo no dudará en confesar, con proverbial humildad, estas palabras: “…tengo todavía la debilidad de creer en la metafísica” (HIE, I 5). En este contexto, se da la posibilidad de un bosquejo para una filosofía de la religión:
“…con frecuencia el hombre, perdida la fe y cegada la mente por el demonio de la soberbia, aspira a dar explicaciones de lo infinito, y con loca temeridad niega lo que su razón no alcanza, cual si fuese su razón la ley y medida de lo absoluto” (HHE, I 309).
Las razones últimas de esta postura en torno a la metafísica, de todo punto coherentes, y que no harían sino ratificar la valía intelectual del hombre, su reacción frente a las modas y los discursos dominantes, deben vincularse a su catolicismo profundo y asumido. Sobre esta última cuestión se destaca sobremanera su función como educador, como EDUCADOR DE ESPAÑA, hoy más que nunca necesitada de un apoyo espiritual consistente y vigorizador.

Menéndez Pelayo entiende el catolicismo, y con él la creencia en Dios Trino, como el rasgo significativo, determinante, de la comunidad cristiana católica romana: un concepto que, en un clima de herejía como el protestante, cada uno se podría representar en su propia mente como quisiera o como pudiera, pero que difícilmente no diferiría de unos fieles a otros… Para superar este escollo, para así dotar de forma única a esta idea, el catolicismo recurre al Magisterio de la Iglesia, perfectísima depositaría dela Fe verdadera, amén de los símbolos, concretados en los ritos de la doctrina cristiana a través del Libro y la tradición de los Padres. Por consiguiente, y a falta de poder alcanzar toda la comunidad cristiana una idea precisa de Dios Trino (Padre – Hijo – Espíritu Santo), no queda sino precisar dicha idea a la luz del Magisterio y de los símbolos inherentes al Dogma verdadero, que son los elementos que hermanan e identifican a dicha comunidad dentro de unos límites de aprehensión humanos y abiertos a la dimensión divina, sobrenatural, de la existencia. Comunidad, comunión: hechos al fin, más que conceptos, de los que no podría participar un ateo auténtico, tal y como demostró el ortodoxo profundísimo Dostoievski en su gran novela Los demonios, poniendo en boca del personaje de Kirilov una de las más lúcidas disertaciones sobre el problema esencial del ateísmo. Inútil imaginar una “comunidad de ateos” (sic). El ateo auténtico -no confundir con el “ateo” práctico, conceptualizado, vago remedo de liberalismo post-ilustrado y anticlericalismo- no puede comulgar con nada ni con nadie: su único destino honroso, legítimo, sería el suicidio, al que Kirilov, en su pretensión de “ser Dios”, se arroja como única escapatoria.
De este modo, el problema metafísico entrañaría en Menéndez Pelayo una filosofía de la religión, que como la ética aparece subordinada a la ciencia primera.

Por ende, sus ideas sobre filosofía de la religión encontrarán un fuerte punto de contacto en su concepción filosófica de la historia. Mas, a diferencia de un Herder, los principios de filosofía de la historia en Menéndez Pelayo distan mucho de ser generalizaciones abstractas suspendidas en el vacío de una especulación escasamente rigurosa. La lectura del pasado acometida por Herder, por entero global, sería pues antitética del método analítico del santanderino, sustentado en el insistente estudio crítico de las fuentes (ya primarias, ya secundarias) y la acotación de unos límites abarcables para con las mismas. En este sentido, el fin de su estudio no es otro que una idea territorial, no por amplia menos definida: ESPAÑA. Y el fundamento de esta idea, en el tiempo y en el espacio, no es otra que esa pasta unificadora que resultó el CATOLICISMO:
“La Iglesia es el eje de oro de nuestra cultura: cuando todas las instituciones caen, ella permanece en pie; cuando la unidad se rompe por guerra o conquista, ella la restablece, y en medio de los siglos más oscuros y tormentosos de la vida nacional, se levanta, como la columna de fuego que guiaba a los israelitas en su peregrinación por el desierto. Con nuestra Iglesia se explica todo; sin ella, la historia de España se reduciría a fragmentos” (HHE, I 237).
Parte III de IV (Aquí parte I) (Aquí parte II)
