No, al Canciller de la diócesis de Huelva
Lo suyo, D. Manuel, como por desgracia también le ocurre a la inmensa mayoría de clérigos de esta época, es la soberbia tremenda, el aberrante corporativismo, el acomodaticio clericalismo, la mundanidad y ese afán por tener sólo fieles «de sacristía», meapilas y chupacirios, o sea, borregos y no ovejas.
Pues no, no y no P. D. Manuel Jesús Carrasco Terriza, sacerdote canciller de la diócesis de Huelva, quien a raíz de nuestros dos artículos en contra de marcar la «X» en la casilla de la declaración de Hacienda de este año (aquí), nos dice «Con estos amigos no necesitamos enemigos»; además, han bloqueado a esta publicación en el twitter @xtantos dedicado a lo que se imaginan, y es que la verdad siempre es perseguida.
Penosa esa costumbre de «disparara contra» el mensajero. Auto-descalificadora esa manía de negar la mayor sin entrar a impugnar el contenido. Patética esa falta absoluta de auto-crítica, de examen de conciencia, de dolor de los pecados, de arrepentimiento y de propósito de enmienda. Así nos va. Con clérigos como él no necesitamos otros enemigos, pues ya los tenemos dentro.
D. Manuel, lea nuestros motivos para no marcar la «X». Pero léalos todos y detenidamente; y también lo que vamos a hacer con el dinero que debía ir a la Iglesia por dicha casilla. Y si es capaz rebátalos uno por uno argumentando, y no venga, como han salido todos, con el cuento de siempre de que sólo el diez por ciento de lo que recogen va a los obispos de Cataluña y de que son muchos más a los que se atiende y beneficia. Eso se parece a lo del «voto útil» del PP durante cuatro décadas –ojo, por ustedes también pedido e incluso impuesto en los conventos, por cierto partido abortista y amparador de la sodomía–, que ya vemos que fue en realidad siempre el voto inútil. Pues aquí lo mismo, con ese cuento de que se atiende a muchos y del bien que se hace, se olvidan o quieren que nos olvidemos del tremendo mal que están haciendo.
Lea por favor el mal que hacen, a ver si de una vez abren los ojos, y recuerde que no es lícito para hacer un bien, hacer el mal. También recuerde que no sólo de pan vive el hombre. Recuerde, por favor, que su misión, la de la Iglesia, es esencial y fundamentalmente predicar el Evangelio –todo él, sin tergiversaciones, sin buenísmos–, y velar por la salvación de las almas, no llenar los estómagos.
Lo suyo, D. Manuel, como por desgracia también le ocurre a la inmensa mayoría de clérigos de esta época, es la soberbia tremenda, el aberrante corporativismo, el acomodaticio clericalismo, la mundanidad y ese afán por tener sólo fieles «de sacristía», meapilas y chupacirios, o sea, borregos y no ovejas.
Han perdido el norte desde hace mucho, y el problema es que no lo quieren recuperar porque ello les obligaría, primero, ha reconocer su «error» –que no lo es porque por su posición y condición no permite otorgarles el beneficio de la duda–, segundo, a cambiar de rumbo, y saben que entonces les perseguirían de verdad y, claro, hasta ahí podríamos llegar. Lo que no acaban de asumir, porque simplemente no les interesa, es que de todas formas al enemigo no van ni a convencerle ni a amansarle con su actual actitud; por el contrario, con ella, pueden perder ustedes sus propias almas. Eso sí, lo que siguen consiguiendo es que cada vez haya menos católicos de verdad –sólo de boquilla o de encuesta–, más desmadre, más indiferentismo, modernismo, en fin, apostasía y, por ello, almas que se pierden.
Lea, D. Manuel, lea bien nuestras razones para no marcar la «X» y enfréntese a ellas, ya verá qué bien le hace a usted y a las almas de las que un día le van a pedir cuentas, no lo dude. Y recuerde que el bien que puedan estar haciendo, no justifica el mal que hacen, sino todo lo contrario, porque de seguir dándoles el 0,7 a ustedes nos hace cómplices de él; no se le puede dar dinero a un drogadicto que tenga «mono» para que no sufra, porque en realidad lo que se está haciendo es calmar el «mono» a costa de alimentar el vicio. No, D. Manuel, no cuadra ya tal ecuación.
La soberbia, D. Manuel, la soberbia, de la que ya los paganos decían que si ciega a los dioses, qué no hará con los mortales.
