La monarquía enlodada
Felipe VI salió a la palestra en la televisión con motivo de la rebelión en Cataluña en Octubre pasado y… prácticamente no dijo nada, por mucho que se empeñen en que sí, tan sólo unas palabritas con la boca pequeña para no quedar con el trasero del todo al aire; tan sólo dos meses después, en el discurso de Navidad, dijo todavía menos, es decir, nada de nada; ahora, con nuevo Gobierno cuya querencia en tan espinoso asunto es más que evidente, recién preguntado en los EE.UU. por la situación de Cataluña ha dicho lacónicamente que «la Corona no se mete en política».
La única razón que mantiene hoy en día a cualquier monarquía, más aún a la española, es que no sólo lo parezca, sino que lo sea; el caso Noós ha demostrado que podía parecerlo, pero que no lo era ni lo es; y lo que viene sucediendo en Cataluña, Vascongadas y ya en Baleares, Galicia, Aragón, Navarra, mal que se extiende cual mancha de aceite, también.
Dos eran las únicas razones que sustentaban la instauración de la monarquía: una la ejemplaridad, es decir, que fuera impoluta, inmaculada, sin tacha; la otra, que encarnara y defendiera eficazmente y a toda costa, incluso a costa de ella misma, la unidad de España, esa que la propia Constitución, que vació esa misma monarquía, estaba claro que tenía por objeto destruirla, como el tiempo ha demostrado.
El caso Noós es el paradigma de la espantosa corrupción que este sistema partitocrático ha generado, como no podía ser de otra forma porque sus principios corruptos de por sí sólo podían ser corruptores. Nadie se cree que la Infanta Cristina nada tuviera que ver; nadie se cree que Juan Carlos I tampoco; ni doña Sofía, ojo, que hay personas en esta vida especialistas en matarlas callando. Que ambos –o los tres– se hayan ido de rositas es la prueba definitiva de que la monarquía española está muerta por manifiesto incumplimiento de una de sus dos únicas misiones.
En cuanto a Felipe VI, al que por el momento muchos intentan por todos los medios salvar la cara y de la quema, nadie se puede creer que de todo lo anterior, que le cogió ya en edad de merecer, tampoco nada sabía; la ingenuidad es hoy en día uno de los pecados mortales más extendidos por desgracia; y ello a pesar de las toneladas de información que circula.
El caso Noós no puede pasar a la historia de España sólo como el debido a un mal y descarriado yerno, ambicioso y tonto de capirote, porque lo tuvo todo y todo lo perdió; ya dijo que él sólo hacía lo que veía, sin que excluyera a Felipe VI. El caso Noós debe pasar a la historia de nuestra patria como el paradigma del reinado de Juan Carlos I, la seña de identidad, la base sobre la que lo montó y sobre la que vivió de él, o sea, la corrupción. Que pague el pato, y poco, el yerno, es también un dato más de la miseria de tal personaje.
Pero no sólo ese penoso caso. También, y más aún, dicho reinado debe pasar a la Historia como el que de forma estúpida o premeditada, o de todo un poco, más lo segundo que lo primero, con la única intención de consolidar y sostener su trono, su chiringuito, dicho personaje sentó las bases de la disolución de España y del enfrentamiento entre los españoles, del retroceso a siglos pasados que quisiéramos borrar de nuestra historia, del reinado en que se destruyó todo lo construido con tanta sangre, sudor y lágrimas –y en tantos siglos, no sólo en el XX– por los españoles. Lo que viene ocurriendo en prácticamente todas las regiones de España, el penoso y descorazonador espectáculo que observamos no tiene remedio, al menos a corto y medio plazo, ni tampoco sin que antes o después varias generaciones paguen los platos rotos durante el último medio siglo; sin descartar el enfrentamiento directo, bien que de pequeños grupos, pues no se dan las condiciones para repetir aquellos generalizados del pasado entre otra cosas porque la destrucción y consecuente crisis moral de la inmensa mayoría de los españoles lo impide; también la práctica disolución de nuestra nación en ese globalismo que oprime a quien intenta escapar de él.
Dos son, por ello, las señas de identidad del reinado, ya finiquitado, de Juan Carlos I: la corrupción y la destrucción de la nación y de la convivencia entre los españoles; si alguien cree que Felipe VI tiene otras intenciones u otro objetivo que no sea el de mantener su trono, su chiringuito, para traspasarlo a su hija, está muy equivocado. Por todo lo dicho, y puesto que queda demostrado que la monarquía no ha cumplido con sus dos únicas, bien que esenciales, misiones, debemos darla por muerta, quedando sólo saber el tiempo en que o los partidos o los propios españoles firmarán su certificado de defunción; esperemos que a ser posible antes de que huela aún peor. Eso sí, por favor, república presidencialista –no sostengamos a otro para que nos salude con la mano al pasar–, con bandera roja y gualda sin escudo e himno nacional el actual –la marcha de Granaderos–, que tales símbolos lo son de España, no de la monarquía.
