¡No soy de piedra!
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: “¿De qué discutíais por el camino?” Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor (Mc.9, 33-34).
Tan pronto como hayas entrado en la casa de nuestra eternidad, poco después de tu muerte, el juez omnisciente te preguntará qué has hecho en el camino de tu vida, qué has pensado en todo el camino de tu peregrinación, qué has anhelado, lo que has dicho, qué mal has hecho, qué bien has omitido. Si eliges guardar silencio sobre estas preguntas, este silencio da razón por sí solo de quien has ti y da cuenta perfecta de tu vida.
El Señor conociendo la agitación de los corazones de sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, ha de ser el último de todos y servidor de todos. Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó, y les dijo: si no os volvéis a hacer como niños no entraréis en el reino de los cielos (Mt. 18, 3).
¿Quién no ha sido “sabio” por un instante haciendo suyo el dicho de sabiduría popular de No soy de piedra? En verdad, la frase que no por conocida, usada y abusada, deja de tener su peso, su amplitud y profundidad. Y es que tales palabras surgen en momentos determinados, precisos, siempre alrededor del mismo tema, o bien de la misa debilidad, la de la carne. La concupiscencia de la carne se manifiesta con su fuerza y virulencia, más o menos, y ante la derrota del tentado surge, tras la calma, el sentimiento exculpatorio de una acción no querida, pero invencible por inevitable: No soy de piedra. No quería, pero, ¡quién puede resistir!
La naturaleza humana, no destruida en absoluto por el pecado original, sí, sin embargo, está debilitada. No puede el hombre, pues, responder santamente al plan de Dios. La criatura humana está necesitada irremisiblemente de la gracia, la única “fuerza” capaz de elevar al hombre a la santidad primera, y así actuar según los designios divinos en el curso de la vida, en espera de la eterna bienaventuranza.
La humildad, que reconoce nuestra debilidad y nuestra necesidad del auxilio divino, nos mantiene alerta, desconfiados de nuestras fuerzas naturales, y preparados para la posible tentación, que se ha de evitar antes de enfrentarse a ella. Por el contrario, la soberbia hace que nos olvidemos de que estamos necesitados, de que nuestra seguridad es precaria, y nuestras fuerzas engañosas. El soberbio es el ciego, que creyendo ver, no sabe que no ve. El humilde es el inteligente que sabiendo que no ve, sin embargo ve.
El orgullo, el deseo de vanagloria o la ambición, no son las grandes virtudes de los héroes, de los vencedores, sino las de los derrotados. El pecado del primer hombre (pecado original) se ha trasmitido a toda la posteridad por un contagio letal y arraigado en una naturaleza debilitada; un mal hereditario del hombre, que sólo puede curarse con la humildad de Cristo, es decir, aquella humildad de espíritu que el divino Maestro recomendó a sus discípulos. El hecho de que el Señor haya abrazo a un pequeño, significa que sólo los humildes son digno de su abrazo.
¡Cómo niños, nos dice el Redentor! ¡Hacednos como niños! Tener la inocencia de la ausencia de malicia; tener el corazón limpio para ver con ojos limpios, y desear puramente. El combate está servido. Las armas las tenemos. La victoria está asegurada. Sólo es necesario que nos revistamos de la armadura de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Hermosas palabras del papa San León Magno: Cristo ama la infancia, que él mismo recibió por primera vez, tanto en espíritu como en cuerpo. Chisto ama la infancia, la maestra de la humildad, la regla de la inocencia, la forma de la mansedumbre. Cristo ama la infancia, que dirige las costumbres de los mayores, a los que hace retroceder a las edades de los antiguos y los inclina a su ejemplo, a los que exalta a reinos eternos.
Qué gran tranquilidad cuando nuestra alma pueda responder ante el juez omnisciente que, durante su peregrinar por la vida terrena, no transitó como un vanidoso y soberbio, sino, por el contrario, se esforzó en vivir como un niño, esforzándose por mantener la pureza de corazón y de sentidos, y esperando siempre el abrazo del Señor Jesús.
Ave María Purísima.

Todos llevamos dentro el niño que fuimos… algunos se esfuerzan en ocultarlo, efectivamente, tras la soberbia del que se cree superior al otro. Otros, lo sacan a ver el mundo con los ojos de los años, y a veces, sienten orgullo de su humildad.